domingo, 29 de marzo de 2015

Vidas Secretas Cap. 9

Disclaimer: Los personajes no me pertenecen son de S. Meyer y la historia es de Lucy Monroe yo solo la adapte para su disfrute. 

Capítulo 9


-     Si me caso contigo y luego nos divorciamos, podrías quedarte con mi bebé –dijo ella, con una expresión de profundo miedo.
-     ¿De veras crees que te haría algo así? -dijo él, lanzando un juramento-. El matrimonio es para siempre. Este bebé y los que le sigan tendrán a su madre y a su padre para que los críen.
-     ¿Quieres tener más hijos? -preguntó, porque nunca había pensado en ello.
-     Sí. ¿No querrás tener uno solo, no? -preguntó, horrorizado.
-     No. Quiero al menos dos, pero me encantaría tener cuatro.
-     ¿No crees que será mejor que te cases conmigo antes?
-     ¿Por el bebé? -le preguntó, deseando que fuese diferente.
-     Sí, pero también por ti.
-     ¿Porque no tendría que trabajar para mantenernos si me casase contigo?
-     No tendrás que trabajar hagas lo que hagas. De ahora en adelante, el bebé y tú seréis mi responsabilidad, pero serías más feliz casada conmigo que siendo una madre soltera -afirmó con arrogancia innata.
-     ¿Cómo puedes estar tan seguro?
-     Porque te daré todo lo que necesites para ser feliz.
Todo menos su amor, pensó ella con tristeza. Pero tendría su pasión, se lo había demostrado la noche anterior. Y también su apoyo. Ya lo había hecho con la visita de su madre. Tendría su respeto. Si no la respetase, no le estaría pidiendo que se casase con él, de ello estaba segura.
- Desde luego que tranquilizaría a mi madre.
- Si te casas conmigo -dijo él con una expresión calculadora en el rostro-, volveré a comprar la Mansión Swan y me ocuparé de mantener el personal mientras viva tu madre.
La generosidad de su oferta la asombró. Comprendía su deseo de ocuparse del bebé y de ella, pero asumir la responsabilidad de su madre era excesivo y muy entrañable.
- Te ganarás a mamá para toda la vida.
- Sí, lo sé -frunció el ceño-. Me ha dicho que no quiere una boda por todo lo alto, que tú te avergonzarías. ¿Es eso verdad?
- ¿Avergonzarme yo de casarme contigo? -le preguntó ella con incredulidad.
- De hacerlo en público con un embarazo avanzado.
- No me avergüenza mi bebé.
- Me siento muy orgulloso de que lleves a mi niño, yineka mou.
Bella se imaginó una boda tradicional con traje de novia y velo largo.
- ¿En qué piensas, pequeña? Los ojos se te han puesto dulces y dorados.
- Pensarás que soy una sentimental -confesó, ruborizada-, pero siempre quise casarme de blanco con un velo larguísimo de encaje -suspiró y se tocó la tripa-. Pero supongo que resultaré un poco ridícula en mi estado.
Él volvió al sofá y la tomó de la mano.
- El blanco es símbolo de un corazón puro. A mí no me parecerías ridícula.
- ¿De veras? -dijo ella, sintiendo una opresión en el pecho.
Se inclinó y le besó suavemente los ojos, las mejillas y, finalmente, los labios.
- ¿En serio crees que debería ir de blanco? -sonrió ella-. Me gustaría eso.
- ¿Quieres decir con ello que te casarás conmigo?
¿Había habido alguna duda?
-     Es lo mejor para el bebé -dijo, por orgullo.
La expresión masculina se endureció y él se puso de pie.
- Hay que hacer planes. Quiero que nos casemos dentro de una semana.
- ¿Tan rápido? ¿Y mi vestido y la iglesia…?
- Yo me ocuparé de ello.
Ella no discutió con él. Seguramente un millonario podría organizar una boda en el último momento. Poderoso caballero, don dinero.
- Yo quiero elegir mi vestido.
- Como desees -se encogió él de hombros y se dirigió al teléfono.
- Edward, ¿es esto lo que quieres?
- Estoy recibiendo lo que me merezco -le dijo él con una seca carcajada-. No espero nada más.
- Pero, pensaba que querías casarte -dijo ella, perpleja. ¿Lo habría malinterpretado? La única esperanza que le quedaba era que él la desease. ¿Le habría bastado con una noche de pasión para satisfacer su ansia?
- Sí que quiero -dijo él, el ardor de sus ojos confirmando sus palabras.
- Pero ahora que he aceptado, no pareces feliz.
Él volvió hasta ella y la tomó en sus brazos.
-     No estoy infeliz, pethi mou, solamente preocupado con los detalles de la boda ahora que has accedido.
Era lógico y ella perdió el miedo cuando sus brazos la rodearon.
- De acuerdo -dijo, y bostezó.
- Vete a dormir un rato -dijo él, haciéndola girar hacia la puerta del dormitorio y dándole una palmadita en el trasero-. Las embarazadas necesitan descansar.
Obedeció, reconfortada. Solamente más tarde, cuando se estaba durmiendo, se dio cuenta de que nuevamente él había evitado el tema de sus padres.
Edward la vio irse y suspiró. Había accedido, por fin. Ya lograría que volviese a confiar en él.
Le demostraría que podían recobrar lo que habían compartido en París. El afecto. La diversión. La complicidad. Cuando viese que él nunca más la rechazaría de aquella forma cruel, recuperaría su radiante felicidad.
Al menos había cumplido con la promesa a su abuelo.
-     ¿Por qué estás nerviosa? Has pasado lencería frente a mucha más gente
Bella arregló la falda de su vestido en el asiento de la limusina. Era verdad, pero nunca frente a la ex novia de Edward y de su hermano.
-     ¿Creerá Emmett que soy una golfa? Estoy segura de que me culpa de la humillación de Rosalie.
Edward se dio vuelta hacia ella de golpe, los ojos relampagueantes.
- ¿Por qué dices eso? Mi hermano no te culpa.
- No seas ridículo. ¿A quién más iba a culpar? Estoy segura de que me odia.
Edward se la sentó sobre el regazo sin importarle los metros y metros de satén.
Le tomó la barbilla, forzándola a mirarlo.
-     Mi hermano no te culpa. Es consciente de que desconocías la existencia de Rosalie. Sabe quién es el verdadero culpable: yo.
-     Pero es tu hermano. Seguro que te perdonará -como ella había perdonado montones de veces a su madre-. Pero tu familia pensará que te has casado con una oportunista, embarazada de cinco meses. No me conocen.
-     Mi abuelo y Emmett saben que eso también es culpa mía. No te preocupes, Bella. Emmett está contento con esta boda e ilusionado con la perspectiva de ser tío. Tú has hecho posibles ambas cosas. Te adorará.
La limusina se detuvo y la puerta se abrió. Edward la tomó en sus brazos.
-     ¡Me tienes que llevar en brazos al entrar en la casa, no en la recepción! –exclamó ella, con un chillido.
Él rió, una risa que ella no oía desde que se separaron en París.
-     Puedo hacer las dos cosas.
La llevó hasta el salón del hotel donde se oficiaba la recepción. Se oyó una fuerte ovación cuando entraron. La siguiente hora transcurrió mientras recibían las felicitaciones de sus invitados. Bella se sentó luego a descansar en una de las sillas colocadas en grupitos junto a la pista de baile.
-     Parece que no era un cerdo, después de todo -dijo Alice, sentándose a su lado
-     Hola, Alice -sonrió a su hermana-. ¿No es fabuloso todo? ¡Increíble! –era ridículo lo feliz que se sentía, considerando que se había casado por conveniencia.
-     Los coches de caballos fueron un detalle precioso, las flores de pascua rojas y blancas, el acebo... Casi no se veían los bancos de la iglesia.
-     Hizo todo lo posible porque resultase especial. Se pasó la semana preguntándome si no quería nada más, asegurándose de que se cumpliese todo lo que había soñado para mi boda.
