viernes, 22 de julio de 2016

Cap. 12 Chantaje a una inocente


Capítulo 12
El domingo por la tarde Bella llegó por fin a su apartamento y, nada más entrar, comprobó el contestador. Nada.
Aunque no quisiera reconocerlo todavía albergaba la esperanza de recibir una llamada de él. «Qué patético», se dijo a sí misma.
Era mejor que él hubiera vuelto a Italia. Así no tendría que topárselo por la ciudad. Sin siquiera molestarse en quitarse la ropa se metió en la cama y trató de ahuyentar los pensamientos que la atormentaban. En teoría, el trato seguía vigente y él podía presentarse en su casa en cualquier momento de lunes a viernes. Pero ella sabía que no lo haría. Y era mejor así porque en el fondo no lo amaba y jamás lo haría.
Se secó las lágrimas que corrían por sus mejillas con la palma de la mano. ¿Y qué importancia tenía sufrir durante unos cuantos días y pasar algunas noches en vela? Sin duda era mucho mejor que soportar toda una vida con el corazón roto.
Una semana más tarde, seguía sin tener noticias de Edward, pero cada día se le hacía más difícil desterrarle de su mente. Por la noche, cuando estaba sola en la cama, revivía toda la pasión que habían compartido, todo el placer exquisito que él la había hecho sentir.
Y cuando lograba dormir, siempre soñaba con él, con su bello rostro, sus caricias...
El viernes, dos semanas después del último encuentro con Edward, su amiga Ángela, al verla tan pálida y demacrada, le propuso salir al cine y a cenar. Bella no tenía muchas ganas, pero terminó aceptando y finalmente consiguió disfrutar un poco de la película.
Sin embargo, al día siguiente, al llegar a la residencia de su madre, se encontró con unas noticias que no hicieron más que empeorar sin remedio su estado ánimo. El médico le dijo que había tratado de localizarla en el móvil en varias ocasiones y que su madre había sufrido un infarto, lo cual le había provocado un coma profundo. El personal de la residencia había hecho todo lo posible por ella dentro de la gravedad de su estado, y también le habían avisado a su padre, pero él no había llegado todavía.
Al final Charlie Swan sí fue a ver a su esposa; una hora después de su muerte... Los seis días previos al entierro fueron los peores en toda la vida de Bella hasta ese momento. Devastada por la muerte de su madre, la joven pasó las horas llorando sin parar, dando vueltas en la cama y añorando los cálidos brazos de Edward. Cómo lo necesitaba a su lado.
El funeral se celebró un caluroso día de julio en la iglesia de Bournemouth, donde su madre había sido bautizada. La ceremonia fue breve y los asistentes apenas sumaron unas cincuenta personas, incluyendo al médico y a una enfermera de la residencia, además de viejos amigos y vecinos. Al y sus padres también la acompañaron en esos momentos tan difíciles y Bella les agradeció mucho su apoyo. Sin embargo, en lo profundo de su corazón hubiera deseado tener a Edward a su lado.
Renne fue enterrada en el panteón de sus padres y la recepción se celebró en un hotel. Bella y su padre habían reservado habitaciones para esa noche. Charlie, por su parte, puso en práctica sus mejores dotes artísticas e hizo el papel del viudo compungido a la perfección durante las cuatro horas que duró la reunión de familiares y amigos.
Harta de soportar su falsedad, su hija decidió no cenar con él y procuró retirarse a su habitación lo antes posible.
—Te ha dejado esto —le dijo él a la mañana siguiente, entregándole el joyero de su madre— Puedes comprobarlo con el abogado, si quieres, pero todo su dinero me lo ha dejado a mí. Y en cuanto al estudio, puedes quedarte en él hasta que se ejecute el testamento y no haya peligro de que lo incluyan en el patrimonio de tu madre. Después, quiero que me lo devuelvas —le dijo sin la más mínima vergüenza. Se subió a su nuevo coche de alta gama y salió a toda prisa.
Bella no tenía ganas de volver a su apartamento, pero legalmente le pertenecía, así que no iba a devolvérselo de ninguna manera.
¿Cómo había podido hablarle con tanta crueldad e indiferencia en el funeral de su esposa y madre de su hija? Sus palabras clamaban al cielo. Bella se puso una coraza de hierro y no dejó que las insolencias de su padre la afectaran. Él debía de pensar que todavía era una niñita inocente y tonta, tan manipulable como su madre. Pero no.
Por mucho que le doliera el corazón, por muy sola que se encontrara, jamás volvería a entrar en el juego de hombres como su propio padre o como el mismísimo Edward Cullen.
