CAPÍTULO 3
Al llegar el fin de semana, los
mellizos se dieron cuenta de que algo extraño sucedía. Y, como siempre, fue la
observadora y callada Nessie quien quiso saber qué era.
-
¿Por qué estás durmiendo en la
habitación de Anthony, mamá? -preguntó el domingo por la mañana mientras toda
la familia estaba reunida en la cocina, desayunando.
La niña lo había descubierto
porque aquella mañana Anthony había dormido hasta más tarde de lo acostumbrado,
con lo cual, su madre también se había despertado tarde.
Después de pasar varias noches
durmiendo mal en una cama demasiado pequeña y atormentada por sus pensamientos,
estaba exhausta; la noche anterior, para su alivio, había conciliado el sueño
nada más meterse en la cama, y no se había despertado hasta que Emmett entró en
la habitación. Pero no se sentía mucho mejor que los días anteriores, porque,
si dormir había servido para dar descanso a su cuerpo, su mente no había reposado
en absoluto.
Sabía qué había soñado, pero,
desde luego, sus sueños no habían aliviado el peso de su corazón, ni su rabia,
ni su amargura. Incluso se aborrecía a sí misma por no hacer nada para remediar
la situación. Edward le había aconsejado que no tomara ninguna decisión hasta
que no estuviera un poco más tranquila.
Hasta que dejara de ser la
criatura patética en que se había convertido, pero aquel consejo sólo le servía
como excusa para no enfrentarse a la realidad.
Edward no tenía mejor aspecto que
ella, su rostro reflejaba la misma tensión.
Desde la noche fatídica de la
llamada de Rose, había estado llegando a las seis y media todos los días. Bella
sospechaba que se debía más a que lo había criticado como padre que al deseo de
demostrarla que su aventura había terminado.
Llegaba a tiempo de bañar a los
niños y meterlos en la cama mientras ella preparaba la cena. En apariencia, su
vida transcurría normalmente, y los dos hacían un gran esfuerzo por que los
niños no se enteraran de sus problemas.
Cada noche, durante la cena, Edward
hacía algún intento por mantener una conversación, pero Bella permanecía en
silencio, de modo que él desaparecía en su estudio en cuanto terminaban de
cenar.
Bella recogía la mesa y subía a
acostarse a la habitación de Anthony, sintiéndose cada día un poco más sola, un
poco más deprimida.
Saber que su marido la engañaba
había supuesto para ella un golpe brutal que había conseguido anular su
voluntad, de modo que su vida transcurría en una lenta monotonía y no se daba
cuenta de lo que hacía. Edward la observaba, serio y en silencio, esperando que
Bella saliera de su letargo y estallara.
En aquellos momentos, la pregunta
de su hija la devolvía a su cruda situación. Se sonrojó ligeramente, y se las
ingenió para dar una respuesta coherente.
-
A Anthony le están saliendo los
dientes otra vez. -Edward arrugó ligeramente el periódico que estaba leyendo, y
Bella se dio cuenta de que estaba escuchando. Y puede que también la estuviera
mirando de reojo. Ella no lo miró. En realidad, le importaba muy poco lo que
pudiera hacer.
Castaña y con ojos cafés, Nessie
tenía, además, la misma mirada inteligente de su madre. Asintió, como si
comprendiera perfectamente lo que decía Bella.
Los dientes de Anthony habían
sido un tormento para todos en las noches anteriores. Aunque a Bella no se le
había ocurrido irse a dormir a su habitación. Pero aquello no se le había ocurrido
a Nessie, que prestaba atención a su querido padre.
-
Seguro que echas de menos no
poder abrazar a mamá, ¿verdad, papá? –dijo bajándose de la silla y acercándose
a Edward-. Si me lo hubieras dicho, habría ido a darte un abrazo -dijo y fue a
sentarse sobre las rodillas de su padre, sabiendo que sería bien recibida.
La tensión se apoderó de la
habitación.
-
Muchas gracias, mi reina -dijo Edward,
doblando el periódico para prestar atención a su hija- Pero creo que puedo
estar solo unos días más antes de que me sienta completamente triste.
Si aquel comentario iba dirigido
a ella, Bella lo ignoró, y siguió sentada bebiendo café, sin revelar el
esfuerzo que le costaba.
Observó a Edward, allí sentado,
con su albornoz azul, que dejaba al descubierto la mata de vello que le cubría
el pecho. Besó a Nessie en la mejilla y esbozó una sonrisa tan encantadora que
a Bella se le hizo un nudo en el estómago, como si tuviera celos de su hija.
¡¿Celos de su propia hija?! ¿Cómo
era posible tanta amargura?