-     ¿Y por qué no iba a ser así? -preguntó Edward tras ellas. Se acercó y le apoyó la mano en el hombro que dejaba al descubierto el escote barco de su vestido-. Solamente te casarás una vez. Tenía que ser la boda de tus sueños.
- Lo ha sido -dijo ella, girando la cabeza para mirarlo.
- Me alegro, pequeña -dijo él, besándola en los labios-, ése era mi único deseo.
Si ella no hubiese sabido lo contrario, habría pensado que él parecía enamorado.
Aunque no lo estuviese, tendría que tenerle cariño para tomarse todas las molestias que se había tomado para verla feliz.
-     ¿Otra vez mirándola con ojos de cordero? -un hombre que podría haber sido el hermano gemelo de Edward de no ser por su juventud, le dio una palmada a éste en la espalda-. Ya tendréis tiempo más tarde.
Edward apretó ligeramente el hombro de Bella para tranquilizarla.
-     No le tomes el pelo a tu hermano -dijo riendo Rosalie, una hermosa mujer con clásicas facciones griegas y aire de juvenil inocencia-. Tiene derecho a estar feliz con su novia el día de su boda.
Al recordar la foto que había visto del día en que Rosalie y Emmett se habían casado, Bella pensó que Rosalie se habría sentido así y se lo dijo.
-     Es verdad -dio Emmett, rodeándole los hombros con el brazo en un gesto posesivo mientras ella se ruborizaba.
Bella sonrió, aliviada. Se veía que eran felices.
-     No sólo en el día de la boda, ¿sabéis? -comentó Jasper, uniéndose al grupo para sentarse junto a Alice-. Yo también lo siento ahora.
- Entonces, ¿me esperan años de miradas de cordero? -bromeó Bella.
- ¡No soy un cordero! -dijo él, ofendido, como ella esperaba.
- Desde luego que no -replicó, picara-. De comparar, habría que compararte con un toro -se tocó el vientre-. Yo diría que esto es la prueba positiva de que eres un macho capaz de procrear.
Se hizo un instante de silencio escandalizado mientras el grupo asimilaba su comentario, un poco subido de tono, luego todos explotaron en carcajadas, incluido Edward. Siguieron bromeando un poco más.
Luego Alice le dio la bienvenida a Edward a la familia, lo cual él le agradeció con seriedad en vez de su usual arrogancia.
- ¿Estás lista para irnos? -le preguntó luego a Bella.
- Todavía no hemos bailado -dijo, deseando hacerlo.
- Y debemos hacerlo -sonrió-, para seguir la tradición, ¿verdad?
Ella asintió, feliz al ver su expresión indulgente. Se sentía mimada.
Él alargó la mano y la llevó al centro de la pista de baile, donde unos pocos invitados conversaban en pequeños grupos. La orquesta comenzó a tocar un lento vals.
Edward bailaba divinamente y Bella se dejó llevar, disfrutando del placer del baile. Otras parejas siguieron su ejemplo.
-     Gracias -dijo, elevando la mirada a los ojos de él-. Por todo: la boda, conseguir que mamá no perdiese la calma la semana pasada, lograr que Alice no creyese que me casaba con un ogro, comprar la Mansión Swan para mamá… supongo que no creía que lo decías en serio y, sin embargo, lograste hacerlo en menos de una semana.
Estoy anonadada.
- Quiero que seas feliz, ya te lo he dicho.
- ¿Todos los Cullen están dispuestos a sacrificarse por sus esposas?
Una sombra pasó por las facciones masculinas, desapareciendo rápidamente.
- Todos los hombres Cullen de mi familia, sí.
- Eso me da mucha esperanza para el futuro, mon cher.
Él se quedó quieto en medio de un giro.
- ¿Qué pasa? -preguntó ella, asustada, pensando que lo había pisado.
- Dilo otra vez.
- ¿Qué? -preguntó. Luego se dio cuenta. Desde su reencuentro en casa de Alice, no había utilizado ningún término cariñoso para dirigirse a él.
- Mon cher -repitió y tiró de él además de ponerse de puntillas para besarlo.
Fue un beso carente de pasión, el restablecimiento de un vínculo que había sido cruelmente cercenado, dejándola sangrante e hiriendo también a Edward. Sus labios se unieron en el cariño, el recuerdo y la renovación.
Tres horas más tarde, se encontraban en el jet privado de Edward. Bella se había puesto un elegante y cómodo jersey de crochet de color miel y pantalones elásticos a tono. Sentada en el pequeño sofá de la cabina principal del avión, bebía el zumo de frutas que le había servido la azafata.
-     Saldremos en menos de media hora -le dijo Edward, tras hablar con el piloto.
Él también se había cambiado y llevaba pantalones de vestir negros y un jersey de Armani gris sobre un polo negro. Se sentó a su lado y el roce de su muslo contra el de ella le causó un estremecimiento de anticipación.
-     ¿Cuánto tardará el viaje a Atenas? -preguntó, intentando contener el deseo de acariciarle el torso bajo el jersey.
- Depende -se encogió él de hombros-. Unas ocho horas.
- Me alegro de no tener que hacer el viaje en una aerolínea comercial, no creo que pudiese soportar estar apretujada en un asiento con esta tripa.
- Nunca hubiese pretendido que lo hicieses -dijo él, rozándole la mejilla con un dedo-. No te he preguntado si te molestaba cambiar de médico.
- Resultaría un poco difícil que me atendiese mi médico en Grecia -sonrió.
- He arreglado todo para que te vea un eminente obstetra en Atenas. Quiere que te mudes al piso de Atenas durante el último mes.
- ¿Ya has hablado con él? -dijo, aunque sin sorprenderse demasiado. Después de todo, se trataba de su heredero.
- Me lo han recomendado mucho, pero si no te gusta, podemos buscar otro.
De repente, se dio cuenta de que Edward estaba preocupado.
-     Todo irá bien -le dijo, apoyando su mano sobre la de él-. ¿Has hablado para que le pasen mi historia clínica?
- Los mandaron por fax hace tres días.
- ¿Firmé los papeles para eso? -preguntó. Había firmado muchos documentos la última semana y no se acordaba.
- Sí.
- ¿Piensas estar conmigo durante el parto?
- Me gustaría mucho, pero la decisión final tiene que ser tuya.
La sorprendió que él quisiera estar y que dejase la decisión en sus manos.
- Quiero que estés.
- Entonces, lo haré. Creo que hay clases de preparación al parto, ¿no? ¿Qué pasa? -preguntó, al ver que ella lo miraba, muda de sorpresa-. ¿No quieres que te acompañe?
Alguien tiene que ayudarte y como esposo tuyo, me corresponde hacerlo -se enfadó, como si ella se lo hubiese negado.
-     Quiero que seas tú quien me acompañe -dijo ella. Había soñado mil veces con compartir su embarazo con él, creyendo siempre que aquello era una fantasía, pero la cruda realidad había sido que estaba sola y daría a luz sola-. Es lo que más quiero en el mundo -dijo y rompió a llorar.
-     Bella, yineka mou, ¿qué pasa? -le preguntó, asustado-. No te angusties de esa forma. Ven -le quitó la copa de la mano y, dejándola a un lado, la sentó en su regazo igual que en la limusina-. Dime por qué lloras.
-     Deseé muchas veces que estuvieses allí -dijo ella entre sollozos-. Me despertaba y alargaba la mano, pero sólo encontraba la cama vacía. La primera vez que sentí que el bebé se movía, deseé llamarte, pero creía que estabas casado. Te e… e… che mucho de menos…
Sus sollozos se fueron calmando poco a poco y él le secó el rostro como si ella hubiese sido una niña.
- Serás un buen padre -dijo ella, sonriendo entre lágrimas.
- Nunca más te faltaré -dijo él, sin reír por la broma. Sus ojos se habían oscurecido, dos pozos insondables de emoción.