Ante la insistencia de Al, Bella pasó unos días en la casa de sus padres, y así, rodeada de amigos que la apoyaban y apreciaban de verdad, empezó a superar la dolorosa muerte de su madre. Pero eso no fue todo.
Finalmente se dejó convencer por su amigo del alma y decidió tomarse un año sabático para viajar por el mundo. Una semana más tarde, la joven regresó a su apartamento con la mente llena de buenas intenciones. La primera era tomarse una buena taza de café.
Puso a llenar la cafetera y entonces vio la luz que parpadeaba en el contestador automático.
Edward... El corazón le dio un vuelco. Ya habían pasado cuatro semanas largas y tristes desde la última vez que lo había visto. Fue hacia el aparato y apretó el botón. Dos mensajes. Ninguno de Edward.
En el primero nadie hablaba, así que debía de ser un número equivocado, y el segundo mensaje era del agente inmobiliario que se estaba ocupando de la venta de su apartamento.
El hombre le decía que se pusiera en contacto con él de inmediato. Al parecer tenía a un comprador dispuesto a pagar el precio más alto si le dejaba los muebles y si abandonaba la propiedad en dos semanas...
***
Agosto en Perú... Primavera en el horizonte.
Ilusionada, Bella respiró el aire cálido que le acariciaba el rostro y subió al autobús del aeropuerto de Lima con el resto de turistas. Tenía treinta días por delante para explorar aquel país maravilloso.
Todavía se acordaba de su madre en todo momento, pero la tristeza ya no le impedía seguir adelante con su vida. Además, Edward Cullen ya era historia. Si bien pensaba en él muy a menudo, ya había empezado a olvidar aquella aventura de una semana, y por fin había aceptado que no podía haber nada más entre ella y un mujeriego como él.
Ese día era su cumpleaños: tenía veintiséis años de edad y era libre para hacer lo que quisiera. Por primera vez en su vida no tenía que preocuparse por nada ni por nadie.
Atrás quedó el bullicioso ajetreo de Londres.
Después de vender el apartamento y el coche, pasó una semana en casa de Ángela y entonces se embarcó en el viaje de su vida. Su amiga iba a guardarle las pocas pertenencias que le quedaban y después... Bella sonrió para sí. Un mundo desconocido y hermoso se abría ante sus ojos; un mundo lleno de posibilidades e ilusiones. Tenía más dinero del que jamás había imaginado y algún día compraría la casa de sus sueños, pero aún no era el momento.
Su jefe había accedido a darle un año sabático y las cosas no podían irle mejor. Aunque a veces se despertara en mitad de la noche, sudorosa y agitada, el recuerdo de Edward se desvanecía poco a poco. Ya hacía siete semanas desde la despedida, pero eso ya no importaba.
***
Edward Cullen se pasó una mano por el cabello. No era capaz de concentrarse en los papeles que tenía delante. Giró la silla y miró por la ventana de su despacho. La belleza de Roma se extendía a sus pies, pero él no pensaba más que en Bella. Ya había perdido la cuenta del número de veces que había agarrado el móvil sin llegar a marcar su número. No tenía el valor suficiente.
Una vez, sin embargo, sí llegó a comunicar, pero entonces saltó el contestador automático. No dejó mensaje alguno.
Tanya no había sido suficiente para calmar su sed. De hecho, ni siquiera se había sentido con ánimo para llevársela a la cama.
Isabella, la ninfa de la fuente... El pobre Hermafrodito no había tenido elección alguna, sino unirse a ella para siempre... Edward sonrió para sí.
La puerta del despacho se abrió de repente y él se dio la vuelta.
—Dije que no quería que me molestaran —dijo en un tono feroz.
Sin hacerle caso, Emmett entró y se sentó frente al escritorio.
—Te contraté para que te ocuparas de todo. ¿Cuál es el problema ahora?
—Nada... Excepto tú. Según Anna, tu secretaria, es imposible trabajar contigo y alguien tiene que decírtelo. Como ves, me ha tocado a mí. Llevas cuatro meses viajando sin ton ni son y nos tienes locos a todo el personal. Aquí en Roma y también en América, por no hablar de Asia. Por lo visto, tu actitud grosera y prepotente ofendió sin remedio al presidente de una empresa que íbamos a comprar. Bueno, resulta que acaba de llamarme y me ha dicho que no quiere seguir adelante. ¿Qué demonios te pasa, Edward? ¿Tienes líos de faldas?
—No tengo líos de faldas —dijo él en un tono de furia creciente.
Emmett guardó silencio un momento.
—Bueno, es evidente que hay algo que te preocupa —dijo finalmente—. Y lo mejor es que lo resuelvas cuando antes, por el bien de todos. Pero, bueno, volvamos a los negocios. Acabo de volver de Londres y todo va como la seda. Además, hemos firmado un nuevo contrato con el gobierno de Arabia Saudí, así que ahora somos sus principales proveedores.
