Capítulo 12
El domingo por la tarde Bella llegó por fin a su apartamento y,
nada más entrar, comprobó el contestador. Nada.
Aunque no quisiera reconocerlo todavía albergaba la esperanza de
recibir una llamada de él. «Qué patético», se dijo a sí misma.
Era mejor que él hubiera vuelto a Italia. Así no tendría que
topárselo por la ciudad. Sin siquiera molestarse en quitarse la ropa se metió
en la cama y trató de ahuyentar los pensamientos que la atormentaban. En
teoría, el trato seguía vigente y él podía presentarse en su casa en cualquier
momento de lunes a viernes. Pero ella sabía que no lo haría. Y era mejor así porque
en el fondo no lo amaba y jamás lo haría.
Se secó las lágrimas que corrían por sus mejillas con la palma de
la mano. ¿Y qué importancia tenía sufrir durante unos cuantos días y pasar
algunas noches en vela? Sin duda era mucho mejor que soportar toda una vida con
el corazón roto.
Una semana más tarde, seguía sin tener noticias de Edward, pero
cada día se le hacía más difícil desterrarle de su mente. Por la noche, cuando
estaba sola en la cama, revivía toda la pasión que habían compartido, todo el
placer exquisito que él la había hecho sentir.
Y cuando lograba dormir, siempre soñaba con él, con su bello
rostro, sus caricias...
El viernes, dos semanas después del último encuentro con Edward, su
amiga Ángela, al verla tan pálida y demacrada, le propuso salir al cine y a
cenar. Bella no tenía muchas ganas, pero terminó aceptando y finalmente consiguió
disfrutar un poco de la película.
Sin embargo, al día siguiente, al llegar a la residencia de su
madre, se encontró con unas noticias que no hicieron más que empeorar sin
remedio su estado ánimo. El médico le dijo que había tratado de localizarla en
el móvil en varias ocasiones y que su madre había sufrido un infarto, lo cual
le había provocado un coma profundo. El personal de la residencia había hecho
todo lo posible por ella dentro de la gravedad de su estado, y también le
habían avisado a su padre, pero él no había llegado todavía.
Al final Charlie Swan sí fue a ver a su esposa; una hora después de
su muerte... Los seis días previos al entierro fueron los peores en toda la
vida de Bella hasta ese momento. Devastada por la muerte de su madre, la joven
pasó las horas llorando sin parar, dando vueltas en la cama y añorando los cálidos
brazos de Edward. Cómo lo necesitaba a su lado.
El funeral se celebró un caluroso día de julio en la iglesia de
Bournemouth, donde su madre había sido bautizada. La ceremonia fue breve y los asistentes
apenas sumaron unas cincuenta personas, incluyendo al médico y a una enfermera
de la residencia, además de viejos amigos y vecinos. Al y sus padres también la
acompañaron en esos momentos tan difíciles y Bella les agradeció mucho su
apoyo. Sin embargo, en lo profundo de su corazón hubiera deseado tener a Edward
a su lado.
Renne fue enterrada en el panteón de sus padres y la recepción se celebró
en un hotel. Bella y su padre habían reservado habitaciones para esa noche. Charlie,
por su parte, puso en práctica sus mejores dotes artísticas e hizo el papel del
viudo compungido a la perfección durante las cuatro horas que duró la reunión
de familiares y amigos.
Harta de soportar su falsedad, su hija decidió no cenar con él y
procuró retirarse a su habitación lo antes posible.
—Te ha dejado esto —le dijo él a la mañana siguiente, entregándole
el joyero de su madre— Puedes comprobarlo con el abogado, si quieres, pero todo
su dinero me lo ha dejado a mí. Y en cuanto al estudio, puedes quedarte en él
hasta que se ejecute el testamento y no haya peligro de que lo incluyan en el
patrimonio de tu madre. Después, quiero que me lo devuelvas —le dijo sin la más
mínima vergüenza. Se subió a su nuevo coche de alta gama y salió a toda prisa.
Bella no tenía ganas de volver a su apartamento, pero legalmente le
pertenecía, así que no iba a devolvérselo de ninguna manera.
¿Cómo había podido hablarle con tanta crueldad e indiferencia en el
funeral de su esposa y madre de su hija? Sus palabras clamaban al cielo. Bella
se puso una coraza de hierro y no dejó que las insolencias de su padre la
afectaran. Él debía de pensar que todavía era una niñita inocente y tonta, tan
manipulable como su madre. Pero no.
Por mucho que le doliera el corazón, por muy sola que se
encontrara, jamás volvería a entrar en el juego de hombres como su propio padre
o como el mismísimo Edward Cullen.