Ella sonrió, aceptando aquel voto que acompañaba la promesa de sus ojos.

Apostando por el amor Cap. 9

Disclaimer: Los personajes no me pertenecen son de S. Meyer y la historia es de Jacqueline Baird yo solo me adjudico la adaptación para su disfrute.

Capítulo 9



Edward y Bella volarían directamente a Corfú; los padres de Edward habían insistido en ello. El padre de Edward, que no podía viajar en avión debido a su reciente operación de corazón, no pudo asistir a la sencilla ceremonia civil que se celebró esa mañana en Londres. En vez de ello, le había informado Edward a Bella, esa noche se celebraría una gran fiesta familiar en la villa de los Cullen, en Corfú.
  Ellos conocen las circunstancias de nuestro matrimonio, así que te será más fácil enfrentarte a todos de inmediato y poner fin a los comentarios burlones de una vez por todas —le había asegurado con irónica diversión.
Bella no veía nada divertido en la situación, y apretó los labios en un gesto hosco. La semana anterior había sido un infierno. Edward la había llevado a ver al médico el martes, y ese mismo día su embarazo quedó confirmado.
Después de eso, Edward ignoró todas sus objeciones. No tenía idea de cómo había logrado convencer a Jasper y a Alice de su deseo de casarse con tanta prisa, pero ellos fueron los felices testigos de la ceremonia.
Tuvo que reconocer que Edward había hecho muy bien su trabajo. Incluso Alice, su mejor amiga, estaba convencida de que era un matrimonio por amor.
Las dos jóvenes habían pasado juntas la noche anterior, y Bella habría podido contarle a Alice la verdad, pero su conciencia se lo impidió. No destruiría la carrera de Jasper y sabía que Edward cumpliría su amenaza sin pensárselo dos veces. Pero había algo que le parecía extraño. Alice le había facilitado las cosas, porque no se mostró tan inquisitiva como de costumbre la noche anterior ni esa mañana, cuando la limusina llegó a recogerlas para la ceremonia que se celebraría a las nueve. Alice le había dicho que se diera prisa, y con una sonrisa forzada, Bella representó su papel a la perfección.
Dejó escapar un suspiro; ahora estaba atrapada en el asiento al lado de Edward, en el interior del elegante jet privado, volando hacia un desconocido estilo de vida, con un nombre al que despreciaba. Pero, ¿realmente lo despreciaba? Una vocecita interna le recordó que en otro tiempo su único deseo en la vida había sido casarse con
Edward.
  ¿Te preocupa la idea de volver a ver a mi familia? —Edward se apoderó de su mano, pero ella la apartó.
  En lo más mínimo.
  ¿Por qué entonces ese largo suspiro?
  No todos los días me veo obligada a casarme — replicó, cortante.
  No alces la voz —le dijo. Bella no había visto que se acercaba la azafata—. El mundo no tiene por qué enterarse de estas protestas infantiles —la miró, colérico—. El matrimonio no me resulta más agradable que a ti, pero es necesario. Recuerda que... —su tono implacable no admitía réplica, y la chica guardó silencio mientras Edward le pedía un whisky a la azafata y añadía—: Nada de alcohol para mi esposa. ¿Quieres una taza de té? —la miró, inquisitivo.
  Nada —respondió ella, y, rehuyendo su mirada, cogió una revista y se concentró en un artículo. Cuando terminó de leer alzó la vista y vio que Edward la observaba con expresión extraña.
  ¿Te agradaba tu trabajo?
  Aún me agrada —respondió con amargura al recordar la forma en que él había entrado con toda calma en el despacho del director, el miércoles por la tarde, para informarle que Bella renunciaría de inmediato. Habían discutido todo el camino de regreso a la casa de ella, hasta que al fin Edward estalló.
  Esperas un hijo mío y no pienso perderte de vista hasta que haya nacido. No confío en ti.
El hecho de saber que él realmente creía que trataría de abortar a la primera oportunidad la hería más de lo que quería reconocer, pero su último comentario en el sentido de que pensara en Jasper, la hizo guardar silencio.
Ignoró sus perturbadores recuerdos, miró brevemente a Edward y sorprendió un destello de algo semejante a la compasión en sus ojos verdes, pero el resentimiento la hizo responder desdeñosamente:
  Espero que, dentro de doce meses, si no es que antes, regresaré a mi trabajo.
  Olvídate de eso —declaró él, y la cogió de la barbilla—. Como mi mujer, te quedarás a mi lado —pero ella percibió que lo que tenía en mente no era tenerla exactamente a su lado. Su rostro estaba muy cerca del suyo y sentía su vital atractivo.
  Machista —lo acusó con amargura.
  Puede ser, pero verás que no soy del todo irrazonable. Mi compañía es muy grande, y si más adelante quieres trabajar, tal vez encuentre algo para ti. A falta de eso, tu jefe me aseguró que con gusto te dará algunos trabajos de consultoría, cuando puedas trabajar.
Bella se sintió sorprendida y halagada al saber que Edward había hablado con su jefe de la posibilidad de que ella volviera a trabajar, pero no tenía intención de decírselo.
  ¿Se supone que debo darte las gracias? —se burló y lo miró con frialdad—. Pues bien, no soy tan generosa. Ya tienes una mujer y dentro de unos meses tendrás un hijo, pero eso es todo lo que podrás obtener de mí.
  ¿Qué es lo que tratas de hacer, Bella? —le preguntó en voz baja—. ¿Convertir nuestro matrimonio en una guerra de sexos antes de que haya tenido siquiera una oportunidad? —con la mano en su barbilla, la hizo apoyar la cabeza contra el respaldo y se inclinó para besarla en la boca; clavó los dientes en su labio inferior y ella abrió la boca.
No quería responder; contuvo el aliento, tratando de luchar contra los sentimientos que la invadían, pero Edward incrementó la presión, mientras deslizaba la otra mano debajo de la chaqueta de Bella para acariciar un seno a través de la seda de la blusa.
  Ya basta —le pidió ella sin aliento.
  Tienes razón —Edward la soltó y sonrió, triunfante—. Puedo esperar hasta la noche —y bajando la mirada a sus senos, con los pezones erectos bajo la blusa, añadió—: Pero no estoy seguro de que tú puedas.
Ruborizada, Bella bajó la vista, se cerró a toda prisa la chaqueta y se volvió para mirar por la ventanilla.
La villa de los Cullen era enorme, rodeada de lo que a ella le parecieron kilómetros de muros blancos.
La limusina que había ido a recogerlos al aeropuerto de Corfú, cruzó las enormes rejas de hierro forjado y siguió por un largo sendero hasta el magnífico pórtico. A lo largo de todo el sendero había docenas de coches aparcados; por lo visto, la mitad de la isla asistiría a la fiesta.
  Te veo nerviosa. No te preocupes, todo saldrá bien —le aseguró Edward en un murmullo y la ayudó a bajar del coche—. Confía en mí.
  Es el calor —se defendió ella, y trató de disimular su tensión. El recorrido desde el aeropuerto le había recordado su primera visita a Corfú. Había olvidado lo bella que era la isla, con sus colinas rocosas cubiertas de olivos, y, sorprendida, vio el terreno cubierto por millones de flores de diferentes colores. Admiró las pintorescas aldeas, encaramadas en los lugares más inverosímiles, y aspiró la fragancia peculiar de la isla. No sabía que haría tanto calor en el mes de abril, y el conjunto de lana ligera, perfecto para Londres, se le adhería a la espalda.
Siguió a Edward por los amplios escalones blancos hasta la puerta principal y reconoció, apesadumbrada, que el hecho de viajar durante casi una hora en el asiento posterior del coche, al lado de Edward, no la había ayudado. La chica era consciente de todos sus movimientos cuando, ignorando la presencia de ella, se ocupó durante el recorrido de revisar un montón de papeles que sacó de su cartera.
Ahora, cogiéndola del codo, Edward la guió al interior.
Las siguientes horas fueron un infierno. El anillo de oro con brillantes que Edward había deslizado en su dedo unas horas antes fue admirado por muchas personas. Después de las primeras cincuenta, Bella renunció a tratar de recordar sus nombres. Se había quitado la chaqueta, pero tenía calor, incluso con la ligera blusa de tirantes. El padre de Edward la invitó a bailar y bromeó con ella:
  Sabía que te casarías con mi hijo. Lo vi en tus ojos la última vez que bailamos, pero tú lo negaste —le dio una suave palmada en el vientre y se echó a reír—. Sin embargo, mi Edward es todo un hombre; siempre obtiene lo que quiere.
Edward acudió a rescatarla y le pidió que bailara con él. Cuando la cogió de la mano, Bella se sorprendió de que Edward insistiera en usar él también anillo de casado, una ancha banda de oro. Él la acercó más y, deliberadamente, Bella volvió la cabeza y recorrió el salón con la mirada. Unos grandes candelabros colgaban del ornado techo.
Había unas ventanas del suelo al techo, y las cortinas de seda se agitaban bajo la brisa. Todos los asistentes eran griegos, pero las mujeres no vestían de negro, como en los folletos de viajes. Era un mundo diferente, de opulencia y vestidos de diseñador. Las joyas de las damas valían una fortuna.
  Estás muy lejos de aquí, Bella, y eso no me agrada —perdida en sus pensamientos y extrañamente segura en los brazos de Edward, había permitido que su mente divagara, pero volvió al presente sobresaltada y se dio cuenta de la tensión de él, que añadió—: Es hora de retirarnos.
Se oyó un clamor cuando Edward la cogió en brazos y subió con ella una amplia escalera de mármol circular, Bella le echó los brazos al cuello, y al ver que todos los invitados los seguían, gritó:
  ¿Qué está sucediendo?
Luego se encontró en el interior de un inmenso dormitorio. Edward la depositó en el suelo y a toda prisa cerró la puerta, justo antes de que cientos de puños empezaran a golpearla. Bella contuvo el aliento y miró a su alrededor maravillada. En el centro de la habitación había una amplia cama tallada y con dosel. De las blancas paredes colgaban exquisitas tapicerías. El tocador y los armarios eran piezas antiguas. El suelo era de mármol, en tonos azules y blanco, con grandes alfombras alrededor de la cama. Se vio en un espejo y le pareció que la imagen era la de una desconocida. El pelo castaño le caía sobre los hombros y un tirante de la blusa se le había deslizado de un hombro. Estaba hecha un desastre, pensó aturdida, y se sintió tan nerviosa como una joven virgen. ¿Qué había sucedido? ¿Dónde estaba la mujer distinguida y competente que era antes?
  Al fin —dos manos fuertes la sujetaron de los hombros y la hicieron girar. Bella dio un salto y dijo lo primero que le vino a la mente:
  ¿Por qué ese ruido? —preguntó sin aliento y lo miró a los ojos. Sintió una opresión en el pecho al ver, horrorizada, que mientras ella admiraba la habitación, Edward se había quitado la ropa y sólo llevaba puesto un calzoncillo corto de seda negra.
  Es una tradición de los tiempos primitivos. Todos los asistentes a una boda celebran el momento de la consumación. En épocas antiguas, rodeaban la cama — en sus ojos había un destello perverso—. Ahora, por suerte, esa costumbre ha desaparecido y se quedan frente a la puerta.
Ella jadeó, horrorizada por la imagen evocada por las palabras de Edward. Luego su mirada se detuvo en la figura alta y bronceada y él se echó a reír al ver su expresión escandalizada. En ese momento, Bella pensó que parecía el mismo demonio y lo contempló fascinada. Edward le enmarcó el rostro y Bella cerró los ojos bajo la inconfundible pasión que ardía en los de él.
  Abre los ojos, Bella —le pidió con voz ronca—. No temas.
  Estoy cansada —y era cierto. Todo el día se había sentido nerviosa, en un estado de constante tensión. Y no sólo todo el día, sino toda la semana, y ahora sentía que desaparecía su último vestigio de fortaleza.
  Lo sé, Bella —su voz se suavizó—. Te llevaré a la cama.
Ella abrió mucho los ojos. ¿Qué quería decir exactamente? Con suavidad, él deslizó los tirantes de la blusa de sus hombros, luego le desabrochó el sujetador y la falda y dejó caer todo el suelo antes de deslizar los dedos bajo la ropa interior.
  No, no lo hagas. No puedo.
  ¿Vas a negarte en nuestra noche de bodas? Eso sería una vergüenza, Bella —se burló él arrogante, e, ignorando su súplica, deslizó la ropa interior a lo largo de sus muslos.
Ahora ya sabía lo que quería decir; la llevaría a la cama, pero con él. Lo vio en el rubor de sus pómulos, en la curva sensual de su boca, y, armándose de valor, lo empujó en el pecho y retrocedió.
  Te he dicho que no —gritó. ¡No permitiría que ese maldito arrogante la pisoteara de nuevo! No cedería a sus instintos más bajos, aunque los latidos de su corazón se habían acelerado y la virilidad de él la tentaba a hacerlo—. Ya estoy embarazada, ¿qué más quieres? — casi rió al ver la expresión de sorpresa en el rostro de él, después de mirarla colérico.
  Quiero a mi mujer en mi cama, y usar a nuestro hijo como excusa no te dará resultado. Te conozco… — la sujetó de los hombros para acercarla a él. Con mirada sensual recorrió su figura desnuda, sin dejarle la menor duda acerca de sus intenciones.
Bella empezó a luchar, pero sus senos rozaron el pecho de él. Edward inclinó la cabeza para mirarla. Ella abrió la boca para decir no, pero la negación murió en sus labios cuando Edward inició una lenta exploración de su boca, que se prolongó hasta que Bella sintió el sabor de su propia sangre en la lengua. Luego, terminó el beso y respiró hondo, pero Edward la cogió en brazos, la depositó en la cama y la siguió de inmediato, atrapándola bajo su espléndido cuerpo. El tenue resplandor de la lámpara sobre la mesilla acentuaba sus rasgos y Bella lo miró con rebeldía.
  ¿Por qué luchas contra esto, Bella? —le sujetó las muñecas y las retuvo encima de su cabeza, mirándola implacable—. Me deseas y voy a demostrarte hasta qué punto —bajó la cabeza, pero no la besó, sólo rozó con los labios la barbilla desafiante y los deslizó a lo largo de su cuello hasta detenerse un momento en el pulso que palpitaba alocado en la base, para continuar hasta la suavidad de sus senos. Con la mano libre cubrió un seno, oprimió el pezón entre los dedos y en ese mismo instante se apoderó de la boca de Bella.
Un espasmo de deseo recorrió el cuerpo de la chica, que arqueó la espalda para ofrecerle sus senos, suplicando sus seductoras caricias. Su mirada se nubló, y todo pensamiento de negarse se desvaneció cuando la mano de Edward se deslizó de su estómago hasta el castaño vello. Le separó los muslos con una pierna y sus dedos acariciaron el húmedo calor de su feminidad.
  Eres mi mujer y esta noche consumaremos nuestra unión —declaró con voz ronca y la miró a los ojos—. De hecho, me lo suplicarás.
Bella quería rechazarlo. Con los brazos sujetos por encima de la cabeza y oprimida por el cuerpo de él, se sentía como si fuera la víctima de un sacrificio primitivo de alguna leyenda griega. Excepto que la dura fuerza pulsante de la excitación de Edward, presionando su cadera, le decía que él también estaba atrapado, tan esclavo de la pasión como ella, y experimentó una intensa satisfacción femenina. Luego, los dedos de Edward encontraron su sexualidad, y cuando inclinó la cabeza hacia Bella, ésta entreabrió los labios provocativamente.
  Oblígame —se burló con una sensualidad que no sabía que poseía.
Él se irguió y le dejó las manos libres para que le acariciara el pecho, la estrecha cintura y el plano y musculoso estómago. Después le apartó las manos y se quitó el calzoncillo.
  Nunca rechazo un reto —jadeó, con el rostro tenso por el deseo, y con una mano le extendió el pelo sobre la almohada—. Cuando te vi en esa fiesta, supe que volverías a ser mía —gimió antes de cubrir su boca en un largo beso, mientras con la otra mano obraba una magia erótica y sensual sobre su tierna carne.
Bella sentía que la sangre corría ardiente por sus venas y gimió extasiada al percibir su aroma masculino.
¡Lo deseaba! Deslizó una mano sobre su abdomen, desesperada por tocarlo, pero él la apartó.
  Todavía no, Bella. Dime lo que quieres —clavó los dientes en un pezón, después en el otro, y luego los acarició con la lengua—. ¿Qué es lo que te agrada? — preguntó con voz ronca—. ¿Esto? —su boca cubrió un seno—. ¿O tal vez esto? —sus dedos acariciaron el centro ardiente y húmedo de su ser.
  Sí, por favor —Bella dejó escapar un grito de deseo, y con una mano sobre la cintura de Edward, lo instó a poseerla, arqueando el cuerpo hacia él con un gemido sofocado. Edward se irguió, le separó las piernas y la alzó de la cama para que recibiera su poder masculino. Luego se apoderó de su boca y sus cuerpos se unieron en un ritmo propio.
Bella despertó completamente desorientada y sintió un peso en su cintura. Tenía el estómago revuelto y, al moverse, su trasero hizo contacto con un cuerpo desnudo. Oyó un gruñido y recordó en todos sus detalles los acontecimientos de la noche anterior. Sofocó un gemido, porque no quería despertar a Edward, y se movió con cuidado hacia el borde de la cama. La noche anterior había sido una recreación de los placeres de la carne; jamás la olvidaría mientras viviera. ¿Cómo pudo engañarse pensando que podría resistir con Edward? La pregunta la atormentaba. Durante las largas horas de la noche, él le había enseñado todo acerca de su propia sexualidad, de sus desenfrenados deseos, hasta que ardió en el fuego de su propio apetito voraz, tomando codiciosa todo lo que él le daba para después corresponder ávidamente, hasta que al fin se quedó dormida en sus brazos, saciada hasta el punto del agotamiento.
Volvió la cabeza para mirarlo. Tenía los ojos cerrados, con las largas pestañas curvadas sobre los pómulos y el pelo alborotado. Parecía más joven y, de alguna manera, indefenso. Era extraño, habían sido amantes hacía años y de nuevo hacía unas semanas, ahora esperaba un hijo suyo, y sin embargo era la primera vez que pasaba una noche con él.
  Mi marido —era la primera vez que pronunciaba la palabra y alzó una mano para acariciar su rostro, pero la dejó caer. Tragó saliva al pensar en todas las mujeres que debían haber pasado la noche con él. Se había casado con ella, pero eso no significaba que su relación fuera diferente. La invadió una profunda tristeza al reconocer lo que había tratado de negar durante años. Amaba a ese hombre… siempre lo había amado… y tal vez siempre lo amaría… Era una tonta…
Su estómago protestó de nuevo, recordándole su otra tontería, y se dispuso a correr al baño, pero una mano la sujetó de la muñeca.
  No, suéltame —gritó al caer de nuevo sobre la cama.
  No lo haré, ninguna mujer huye de mí —rezongó Edward, colérico—. Y mucho menos mi mujer.
  No entiendes —trató de explicarle ella, y al fin logró soltarse para correr hacia el baño con una mano sobre la boca.
Edward saltó desnudo de la cama y la alcanzó cuando entró en el baño. Con un brazo sobre sus hombros y el otro alrededor de su estómago, la sostuvo con cuidado sobre la taza del inodoro.
Bella estaba avergonzada, pero se sentía demasiado débil para protestar, cuando Edward, con una extraña suavidad, la envolvió en una toalla y la hizo sentarse en un banco. Ella lo observó fascinada mientras, inconsciente de su desnudez, abría las llaves del agua de la bañera. Luego cogió una toallita y se arrodilló a su lado. Le sujetó la barbilla con una mano y le limpió con ternura el rostro, sin dejar de hablar.
  Lo siento, Bella, me olvidé del bebé. Pensé que querías huir... bueno, no sé lo que pensé. Como de costumbre me comporté de una forma arrogante y decidí retenerte en la cama, hasta que comprendí.
  Ya estoy bien —murmuró ella, y al alzar la vista para mirarlo a la cara, se sorprendió al ver en sus ojos un profundo remordimiento.
  ¿Siempre es así?
  Casi todas las mañanas.
  Y yo soy el culpable. Debes de odiarme —se irguió y se pasó una mano por el pelo—. En este momento, no me agrado mucho —murmuró.
Durante la media hora siguiente, Bella vio que la trataba con unos cuidados tan solícitos que no podía creerlo.
Edward insistió en ayudarla a bañarse; le lavó el pelo con el mismo cuidado que tendría una madre con su bebé.
Luego la dejó sola unos minutos y Bella lo oyó dar unas breves órdenes por teléfono. Cuando regresó, la ayudó a salir de la bañera, la envolvió en otra toalla y la secó con suavidad antes de llevarla al dormitorio y arroparla con ternura en la cama.
  Quédate ahí y no te muevas —se irguió, impaciente—. ¿Dónde está la doncella? Le pedí… té y pan tostado, ¿no es eso…? Creo recordar que los gemelos me lo dijeron —se dirigió a la puerta—. Pensé que exageraban tu malestar, pero ahora sé que no fue así. Iré a ver por qué tardan tanto.
  Edward… —pronunció su nombre con voz ronca.
  ¿Sí? —titubeó, con una mano en el picaporte, y Bella sonrió.
  ¿No te has olvidado de algo?
  ¿De qué? Dímelo —la miró a la cara, con una expresión preocupada, y añadió—: Pediré que te traigan lo que quieras.
  Bien, no quiero darte órdenes, Edward, pero creo que como tu mujer, preferiría que no salieras desnudo, no me gustaría que escandalizaras a la servidumbre —se echó a reír cuando, quizá por primera vez en su vida, Edward se sonrojó de la cabeza a los pies.
  Oh, diablos —cruzó a toda prisa la habitación, entró en el baño y unos segundos después reapareció envuelto en una toalla—. Podrías habérmelo dicho antes, Bella —se quejó.
  ¿Y privarme de una visión tan agradable? De ninguna manera —rió, y Edward se unió a su risa. Se acercó a la cama y la besó en la frente.
  ¿Así que eres una mujer lasciva? Compórtate, ahora vuelvo —le pidió, y salió de la habitación.
Con la cabeza sobre la almohada, Bella se sintió mejor que en las últimas semanas. Amaba a Edward y al fin lo había reconocido, ¿pero qué podía hacer?, se preguntó, y analizó su caso.
En el lado positivo encontró: A, estaba casada con él. B, era un amante maravilloso. C, le había mostrado su lado tierno. D, sabía que le agradaban los niños, porque lo había visto con los gemelos, así que querría a su propio hijo.
En el aspecto negativo: A, él no la amaba. B, era un conquistador y C, no se detenía ante el chantaje para salirse con la suya.

Suspiró; lo positivo apenas superaba a lo negativo. Pensó en Alice y Jasper y en la fiesta sorpresa. Era increíble que lo que había empezado como una estúpida apuesta hubiera cambiado su vida. Había salido con Edward por una apuesta y había acabado casado con él, aunque si era sincera, era lo que siempre había querido. ¿Por qué entonces no arriesgarse y continuar con su apuesta? Edward tal vez no la amaba, pero sí la deseaba, y ella a él. Con el tiempo y la cercanía, además de un hijo, ¿quién podría saber? La solución era sencilla. Esta vez apostaría por la pasión y lucharía por ganarse el amor de Edward…

sábado, 28 de marzo de 2015

Apostando por el amor Cap. 8

Disclaimer: Los personajes no me pertenecen son de S. Meyer y la historia es de Jacqueline Baird yo solo me adjudico la adaptación para su disfrute.


Capítulo 8


Bella sólo había retrasado lo inevitable, ya que a las cuatro de la tarde una llamada en la puerta anunció la llegada de Alice.
— Tu voz me sonó muy extraña antes, y como tenía que venir a la ciudad a reunirme con Jasper, le pedí que pasara por mí aquí. La rapidez con la que te sacó Edward ayer de las carreras, fue increíble. Vi que te devoraba con la mirada. Vamos, ¿qué sucedió?
— Nada. Regresamos aquí. Edward bebió un café, charlamos y se fue —a Bella no le resultaba fácil mentir, pero ni siquiera ante Alice, que era su mejor amiga, podía desnudar su alma. Aún le dolía demasiado…
— ¿Estás pálida, con los ojos enrojecidos, y no quieres hablar de ello? —indagó Alice, y se sentó en un sillón, mirándola compasivamente—. Tal vez te serviría de algo hablar y yo sé escuchar.
Una sonrisa irónica iluminó por un segundo el rostro de Bella.
— Nunca renuncias, Alice, pero me temo que esta vez tendrás que hacerlo. Basta con decir que tenías razón cuando me advertiste cómo es Edward, después del cumpleaños de Jasper. Es demasiado frívolo y cínico para mí. Ahora, ¿podemos cambiar de tema? Por favor…
— ¿Estás bien? —indagó—. ¿O quieres que le pida a Jasper que le propine a Edward un puñetazo en la nariz…?
- No, creo que ésa no sería una buena idea. Jasper espera hacer un negocio importante con Edward, que tal vez lo ayudará a llegar a la presidencia del banco. Si le rompe la nariz, eso no lo ayudaría.
Bella rió, hasta la llegada de Jasper, evitaron mencionar a Edward.
Sólo después de que se fueron Alice y Jasper y el silencio de la casa empezó a abrumarla, fue cuando Bella contempló con tristeza lo mucho que había esperado en el fondo que esta vez su relación con Edward fuera diferente. La casa nunca antes le había parecido tan vacía, y ella jamás se había sentido tan sola como ahora. Disgustada, se sorprendió rezando para que sonara el teléfono.
« ¡Eres una tonta, contrólate! Tuviste una vida después de Edward y volverás a tenerla», se dijo con firmeza.
¡Además, ahora no amaba a Edward, eso había terminado hacía años! No podía negar la atracción física entre ellos y que la noche anterior había llegado a su punto culminante. Era una locura temporal, se aseguró, pero cuando subió por la escalera y se dirigió a su nuevo dormitorio, recordó que hacía unas horas había subido por esa misma escalera en brazos de su amante y se estremeció. Había sido difícil reconocer su error la primera vez, pero, por lo menos, tenía la excusa de su juventud y su ingenuidad. Ahora era una mujer madura y le sería más difícil resistir el golpe a su orgullo y su dignidad. Esta vez, su humillación era mayor.
Casi tres semanas después, Bella estaba acurrucada en el sofá con el camisón puesto, con un plato lleno de champiñones, un pastel de fresas con crema y una taza de té sobre la mesita frente a ella, y el periódico abierto en la página de la programación de la televisión.
Sí, se felicitó, el dolor empezaba a disminuir. Edward no la había llamado, pero no esperaba que lo hiciera.
No le había mentido; le había sugerido una breve aventura y eso había sido. En realidad, no podía culparlo. Su cólera por la forma en que otro hombre había tratado a Ángela, la había incitado a hacer esa estúpida apuesta.
¿Cómo podía esperar que reaccionara un hombre tan orgulloso como Edward Cullen, cuando se enterara de todo, como no fuera vengándose de ella? Él mismo le había asegurado que siempre ganaba, y ahora Bella sabía que era verdad… Edward se había mostrado tal y como era. Sus relaciones con las mujeres eran, y siempre lo serían, superficiales. Le había hecho el amor a ella porque quiso darle una lección, mientras que ella en secreto albergaba la esperanza de que su relación pudiera convertirse en algo más. En su vida de negocios era una mujer dura, pero jamás podría aceptar la clase de relación vacía y frívola que Edward prefería. No comprendía cómo se había dejado engañar, confiada sólo en unas cuantas llamadas telefónicas.
Se había concentrado en su trabajo y no carecía de amistades. La próxima semana sería Semana Santa y la pasaría cuidando de los gemelos, porque Alice y Jasper viajarían a París. Además, le fascinaba la ópera, y al día siguiente, viernes, iría con Mike al Covent Carden a escachar a Plácido Domingo en Tosca.
Pinchó un champiñón y se lo llevó a la boca, antes de volver su atención al periódico. Cuando trataba de decidir el programa que iba a ver, sonó el teléfono. ¡Maldición! ¿Quién podría llamar a esa hora de la noche?, se preguntó, y se dirigió al vestíbulo. Descolgó el auricular y se quedó sin aliento. Era Edward.
— Estoy de regreso en Londres, por unos días; vi a Jasper ayer y me comentó que aún estás libre. Siento no haberte llamado antes, pero ya sabes cómo son los negocios…
Su descaro la dejó muda, pero con un esfuerzo logró controlarse y respondió, sarcástica:
— Olvídalo, no tiene importancia.
— Bien, sabía que lo entenderías. ¿Qué te parece si vamos mañana por la noche al Covent Garden, a la ópera, con…?
— Con Plácido Domingo —lo interrumpió Bella—. Lo sé, ya tengo mi entrada; iré con Mike —nada en el mundo podría haberle causado tanta satisfacción, pensó, encantada.
— El tipo pelirrojo que estaba en la fiesta —comentó él, ásperamente.
— Sí, pero gracias por pensar en mí —con voz dulce, que no le dejó a él la menor duda de que estaba segura de que no sería así, añadió— Espero que disfrutes; estoy segura de que yo lo haré.
— No lo dudo, es un cantante maravilloso —respondió Edward con amabilidad, por lo visto nada molesto por el rechazo de Bella. Pero su voz profunda volvió a despertar en ella todo el dolor y el anhelo que trataba de reprimir, y cuando él se despidió diciendo que esperaba verla pronto, tuvo que morderse la lengua para no preguntarle cuándo.
Terminó el plato de champiñones y el pastel con el té ya frío. Había salvado su orgullo al rechazarlo, pero un pequeño demonio en su mente murmuró que Edward no había insistido mucho. Habría podido invitarla otra noche…
¿Por qué había tenido que llamarla ahora, justo cuando su vida comenzaba a tomar un curso normal?
La noche siguiente, sentada al lado de Mike, ni siquiera el enorme talento de Plácido Domingo lograba apartar de la mente de Bella el temor de encontrarse con Edward. Sucedió en el intermedio. Mike había conseguido dos copas de vino, y después de unos sorbos al fin empezaba a relajarse. Alto y elegante, Mike estaba apoyado contra la pared y Bella frente a él.
— Qué desperdicio para las mujeres, Mike —comentó, burlona —. Estás increíblemente atractivo — y era cierto, parecía un modelo con el impecable traje de etiqueta.
— Lo sé, Bella, pero por el momento tengo un problema mucho más apremiante que mis predilecciones sexuales. Cierto griego moreno está de pie en el otro extremo y me mira como si quisiera matarme.
A Bella le tembló la mano y derramó un poco de vino. Respiró hondo y, resistiendo al impulso de volverse, mantuvo la cabeza erguida y miró hacia el espejo en la pared a un lado de Mike, en donde se reflejaba todo el salón. Edward, con el traje de etiqueta y la camisa de seda blanca que contrastaba con su tez morena, estaba de pie, con un brazo alrededor de los hombros de Tanya, pero tenía la mirada fija en Bella, que sintió que el corazón le latía apresuradamente. La chica sentía la garganta reseca y no podía apartar la vista de Edward.
Él sonrió cortésmente y alzó su copa en un gesto burlón para brindar con Bella. No podía fingir que no lo había visto, y, rígida, Bella alzó su copa, pero la invadió una oleada de celos tan intensa que apretó con fuerza la copa cuando Edward inclinó la cabeza hacia su pareja para decirle algo, y la mujer le dirigió una sonrisa de adoración. Bella quería gritarle que ella no había sido su primera elección y la invadió un intenso pesar. Habría podido estar al lado de Edward esa noche, de no ser porque se había interpuesto su estúpido orgullo. Bebió un sorbo de vino y desvió la mirada. Sabía que no era justa con Tanya, porque en realidad era una mujer atractiva y agradable. Pero Bella no dudaba de que Edward la atraía… se dijo que era una tonta y suspiró con alivio cuando sonó la llamada para el siguiente acto.
Decidió disfrutar de la segunda mitad de la ópera, pero no fue fácil. Miles de preguntas sin respuestas giraban en su mente. ¿Se habría precipitado al rechazar la invitación de Edward? ¿A quién trataba de engañar? Ella no significaba nada para ese hombre, y el hecho de verlo con Tanya se lo había demostrado. Bella tenía demasiado orgullo y dignidad para ser el juguete de un hombre.
— Tía Bella, tía Bella —gritaron a coro dos vocecitas—. Ya ha amanecido.
Bella abrió un ojo y consultó el reloj que estaba encima de la mesilla. Eran las seis. Gimió y se dio la vuelta cuando los traviesos gemelos se subieron de un salto a la cama.
— Sí, de acuerdo —se sentó y contempló a los dos pequeños en pijama, antes de bajar las piernas al suelo.
De pronto la invadió una intensa náusea; sintió el sabor a bilis en la garganta y a toda prisa se dirigió al baño.