Edward apenas había escuchado las últimas palabras de Emmett. Su mente sólo podía pensar en una cosa, o mejor dicho, en una persona.
—Bien. ¿Y Swan? ¿Se está comportando como es debido?
-Sí, aunque nunca entendí por qué te apiadaste de él sólo porque su esposa estaba en una residencia. No sueles ser tan generoso cuando se trata de negocios. Bueno, de hecho, ahora ya no importa porque su esposa falleció hace unos meses. Se tomó unos días de baja por fallecimiento y ya ha vuelto al trabajo, así que nada te impide despedirlo ahora. No le vendría mal tener su merecido. Edward miró fijamente a su asistente y trató de asimilar sus palabras.
-¿Y su hija? —le preguntó, poniéndose en pie— ¿Bella?
—¡Vaya! ¡Debí imaginármelo! —exclamó Emmett, sonriendo—. Mal humor, irritabilidad... Todo cuadra. Tu problema es la preciosa hija de Charlie Swan, y por eso le dejaste quedarse. ¿Tengo razón?
Edward lo miró con ojos serios e inexorables.
-Cierra el pico, Emmett, y prepárame el jet. Me voy a Londres.
Cinco días más tarde, Zac salió por la puerta del British Museum, a punto de darse por vencido. Bella parecía haberse esfumado de la faz de la Tierra. La primera sorpresa fue descubrir que había vendido el apartamento y que no había dejado ninguna otra dirección. El agente inmobiliario que se ocupó de la venta no le fue de ninguna ayuda. Solamente le dijo que el inmueble había estado más de dos meses en venta.
Ella nunca le había mencionado nada al respecto, pero Edward no tardó en entender que ella quería venderlo con el fin de conseguir el dinero necesario para pagarle.
Poco después, logró hablar con su padre, pero Swan desconocía el paradero de su hija y tampoco quería saberlo. Garrett, su jefe en el museo, le había comentado que ella se había tomado un año sabático. Le había dicho que se mantendría en contacto, pero aún no había tenido noticias suyas.
Finalmente, Edward se tragó el orgullo y contactó con Al, quien le dijo que Bella se había ido a Perú a pasar un mes de vacaciones. Sin embargo, de eso ya hacía dos meses y su amigo de la infancia no sabía qué había hecho después.
Edward se detuvo junto a su deportivo y apoyó las manos en el capó. Unas oscuras sombras se dibujaban bajo sus ojos, y la expresión de su rostro era la de un hombre cansado y desorientado que no sabía qué hacer. Había llamado a Garrett por segunda vez, pero todo había sido en vano.
Bella se había desvanecido. Sólo le quedaba contratar a un detective privado... Decidido a hacerlo, abrió la puerta del vehículo y, justo cuando estaba a punto de subir...
—Disculpe, ¿es usted el señor Cullen?
Edward estaba a punto de ignorar a la joven, pero entonces...
—Mi jefe me ha dicho que está buscando a mi amiga Bella.
***
Bella no se fijó en el enorme coche negro que estaba aparcado a unos cincuenta metros calle arriba. Redujo marchas, giró a la derecha y entró en el aparcamiento exterior. Bajó del vehículo y recogió la bolsa de la compra, que contenía el nuevo teléfono móvil que había comprado.
Con una sonrisa en los labios, avanzó por el camino que atravesaba el jardín hasta llegar a la pequeña casa de campo que había alquilado en la ciudad costera de Littlehampton.
Una vez, cuando apenas contaba con seis años de edad, había pasado un fin de semana con su madre y su abuela en un hotel muy cerca de allí, y ése era uno de los recuerdos más bonitos que guardaba de la infancia. Su vida había dado un cambio radical desde aquel inesperado desmayo en lo alto del Machu Picchu; un cambio para bien...
Al principio le costó un poco aceptarlo, pero las náuseas no tardaron en aparecer y al final tuvo que rendirse ante la evidencia.
Abrió la puerta y entró en el recibidor. Colgó el abrigo, dejó la bolsa de la compra en el salón y fue a la cocina a prepararse una taza de té.
¿Cómo era tan caprichoso el destino? Unos meses antes lloraba desconsolada por la pérdida de una vida sin siquiera sospechar que otra nueva crecía en su interior... Mientras calentaba el agua, se dispuso a sacar la compra de las bolsas; algo de comida, el teléfono móvil, unas botas diminutas... Una dulce sonrisa se dibujó en sus labios y entonces... Sonó el timbre de la puerta.


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