No pudo evitar dar un respingo
mientras recogía los platos. Edward la miró y ella le devolvió la mirada. Edward
debió ver algo en sus ojos cafés, porque frunció el ceño. Bella se dio la
vuelta de inmediato. Estaba incómoda y desconsolada.
Pero su marido y sus hijos
parecieron ignorar su reacción. Emmett intervino en la conversación que Edward
estaba teniendo con Nessie, e incluso Anthony insistió en que le sacaran de su
silla. Edward lo sacó y lo sentó sobre sus rodillas, mientras el niño alegraba
la conversación con sus particulares gorgojeos. Bella no pudo soportarlo.
Había algo en aquella atmósfera
de cariño que le ponía los nervios de punta. Se sentía incapaz de unirse a
ellos, como habría hecho normalmente. Tanya se lo impedía. Su imagen era como
un muro infranqueable que la separaba de su familia, del afecto y el amor de
los suyos.
Dejó de fregar los platos, porque
corría el riesgo de romper alguno y salió de la cocina diciendo entre dientes:
-
Voy a hacer las camas.
Nadie la oyó y se sintió aún
peor, más apartada de su familia.
Estaba en su dormitorio, el
dormitorio de Edward y ella, mirando al vacío, cuando entró Edward. Con un
gesto nervioso se dirigió al baño, tratando de aparentar que eso estaba
haciendo cuando Edward abrió la puerta. Cuando salió, Edward seguía allí, al
lado de la ventana y con las manos metidas en los bolsillos. Era alto y
gallardo y, en aquel momento, estaba tan atractivo que a Bella le daban ganas
de tirarle algo, de hacer cualquier cosa para mitigar su profundo dolor.
Haciendo un esfuerzo por ignorar
su presencia, comenzó a arreglar la habitación.
Se acercó a la cama, que, desde
la llamada de Rose, se había convertido en el mueble más odioso de la casa.
Cada día era más difícil estirar las sábanas, ahuecar las almohadas, cubrirla
con la colcha. Olía a Edward, a su olor limpio y masculino.
Despertaba sus sentidos, que
creía dormidos. Al contrario de lo que había esperado, su deseo por Edward no
había disminuido, sino todo lo contrario. La traición de Edward no había
provocado más que la odiosa actitud de estar siempre pendiente de él. El odio alimentaba
el deseo, y el deseo hacía su tormento todavía mayor.
Edward se dio la vuelta
lentamente y observó a Bella.
Al cabo de un rato, cuando el
silencio comenzaba a hacerse insoportable, se acercó a ella y se interpuso en
su camino.
-
Bella… -dijo con suavidad.
Bella permaneció con la cabeza
agachada, sin querer mirarlo a los ojos.
-
¿Te acuerdas de que tengo que
pasar la semana que viene en Birmingham?
No, no se había acordado hasta
aquel momento. Sirvió una ira repentina al comprobar que Edward anteponía sus
negocios a su vida privada, cuando ésta estaba en crisis
-
¿Qué te meto en la maleta?
¿Iba a ir Tanya con él? ¿Iban a
dormir en la misma habitación? ¿Iban a pasar toda una preciosa semana sin que
nadie les interrumpiera?
Le palpitaba el corazón, y tuvo
que hacer un gran esfuerzo para no retroceder para apartarse de él. Retroceder
habría sido como otorgarle una especie de victoria, así que se quedó dónde
estaba, sin mirarlo, con el semblante pálido.
Físicamente, no habían estado más
cerca desde la noche en que todo estallara por los aires. Bella sintió
escalofríos.
-
Cualquier cosa -replicó Edward
con impaciencia. Bella solía hacerle la maleta siempre que él se marchaba de viaje.
Y le encantaba hacerlo, guardar sus camisas, contar los pares de calcetines, la
ropa interior, meter algunos pañuelos, las corbatas y los trajes. Incluso en
aquellos momentos, mientras rogaba que se apartara de su camino para poder
alejarse de él y con ganas de decirle que se hiciera él la maleta, no podía
evitar hacer, mentalmente, una lista con todo lo que necesitaba.
Edward permaneció inmóvil, y la
tensión entre ellos se hizo intolerable. No se atrevía a decir nada por miedo a
que Bella lo utilizara en su contra.
-
¿Vas a estar bien? - preguntó por
fin- Puedo llamar a mi madre para que se quede contigo, si no quieres quedarte
sola, si te hace falta compañía, o…
-
¿Y por qué me iba a hacer falta
compañía? -le espetó Bella, dirigiéndole una mirada penetrante- Nunca me ha
hecho falta una niñera cuando te vas de viaje y no me va a hacer falta ahora.
Edward apretó la mandíbula, pero
mantuvo la tranquilidad.
-
Yo no estaba poniendo en duda tu
capacidad - dijo-, pero estás muy cansada y me preguntaba si, con todo lo que
está pasando, no te vendría bien alguna ayuda.
«Muy cansada», se repitió Bella,
no estaba sólo cansada, estaba agotada.
-
¿Tu secretaria va contigo?
Bella se arrepintió de aquella
pregunta nada más hacerla.
-
Sí, pero, …
-
Entonces no tengo por qué
preocuparme por ti, ¿verdad?
-
Bella -dijo Edward, dando un
suspiro- Tanya no…
-
¡No quiero saberlo! - dijo Bella
empujándolo, prefiriendo rozar su cuerpo a permanecer allí quieta por más
tiempo soportando aquella conversación.
-
Entonces, ¿para qué me lo
preguntas? -exclamó Edward en voz alta e, inmediatamente, hizo un gran esfuerzo
por controlarse- ¡Bella, tenemos que hablar!
Bella estaba haciendo la cama.
Apretaba los dientes y seguía con su trabajo porque era lo único que le quedaba
por hacer.
-
No podemos seguir así -dijo Edward-.
¡Tienes que darte cuenta! A Nessie le parece muy raro que duermas con Anthony,
lo que significa que, a partir de ahora, va a estar pendiente de nosotros, que
va a vigilarte, a calcular los días que te quedas en la habitación de Anthony…
-
Y no debemos molestar a tu
querida Nessie, ¿verdad? -exclamó Bella, y se avergonzó al instante. ¿Cómo
podía sentir celos de su propia hija? Pero era cierto, estaba horriblemente
celosa de su hija, porque tenía el amor de su padre.
-
No pienso responder a eso, Bella
-dijo Edward sobriamente.
Bella terminó de hacer la cama,
podía marcharse.
-
Deja que te explique qué Tanya
no… -dijo Edward.
-
¿Qué vas a hacer hoy? ¿Vas a
quedarte en casa?
-
Sí -dijo Edward, desconcertado-.
¿Por qué?
-
Porque yo tengo que salir y, si
tú te vas a quedar, no tengo que llamar a tu madre para que se quede con los
niños.
Por qué había dicho aquello, Bella
no podía saberlo.
Su decisión de salir no había
sido una decisión consciente. Pero nada más decirlo pensó que pasar unas horas
sola, completamente sola, era vital para su integridad mental.
Abrió el armario, impaciente por
salir y alejarse de su familia, y sacó lo primero que encontró, su anorak
impermeable. Edward parecía un poco aturdido, y se limitó a quedarse allí de
pie, observándola.
-
Bella -dijo por fin-, si quieres
salir, sólo tienes que decirlo.
Bella no atinaba a cerrar la
cremallera y se estaba poniendo cada vez más nerviosa. « ¿Es posible sofocar
sus propias emociones?», se preguntaba. Porque creía que eso era precisamente
lo que estaba haciendo.
-
Dame diez minutos y me voy
contigo…
¡Los zapatos! ¡No se había puesto
los zapatos! Se inclinó y revolvió en la parte baja del armario. Edward seguía
quieto en el mismo sitio, cada vez más perplejo.
Bella encontró sus botas de cuero
negras y se sentó sobre la moqueta para ponérselas. Luego metió los pantalones
en las botas con dedos temblorosos.
-
¡Bella… no hagas esto! -dijo Edward.
Bella se dio cuenta de que estaba
realmente afectado porque quisiera irse sola, su voz era grave y denotaba
impaciencia.
-
Nunca has salido sin nosotros,
espera a que todos… - Bella apenas lo oía. Pero Edward tenía razón, ella nunca
había salido sola. Si no con él, con los niños, o con su madre. Durante toda su
vida adulta, había vivido bajo el amparo protector de otros.
Primero sus padres, luego sus
amigas y finalmente, Edward. Sobre todo, Edward.
¡Pero por Dios, estaba a punto de
cumplir veinticuatro años! Y allí estaba, convertida en ama de casa, cada día
menos atractiva, con tres hijos y un marido que…
-
¡Me voy sola! ¡No te va a pasar
nada porque, por una vez, te quedes con los niños!
-
¡No me estoy quejando de eso!
-dijo Edward, suspirando y acercándose a ella- Pero, Bella, nunca habías…
-
¡Exactamente! -exclamó Bella,
apartándose de él-. Mientras tú te ocupabas de hacerte rico y de buscar a una
amante, yo estaba sentadita en esta maldita casa, muriéndome de asco.
-
¡No digas tonterías! -dijo Edward,
agarrándola por la muñeca- Esto es ridículo, te estás portando como una niña.
-
Precisamente, Edward, de eso se
trata, ¿no te das cuenta? -dijo Bella, apelando a la comprensión a pesar de que
lo que más deseaba era irse de allí cuanto antes- Eso es exactamente lo que
soy… una niña. Una niña a la que han explotado, a la que han herido
profundamente. No he crecido porque no me han dado la oportunidad de crecer.