Cinco minutos después irguió la cabeza, se dio la media vuelta y se sentó en el suelo del baño; su rostro quedó al mismo nivel que el de los dos ángeles rubios que la miraban preocupados.
— ¿Te sientes mal todos los días, tía Bella? —le preguntó muy serio Jasper, un minuto mayor que su hermano.
— Por lo visto —murmuró ella, y se puso de pie—, pero no os preocupéis —los tranquilizó y deseó poder tranquilizarse ella misma. Los últimos días habían sido un infierno. Adoraba a Jasper y a Jethro, y cuando llegó el jueves en que debía hacerse cargo de ellos y se despidió de Jasper y Alice, se dispuso a pasar un fin de semana agradable en su cómodo y lujoso hogar, pero no fue así. El viernes fue el cuarto día seguido que despertó sintiéndose mal, y ya no podía decirse que era algo que había comido. Le había sucedido lo mismo el sábado, y ahora, esa mañana. Ya no podía engañarse y un breve cálculo mental confirmó sus sospechas. Tenía dos semanas de retraso. No podía creer que hubiera sido tan estúpida…
Por suerte, debía cuidar de los gemelos y no disponía de tiempo para pensar en su problema, ya que ellos la mantenían ocupada cada minuto del día. Se bañó, se vistió a toda prisa y luego hizo lo mismo con los niños. Media hora después, con el desayuno ya preparado, se sentó a beber una taza de té. Hacía una semana que no soportaba el café… una señal de advertencia que había ignorado…
— No te metas el pan tostado en las orejas, Jasper; es para tomárselo con la leche —lo amonestó.
— Soy el doctor Spock.
— El doctor Spock tiene orejas puntiagudas, no pan tostado saliendo de ellas —murmuró Bella, y añadió— ¿Qué vamos a hacer hoy?
— ¡Por la mañana iremos a la escuela dominical! — replicaron los niños.
Bella suspiró, aliviada. Los llevaría a la iglesia del pueblo a las diez y dispondría de un par de horas a solas antes de ir a recogerlos.
No había sido un descanso productivo, pensó con ironía cuando salió de nuevo de la casa y cerró la puerta de roble. Había pasado la mayor parte del tiempo mordiéndose las uñas y maldiciendo a Edward Cullen. Podría estar equivocada, se dijo, y tiró del jersey de color azul pálido. ¿Trataba, de una manera subconsciente, de disimular un imaginario vientre abultado? Se dirigió al coche, introdujo la llave en la cerradura y titubeó; cuando alzó la cabeza, vio que un coche se acercaba veloz. ¿Quién podría ser? Jasper y Alice no regresarían hasta el día siguiente.
Esperó, y cuando el coche estuvo cerca, abrió los ojos, horrorizada.
El coche se detuvo cerca del suyo, y con una creciente sensación de impotencia vio que se abría la puerta del lado del conductor y Edward bajaba de él.
— ¿Qué diablos estás haciendo aquí? —preguntó Bella, más a la defensiva que colérica. Esa mañana se sentía demasiado frágil para enfrentarse a Edward Cullen.
— ¿Eso es asunto tuyo? —indagó él, y alzó una ceja.
— Yo estoy a cargo de la casa —le informó, malhumorada.
— ¿A cargo de qué? —miró burlón hacia el desierto jardín—. Te veo como un general que ha perdido a su tropa —murmuró, divertido.
— No me interesa tu opinión, y si has venido a buscar a Jasper y Alice, están fuera. Yo me he quedado a cuidar de los gemelos.
— ¿Y quién cuida de ti? —preguntó Edward cínicamente—. ¿El pelirrojo?
— Por supuesto que no —estalló a la defensiva. Edward estaba demasiado cerca; el aroma a especias de su loción se mezclaba con el fresco aire primaveral y ejercía un desastroso efecto en su respiración. Luego, vio sorprendida que Edward de pronto sonreía cautivador, con un gesto que hacía más profundas las líneas alrededor de sus ojos y le hacía parecer más joven.
— Me alegro de saberlo, Bella —durante un momento, ella creyó ver un destello de alivio en su expresión y se preguntó si estaría celoso de su amistad con Mike, pero apartó de su mente ese pensamiento cuando él continuó— Sé que Jasper y Alice están fuera, pero les prometí a los gemelos que les traería unos huevos de Pascua. ¿Dónde están?
Ella quería ignorarlo, subir al coche y alejarse. Edward era demasiado peligroso para su bienestar emocional.
Pero había hecho la pregunta con toda naturalidad, así que se vio obligada a responder:
— Iba a recogerlos a la escuela dominical.
— Fantástico, entonces iremos en mi coche; hay más espacio —antes de que pudiera protestar, Bella se encontró instalada en el asiento delantero del Jaguar, y, reacia, le indicó a Edward el camino hacia la iglesia.
Durante un momento, sólo se oyó el chirrido de los neumáticos sobre el asfalto. Bella miraba por la ventanilla porque no quería ver a Edward, pero era consciente de cada uno de sus movimientos.
— ¿Así que estás haciendo las veces de madre? —la voz profunda y seductora alteró los nervios ya de por sí tensos de Bella, y la palabra «madre» aumentó la sensación de malestar en su estómago, pero no dijo nada y él prosiguió— ¿Te han cansado los gemelos? Te veo agotada.
— Estoy bien —estalló. ¿Qué le importaba si él pensaba que tenía mal aspecto? Pero si Edward se enteraba de lo que le sucedía, su vida ya no le pertenecería, reconoció instintivamente. Temerosa de haber sido demasiado enfática, añadió— Quiero mucho a los niños y puedo salir adelante muy bien.
— No trataba de sugerir que no pudieras, Bella — manifestó él, y detuvo el coche frente a la iglesia. Se volvió hacia la chica y observó su figura acurrucada en una esquina del asiento. Luego extendió una mano y le apartó el pelo del hombro.
Bella sabía que su pelo era un desastre, pero esa mañana, por comodidad, se lo había sujetado en la nuca en una cola de caballo. El roce de esa mano la perturbó y, alarmada, sujetó el manillar de la puerta, dispuesta a huir…
— ¿Aún guardas silencio, a la defensiva? —indagó él, y curvó una mano sobre el hombro de la chica, impidiendo que bajara del coche y, deliberadamente, dejó que la tensión aumentara hasta que Bella ya no pudo soportar más y se vio obligada a mirarlo.
Edward le sostuvo la mirada y durante un largo rato algo inexplicable pasó entre ellos; una emoción tan poderosa que Bella se estremeció, atemorizada. Su mirada se detuvo en la boca de él; los sensuales labios estaban ligeramente entreabiertos y sabía que, si trataba de besarla, ella no podría resistirse. Se había negado a salir con él, pero lo había hecho por teléfono, y comprendió que cara a cara no tenía ninguna defensa contra él. Pero las siguientes palabras de Edward rompieron el tenue lazo que los unía:
— ¿Te resultaría muy difícil comportarte como un ser humano normal durante el siguiente par de horas? —le preguntó mordaz, sin dejar de mirar la palidez de su rostro—. No tengo ningún deseo de inquietar a los niños, pero si insistes en ignorarme o en mantener ese espacio entre nosotros, ellos se darán cuenta.
Edward no tenía el menor interés en ella. ¿Cuándo lo entendería…? Le preocupaban los niños y ella sabía que tenía razón. Había ido a ver a los gemelos. En ese momento, se oyeron sus gritos de alegría al ver el coche negro. Edward abrió la puerta e insistió:
— Y bien, Bella... ¿amigos?
— Sí —respondió, y se bajó del coche para hacerse cargo de los niños.
Durante las siguientes horas, Bella conoció a un Edward diferente. El implacable hombre de negocios se vio reemplazado por un amigo risueño, a quien no le importó conducir hasta las afueras de Londres para comer en el restaurante de hamburguesas más cercano. Regresaron a casa y jugaron un frenético partido de fútbol en el patio, sin preocuparse por las plantas que Alice acababa de sembrar; para las seis de la tarde, los dos pequeños, recién bañados, estaban tirados en el suelo de la elegante sala, y Edward, con el pelo alborotado, estaba a su lado, ayudándolos a construir un castillo.
Bella, recostaba en el sofá, fingía leer el periódico dominical, pero no podía apartar la mirada de las tres figuras en el suelo, en particular, del hombre, y recordó la última vez que lo había visto recostado; entonces estaba desnudo en la cama de ella y su atractivo rostro estaba tenso por la pasión…
— ¿Qué sucede; tengo una mancha en la nariz o algo parecido?
Bella se sobresaltó y dejó caer al suelo el periódico cuando Edward la sorprendió mirándolo. ¿Cómo podía decirle lo que estaba pensando?
— No, nada de eso —balbuceó—. Sólo estaba pensando en lo bien que te entiendes con los niños.
— Me agradan los niños, y si quieres saberlo, disfruto mucho con mi sobrino y mis sobrinas —le informó con una sonrisa ufana.
— ¿Pero no te agrada lo que tienes que hacer para tenerlos? —preguntó ella, pensando en la aversión de Edward al matrimonio y en sus numerosas relaciones casuales.
— No podrías estar más equivocada, Bella —se echó a reír y se desplomó a su lado en el sofá. Le pasó un brazo alrededor de los hombros y Bella sintió su aliento en la mejilla cuando murmuró con voz ronca— Me fascina lo que se debe hacer para tener niños; no podría prescindir de ello. ¿Quieres que te lo demuestre después? —se apartó, aún riendo, y Bella se sonrojó, avergonzada.
— No me refería a eso… sino al matrimonio —lo corrigió, furiosa.
— Es cierto, siempre he evitado esa trampa particular, pero… —Edward no pudo continuar porque los niños lo interrumpieron.
— ¿Podemos comer otro pedazo de huevo de chocolate? —preguntó Jethro tirando de un brazo de Bella, mientras su gemelo le pedía a Edward que jugaran a algo más.
Aliviada por la distracción, Bella observó el rostro sonrojado y la mirada somnolienta de los pequeños.
— Creo que ya habéis comido bastante por hoy — los dos se habían quedado encantados con los grandes huevos de chocolate que Edward les había llevado y casi se habían comido la mitad—. Además, Edward debe irse ahora, así que lo acompañaremos a la puerta; luego os iréis a la cama y os contaré un cuento.
— Pero yo quiero que Edward se quede y también quiero otro trozo de chocolate —exigió Jethro, rebelde.
— Lo siento, cariño, pero te pondrías malo y eso no te gustaría —le indicó Bella, tratando de calmarlo.
— No me importa —replicó el niño, obstinado—. Tú te pones mala todos los días, tía Bella, y ahora estás bien.
Bella palideció, y por un momento se quedó sin habla. No se atrevía a mirar a Edward, y cuando al fin recobró la voz, respondió:
— Bien podéis comer un poco más de chocolate y luego os iréis a la cama —trató de ponerse de pie, pero una mano le rodeó la muñeca y la retuvo en el sofá concentrada en los niños.
— ¿La tía Bella ha estado enferma por comer chocolate? —les preguntó, sonriendo.
Bella se sentía arder de humillación mientras los niños le contaban encantados a Edward todos los detalles gráficos de su náusea matutina, con la cabeza inclinada sobre el inodoro, y terminaron diciendo que después de desayunar té con pan tostado se sentía bien.
La expresión de Edward se endureció cuando se volvió a mirarla con un odio tan intenso que ella se sobrecogió como si la hubiera golpeado; sentía sus dedos clavándose en su carne a través del jersey. Luego la soltó bruscamente, como si el contacto de ella pudiera contaminarlo.
Bella no supo cómo logró salir adelante la siguiente hora. Le bastó una mirada al rostro inflexible de Edward para saber que sería inútil sugerirle que se fuera. Había adivinado que estaba embarazada… y estaba furioso, aunque lo disimuló muy bien delante de los niños.
Al fin, ya no pudo retrasar el enfrentamiento. Los niños se habían dormido; salió de la habitación y bajó por la escalera, seguida de Edward.
— Necesito una copa —Edward se dirigió al carrito de las bebidas y se sirvió una buena dosis de whisky—. No te ofrezco una, porque en tu estado no creo que sea prudente —la boca dura se frunció en el remedo de una sonrisa.
— No sé de qué estás hablando. Estoy bien, y creo que ya es hora de que te vayas —le temblaban las piernas y necesitó toda su fuerza de voluntad para quedarse de pie delante de él y hacer un último intento de negar lo inevitable, pero no le sirvió de nada. Edward dejó el vaso en el carrito, se acercó a ella y la sujetó de una muñeca.
— No me mientas, Bella. Estás embarazada, ¿verdad?
— ¿Y qué diablos tiene que ver eso contigo? —tan pronto como las palabras salieron de su boca, supo que había cometido un error. Edward palideció y su rostro parecía una máscara dura e impenetrable que la atemorizó.
— Todo, sí es mío —anunció él en tono helado e impersonal—. Y no trates de engañarme, Bella, porque insistiré en que te hagan unos análisis para estar seguro. No vas a endilgarme a un hijo de ese tipo pelirrojo.
Bella no pudo evitarlo y se echó a reír. Era irónico. La había aterrorizado pensar que él pudiera enterarse de la verdad, y Edward estaba igualmente aterrorizado de pensar que podría ser su hijo. Había asegurado que no quería caer en una trampa, y ahora, al insistir en esos análisis, él mismo se tendería la trampa. Sería divertido si no fuera tan triste.
— Ya basta, Bella —le ordenó, cortante, y la presión de sus dedos en el brazo de ella la hizo callar.
— Todo está bien, Edward. No he ido a ver al médico. No es seguro que esté embarazada, así que no tienes nada que temer. Incluso si fuera cierto, no habrá ningún análisis —declaró, desdeñosa. Él se había mostrado tal y como era un canalla. Pensó con creciente furia. No vio el destello de comprensión en los ojos de él, ni se dio cuenta de que se había denunciado con esa declaración, porque estaba demasiado furiosa.
Hacía diez años no habría podido hacerle frente a Edward, pero ahora era diferente.
— Soy perfectamente capaz de hacerme cargo de todo. Tal vez no sea rica en opinión del gran Cullen, pero no estoy en la miseria. Tengo mi propia casa.
— Y los dos sabemos cómo la obtuviste; pero no es probable que puedas continuar con esa actividad ilegal particular.
Su desdeñosa condena sólo sirvió para reavivar la cólera de ella.
— Esa vulgar suposición es lo único que se puede esperar de una rata como tú. Pero estás equivocado; mi padre me legó la casa —estaba demasiado furiosa para ver el rápido destello de alivio en los ojos de él—. No siempre estaré embarazada, y tengo mi trabajo. No necesito un hombre, y desde luego no a ti —se soltó, se dio media vuelta y se dispuso a huir, porque no soportaba mirarlo.
Con mano fuerte, Edward la detuvo y la hizo girar; Bella sintió los dedos de Edward clavados con fuerza en su hombro.
Él la miraba con una furia apenas controlada.
— Es mi hijo y no tenías intención de decírmelo.
— Quítame las manos de encima —le ordenó ella, pero su cólera se desvaneció al chocar contra el cuerpo de él. Retrocedió como si le hubiera caído un rayo y se quedó sin aliento. Edward deslizó un brazo alrededor de su cintura; ignoró su orden y la sujetó con más fuerza—. Edward, suéltame —pero sentía un nudo en la garganta y la frase sonó como una súplica, no como una orden.
— Piensas abortar y continuar con tu carrera sin el menor escrúpulo —estalló él, y en sus ojos brilló un destello de furia.
Bella lo miró, horrorizada. Eso no era lo que había querido decir. ¿Cómo podía juzgarla tan mal? No la conocía si pensaba que quería abortar. Trató de hablar, pero las palabras no salían de su boca…
— ¡No lo niegues, Bella! —su mirada se endureció y la acercó más, hasta que ella sintió sus senos oprimidos contra el ancho pecho. Despacio, Edward deslizó la mano sobre su hombro hasta su nuca, mientras deslizaba la otra a lo largo de su espalda, moldeándola contra él hasta que la presión de sus poderosos muslos fue casi dolorosa.
— ¿Así que no necesitas un hombre? —indagó en voz baja, pero ella sintió su cólera apenas controlada—. Embustera —inclinó la cabeza y se apoderó de su boca en un beso amargo y salvaje, que aunque pretendía ser un insulto, acabó con su resistencia.
El beso se hizo más suave, y Bella le echó los brazos al cuello, mientras sus labios se entreabrían impotentes bajo los de él. Se fundió contra el calor del cuerpo masculino, olvidada de todo lo que no fuera el exquisito contacto de Edward.
De pronto, con un juramento colérico, Edward la apartó bruscamente y Bella estuvo a punto de caer; sólo la reacción rápida de Edward la salvó cuando de nuevo la sujetó de un brazo. Se sentía desorientada, aún bajo el hechizo de ese beso, hasta que lo miró a la cara y sintió como si le hubieran arrojado un cubo de agua fría al ver su sonrisa desdeñosa.
— Me deseas, no puedes negarlo—diciendo eso, pareció recobrar el control. La guió al sofá y le ordenó— Siéntate antes de que te caigas. Y a partir de ahora, harás lo que yo diga… ¿me has entendido?
— Yo no… —jadeó, pero Edward continuó sin hacerle caso…
— Nos casaremos tan pronto como sea posible.
— Estás loco —rió ella—. No voy a casarme contigo. Tú mismo has dicho que el matrimonio es una trampa, y no eres el único que no desea caer en ella.
— Oh, creo que lo harás —alzó una ceja, sardónico, se acercó a ella y la estrechó de nuevo en sus brazos.
— El sexo no es una solución —logró decir Bella antes de que él se apoderara de nuevo de sus labios.
Apoyó la cabeza contra los cojines y entreabrió los labios, temblorosa, cuando él le enredó el pelo con los dedos. Edward deslizó la otra mano debajo del jersey, le desabrochó el sujetador y le cubrió un seno para acariciar el rosado pezón, mientras su lengua hurgaba el hueco oscuro y húmedo de su boca, excitándola. Bella trató de decirse que lo hacía deliberadamente para seducirla, pero el beso era demasiado intenso. Antes de darse cuenta, estaba recostada en el sofá, con el duro cuerpo de Edward encima de ella, mientras sus manos la seguían atormentando con el confiado conocimiento de su impotente excitación. La sedujo por completo. Habían pasado muchas semanas sin sentir ese contacto, y Bella arqueó el cuerpo hacia él con una dolorosa necesidad.
— Me deseas, no puedes negarlo —declaró Edward cuando dejó de besarla y deslizó los dedos sobre los senos turgentes—. Te casarás conmigo el próximo fin de semana. Nuestro hijo tendrá un padre y una madre, y nosotros… tendremos esto —murmuró, y de nuevo inclinó la cabeza para besar un seno.
Bella apenas podía respirar, y todo su cuerpo se estremecía.
— Di que sí —murmuró él contra su cuello—. Sabes que eso es lo que quieres —irguió la cabeza y contempló con burla sus labios hinchados.
Eso era lo más terrible, pensó Bella, y casi lo odió. Edward tenía toda la razón y él lo sabía. La enloquecía… siempre lo había hecho, y tal vez siempre lo haría… pero eso no era una base para el matrimonio.
— Además, ni siquiera estoy segura de estar embarazada —protestó.
— ¿Cuánto te has retrasado?
— Dos semanas —murmuró ella, y lo miró con cautela.
— Bien, haré los arreglos para que veas al médico el martes y nos casaremos el próximo sábado —con los dedos acarició seductoramente la curva de un seno y Bella ya no pudo pensar con claridad.
— Pero no nos queremos —objetó.
— El amor es una emoción demasiado sobre valorada. Lo que tenemos es mucho mejor —siguió acariciándole el seno y Bella arqueó instintivamente el cuerpo hacia él—. Eres la mujer más receptiva a la que le he hecho el amor, la química es perfecta entre nosotros, estás esperando un hijo mío… muchos matrimonios empiezan con menos.
— No me casaré —trató de apartarlo, porque la mención de esas otras mujeres la hirió—. Hay otras soluciones —él podría visitar al niño, pensó aturdida. Ella no estaba preparada para ese compromiso abierto y lo reconoció con tristeza.
— No vas a abortar —estalló Edward, furioso, y la cubrió con el jersey—. No tienes otra elección. Alice y Jasper son tus amigos; él podría incluso llegar a la presidencia del banco, pero sólo con mi contrato—. ¿Me has entendido?
— Eres un bastardo —estalló.
— Tal vez —la miró, burlón—. Pero mi hijo no será un bastardo…