Ante la insistencia de Al, Bella pasó unos días en la casa de sus
padres, y así, rodeada de amigos que la apoyaban y apreciaban de verdad, empezó
a superar la dolorosa muerte de su madre. Pero eso no fue todo.
Finalmente se dejó convencer por su amigo del alma y decidió
tomarse un año sabático para viajar por el mundo. Una semana más tarde, la
joven regresó a su apartamento con la mente llena de buenas intenciones. La
primera era tomarse una buena taza de café.
Puso a llenar la cafetera y entonces vio la luz que parpadeaba en
el contestador automático.
Edward... El corazón le dio un vuelco. Ya habían pasado cuatro
semanas largas y tristes desde la última vez que lo había visto. Fue hacia el
aparato y apretó el botón. Dos mensajes. Ninguno de Edward.
En el primero nadie hablaba, así que debía de ser un número
equivocado, y el segundo mensaje era del agente inmobiliario que se estaba
ocupando de la venta de su apartamento.
El hombre le decía que se pusiera en contacto con él de inmediato.
Al parecer tenía a un comprador dispuesto a pagar el precio más alto si le dejaba
los muebles y si abandonaba la propiedad en dos semanas...
***
Agosto en Perú... Primavera en el horizonte.
Ilusionada, Bella respiró el aire cálido que le acariciaba el
rostro y subió al autobús del aeropuerto de Lima con el resto de turistas.
Tenía treinta días por delante para explorar aquel país maravilloso.
Todavía se acordaba de su madre en todo momento, pero la tristeza
ya no le impedía seguir adelante con su vida. Además, Edward Cullen ya era historia.
Si bien pensaba en él muy a menudo, ya había empezado a olvidar aquella
aventura de una semana, y por fin había aceptado que no podía haber nada más
entre ella y un mujeriego como él.
Ese día era su cumpleaños: tenía veintiséis años de edad y era
libre para hacer lo que quisiera. Por primera vez en su vida no tenía que
preocuparse por nada ni por nadie.
Atrás quedó el bullicioso ajetreo de Londres.
Después de vender el apartamento y el coche, pasó una semana en
casa de Ángela y entonces se embarcó en el viaje de su vida. Su amiga iba a guardarle
las pocas pertenencias que le quedaban y después... Bella sonrió para sí. Un
mundo desconocido y hermoso se abría ante sus ojos; un mundo lleno de posibilidades
e ilusiones. Tenía más dinero del que jamás había imaginado y algún día
compraría la casa de sus sueños, pero aún no era el momento.
Su jefe había accedido a darle un año sabático y las cosas no
podían irle mejor. Aunque a veces se despertara en mitad de la noche, sudorosa
y agitada, el recuerdo de Edward se desvanecía poco a poco. Ya hacía siete semanas
desde la despedida, pero eso ya no importaba.
***
Edward Cullen se pasó una mano por el cabello. No era capaz de
concentrarse en los papeles que tenía delante. Giró la silla y miró por la
ventana de su despacho. La belleza de Roma se extendía a sus pies, pero él no
pensaba más que en Bella. Ya había perdido la cuenta del número de veces que había
agarrado el móvil sin llegar a marcar su número. No tenía el valor suficiente.
Una vez, sin embargo, sí llegó a comunicar, pero entonces saltó el contestador
automático. No dejó mensaje alguno.
Tanya no había sido suficiente para calmar su sed. De hecho, ni
siquiera se había sentido con ánimo para llevársela a la cama.
Isabella, la ninfa de la fuente... El pobre Hermafrodito no había
tenido elección alguna, sino unirse a ella para siempre... Edward sonrió para
sí.
La puerta del despacho se abrió de repente y él se dio la vuelta.
—Dije que no quería que me molestaran —dijo en un tono feroz.
Sin hacerle caso, Emmett entró y se sentó frente al escritorio.
—Te contraté para que te ocuparas de todo. ¿Cuál es el problema
ahora?
—Nada... Excepto tú. Según Anna, tu secretaria, es imposible
trabajar contigo y alguien tiene que decírtelo. Como ves, me ha tocado a mí.
Llevas cuatro meses viajando sin ton ni son y nos tienes locos a todo el
personal. Aquí en Roma y también en América, por no hablar de Asia. Por lo
visto, tu actitud grosera y prepotente ofendió sin remedio al presidente de una
empresa que íbamos a comprar. Bueno, resulta que acaba de llamarme y me ha dicho
que no quiere seguir adelante. ¿Qué demonios te pasa, Edward? ¿Tienes líos de
faldas?
—No tengo líos de faldas —dijo él en un tono de furia creciente.
Emmett guardó silencio un momento.
—Bueno, es evidente que hay algo que te preocupa —dijo finalmente—.
Y lo mejor es que lo resuelvas cuando antes, por el bien de todos. Pero, bueno,
volvamos a los negocios. Acabo de volver de Londres y todo va como la seda.