¡Tenía diecisiete años cuando me casé contigo! -le gritó- ¡No había terminado el
colegio! Y antes de que aparecieras tú, mis padres me tenían entre algodones.
Dios mío, qué decepción debió ser para ellos descubrir que su dulce y pequeña
hija se había estado acostando con el lobo feroz.
Edward se rió. A Bella no le
sorprendió, sabía que su calificación era tan acertada que no tenía más remedio
que reírse si no quería llorar.
-
Y me quedé embarazada -prosiguió-,
y cambié a unos padres por otros, tú y tu madre.
-
Eso no es cierto, Bella -protestó Edward-. Yo
nunca te he visto como una niña. Yo…
-
¡Mentira! ¡Eres un maldito
hipócrita mentiroso! ¿Y sabes porqué sé que eres un mentiroso? Por el miedo que
te da que yo quiera pasar algún tiempo sola.
-
¡Esto es una locura! -dijo Edward,
negando con la cabeza, como si no creyera que aquella conversación pudiera
tener lugar.
-
¿Una locura? -repitió Bella-.
¿Cómo crees que me siento sabiendo que he dejado que me hicieras todo eso? Lo
único que hice fue sentarme y dejar que me trataras como te daba la gana… y
mira qué he conseguido. Veinticuatro años, tres hijos y un marido que se ha
cansado de mí. Así que, por favor, deja que me yaya.
Con un sollozo, se apartó de él y
salió de la habitación.
Corrió escaleras abajo, recogió
el bolso de la mesita del recibidor y salió precipitadamente a la calle.
El BMW de Edward cerraba el paso
a su Ford Escort blanco, así que tuvo que irse a pie, alejándose de la moderna
casa en la que vivían desde hacía cinco años. En una casa situada en una de las
zonas más acomodadas de Londres. Aquella casa le encantaba porque les ofrecía
mucho más espacio que el pequeño piso alquilado del centro de Londres en el que
vivían anteriormente.
Sin embargo, en aquellos
momentos, lo único que quería era alejarse de allí lo más deprisa posible. Se
apresuró por la acera, bajo la sombra de los árboles, sabiendo que Edward no la
seguiría. Todavía tenía que vestirse y vestir a los niños, así que no podría
detenerla antes de que tomara el autobús.
El primero que llegó se dirigía
al centro de Londres.
Se sentó junto a la ventanilla y
miró a través del cristal manchado de polvo y de gotas de barro. Se fijó en el
parque al que solía llevar a los niños. ¿O eran ellos los que la llevaban a
ella? No lo sabía, ya no estaba segura de nada.
Se subió el cuello del anorak
para protegerse del frío aire de septiembre, se metió las manos en los
bolsillos y comenzó a pasear por Londres, cuyas calles siempre estaban
solitarias los domingos por la tarde. Estaba perdida en un mar de tristeza. Un mar
más profundo a medida que un ojo interior se abría cada vez más para mostrarle cómo
era la verdadera Bella Cullen.
Una mujer de veinticuatro años
que se había estancado emocionalmente a la edad de diecisiete. Pensó que Edward
la amaba porque había hecho el amor con ella, y nunca se preguntó si la quería
realmente.
Pero había llegado la hora de
hacerlo. Y, aunque la idea la mortificaba, se daba cuenta de que sólo se había
casado con ella para aceptar su responsabilidad por haberla dejado embarazada.
Puede que Edward considerara que
estaba en su derecho de llevar otra vida, aparte de la que ya llevaba con ella.
No cabía duda, se trataba de eso. Edward quería llevar otra vida, una vida
aparte de la que llevaba con ella.
Bella se dio cuenta, en aquellos
momentos en que su vida estaba al borde del precipicio, de que Edward nunca
había compartido con ella aquella otra vida excitante y apresurada. Sólo había
construido su matrimonio para ella, para que jugara a ser esposa y madre de sus
hijos, porque era lo que ella quería ser.
Pero, ¿acaso se trataba sólo de
un juego, de una fantasía? No lo sabía, no podía saberlo.
Caminó durante horas. Horas y
horas, sin darse cuenta del tiempo que pasaba.
Tristes horas de reflexión,
contemplando la intensidad de su propio dolor. Hasta que el más completo
agotamiento la obligó a regresar a casa. Estaba agotada y hacía frío, así que
tomó un taxi.
De repente, su casa se convirtió
en el único lugar del mundo en el que quería estar.
Pero, al darse cuenta,
experimentó una sensación de derrota, porque aquello significaba que sus horas
de libertad no le habían hecho ningún bien.
Nota: Muchas gracias por su apoyo y la paciencia para que publique.
Besos Ana Lau