Además, hemos firmado un nuevo contrato con el gobierno de Arabia Saudí, así
que ahora somos sus principales proveedores.
Edward apenas había escuchado las últimas palabras de Emmett. Su
mente sólo podía pensar en una cosa, o mejor dicho, en una persona.
—Bien. ¿Y Swan? ¿Se está comportando como es debido?
-Sí, aunque nunca entendí por qué te apiadaste de él sólo porque su
esposa estaba en una residencia. No sueles ser tan generoso cuando se trata de negocios.
Bueno, de hecho, ahora ya no importa porque su esposa falleció hace unos meses.
Se tomó unos días de baja por fallecimiento y ya ha vuelto al trabajo, así que
nada te impide despedirlo ahora. No le vendría mal tener su merecido. Edward
miró fijamente a su asistente y trató de asimilar sus palabras.
-¿Y su hija? —le preguntó, poniéndose en pie— ¿Bella?
—¡Vaya! ¡Debí imaginármelo! —exclamó Emmett, sonriendo—. Mal humor,
irritabilidad... Todo cuadra. Tu problema es la preciosa hija de Charlie Swan, y
por eso le dejaste quedarse. ¿Tengo razón?
Edward lo miró con ojos serios e inexorables.
-Cierra el pico, Emmett, y prepárame el jet. Me voy a Londres.
Cinco días más tarde, Zac salió por la puerta del British Museum, a
punto de darse por vencido. Bella parecía haberse esfumado de la faz de la
Tierra. La primera sorpresa fue descubrir que había vendido el apartamento y
que no había dejado ninguna otra dirección. El agente inmobiliario que se ocupó
de la venta no le fue de ninguna ayuda. Solamente le dijo que el inmueble había
estado más de dos meses en venta.
Ella nunca le había mencionado nada al respecto, pero Edward no
tardó en entender que ella quería venderlo con el fin de conseguir el dinero
necesario para pagarle.
Poco después, logró hablar con su padre, pero Swan desconocía el paradero
de su hija y tampoco quería saberlo. Garrett, su jefe en el museo, le había
comentado que ella se había tomado un año sabático. Le había dicho que se
mantendría en contacto, pero aún no había tenido noticias suyas.
Finalmente, Edward se tragó el orgullo y contactó con Al, quien le
dijo que Bella se había ido a Perú a pasar un mes de vacaciones. Sin embargo,
de eso ya hacía dos meses y su amigo de la infancia no sabía qué había hecho después.
Edward se detuvo junto a su deportivo y apoyó las manos en el capó.
Unas oscuras sombras se dibujaban bajo sus ojos, y la expresión de su rostro
era la de un hombre cansado y desorientado que no sabía qué hacer. Había llamado
a Garrett por segunda vez, pero todo había sido en vano.
Bella se había desvanecido. Sólo le quedaba contratar a un
detective privado... Decidido a hacerlo, abrió la puerta del vehículo y, justo
cuando estaba a punto de subir...
—Disculpe, ¿es usted el señor Cullen?
Edward estaba a punto de ignorar a la joven, pero entonces...
—Mi jefe me ha dicho que está buscando a mi amiga Bella.
***
Bella no se fijó en el enorme coche negro que estaba aparcado a
unos cincuenta metros calle arriba. Redujo marchas, giró a la derecha y entró
en el aparcamiento exterior. Bajó del vehículo y recogió la bolsa de la compra,
que contenía el nuevo teléfono móvil que había comprado.
Con una sonrisa en los labios, avanzó por el camino que atravesaba
el jardín hasta llegar a la pequeña casa de campo que había alquilado en la
ciudad costera de Littlehampton.
Una vez, cuando apenas contaba con seis años de edad, había pasado
un fin de semana con su madre y su abuela en un hotel muy cerca de allí, y ése era
uno de los recuerdos más bonitos que guardaba de la infancia. Su vida había
dado un cambio radical desde aquel inesperado desmayo en lo alto del Machu
Picchu; un cambio para bien...
Al principio le costó un poco aceptarlo, pero las náuseas no
tardaron en aparecer y al final tuvo que rendirse ante la evidencia.
Abrió la puerta y entró en el recibidor. Colgó el abrigo, dejó la
bolsa de la compra en el salón y fue a la cocina a prepararse una taza de té.
¿Cómo era tan caprichoso el destino? Unos meses antes lloraba
desconsolada por la pérdida de una vida sin siquiera sospechar que otra nueva
crecía en su interior... Mientras calentaba el agua, se dispuso a sacar la
compra de las bolsas; algo de comida, el teléfono móvil, unas botas
diminutas... Una dulce sonrisa se dibujó en sus labios y entonces... Sonó el
timbre de la puerta.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario