Capítulo 3
Un rato más tarde, el vehículo de lujo se detuvo frente a las
puertas del restaurante y Edward la ayudó a bajar.
—Bueno, ahora que los dos sabemos el terreno que estamos pisando, podemos
llegar a conocernos mejor durante el almuerzo —le dijo en un tono serio.
Ella lo miró fugazmente y entró en el restaurante.
No tenía ninguna intención de llegar a conocer mejor a un individuo
como él y, si algo tenían en común, era que ninguno de los dos tenía ganas de perder
el tiempo.
Él le apartó la silla y ella tomó asiento. La mayoría de la gente
ya se estaba marchando del restaurante.
Miró su elegante reloj de oro. Más de las dos de la tarde.
De repente, se sintió muy cansada. Llevaba toda la semana
preparando la última exposición del British Museum de Londres, lugar donde
trabajaba como investigadora de arte, y esa mañana había sido especialmente ajetreada;
ruedas de prensa, recepción de altos mandatarios y personalidades del mundo de
la cultura, discursos... por suerte su jefe estaba al tanto de la delicada
situación de su madre y no había tenido inconveniente en darle la tarde libre.
Los dos años de visitas continuas a la residencia donde estaba su
madre ya empezaban a pasarle factura. Fines de semanas, vacaciones... siempre
que podía iba a verla, pero el cansancio empezaba a hacer mella en ella. «Y lo
último que necesito es tener que lidiar con las insinuaciones de un mujeriego...»,
pensó.
—¿Señorita?
Levantó la vista.
-Lo siento —murmuró al ver al camarero. Agarró la carta.
—¿Quieres que pida por ti?
Bella levantó la vista hacia su acompañante y volvió a bajarla de
inmediato, sin decir ni media palabra.
Allí estaba él, todo arrogante y prepotente... estaba a punto de
rechazar el ofrecimiento, pero entonces se dio cuenta de que así terminarían
antes.
-Muy bien —dijo finalmente, y le devolvió la carta al camarero.
—Aquí la carne es muy buena, y también te recomiendo la lubina,
pero todo lo que tienen es excelente.
-Prefiero el pescado.
—Bien —dijo Edward con sarcasmo y entonces pidió. Ella había vuelto
a cerrarse por completo y su rostro era una máscara de indiferencia.
-Y una botella del mejor Vega Sicilia —añadió, mirándola con
atención para ver si la hacía reaccionar.
—Muy bien —dijo ella sin siquiera mirarlo a los ojos.
Al llegar la había visto mirar el reloj con impaciencia y en ese
momento no hacía más que ignorarle por completo, jugueteando con un tenedor con
la cabeza baja. Pero a él nadie le ignoraba, y menos una mujer cuyo padre había
defraudado millones en una de sus empresas, por muy hermosa que fuera.
-Dime, Bella, ¿qué haces cuando no te empeñas en que tu padre te
lleve a almorzar? ¿Te pasas el día de compras, o en el salón de belleza? No es
que lo necesites... —le agarró la mano, le dio la vuelta y le examinó el dorso
sin mucha educación—. ¿Éstas manos suaves realizan algún tipo de trabajo o te mantiene
tu padre?
Bella levantó la cabeza y se soltó con brusquedad. Un líquido
hirviente corría por sus venas.
-Sí que voy a de compras, como todo el mundo, ¿no? —le dijo en un
tono de indiferencia—. Y a veces voy a la peluquería. El resto del tiempo lo
paso leyendo.
En ese momento, llegó la comida y el vino y Bella sintió un gran
alivio.
No tenía ganas de seguir lidiando con Edward Cullen. Era demasiado inteligente
como para engañarlo durante mucho tiempo.
Él le llenó la copa de vino y entonces le ofreció un trozo de
filete, trinchándolo con su propio tenedor. Sorprendida ante un gesto tan
íntimo, Bella no pudo sino aceptarlo.
—¿Cuál es tu película favorita? —le preguntó él un rato después.
—Casablanca.
—Eres una romántica incorregible. Si yo hubiera estado en el lugar
de Humphrey Bogan, me habría llevado a la chica. Bella sonrió. Aquello no era
ninguna sorpresa.
—¿Y cuál es el tuyo?
—El cabo del miedo —dijo él.
A Bella le pareció raro y sus dudas no se aclararon hasta que
empezaron a hablar de libros.
Ella le dijo que lo que más le gustaba era leer libros de Historia
y biografías, y así descubrió que él pasaba la mayor parte del tiempo leyendo
revistas e informes financieros. No obstante, también disfrutaba de alguna
buena novela de suspense de vez en cuando, así que entendió su elección de película.
Al terminar de comer, Bella dejó los cubiertos a un lado y entonces
se dio cuenta de que había dejado limpio el plato sin darse cuenta. La comida había
resultado ser mucho más amena de lo que había esperado y el tiempo había pasado
rápidamente. Edward era buen conversador y parecía tener facilidad para hacerla
reír, lo cual era todo un mérito dado su estado de ánimo.
La joven miró a su alrededor nuevamente. Se trataba de un
restaurante de primera categoría y la clientela era muy distinguida. Sólo
quedaban unos pocos comensales, pero entre ellos había un conocido presentador
de televisión y también un humorista.
-¡Isabella! ¡No me lo puedo creer! —exclamó una voz de repente.
Bella abrió los ojos y se puso en pie de un salto. Un joven alto y moreno
iba hacia ella con rapidez.
-¡Alec! —dijo ella, riendo. El hombre la alzó en el aire con un
abrazo y entonces le dio un fugaz beso en los labios.
—Deja que te vea. Dios mío, estás más guapa que nunca, Bella.
¿Cuánto hace que no nos vemos? ¿Dos, tres años?
—Algo así. ¿Pero qué estás haciendo aquí? —le preguntó ella—.
Pensaba que todavía estabas buscando mariposas en el Amazonas. Te imaginaba devorado
por insectos carnívoros.
-Sí, bueno, no tanto, pero tampoco andas muy desencaminada. Ya me conoces.
Nunca he podido soportar el calor.
—No me extraña —dijo ella, arqueando una ceja—. Ya te lo advertí,
Al.
Su amigo tenía una piel mucho más clara que ella, casi
transparente.
Se conocían desde el colegio. Dos morenos con nombres raros...
habían congeniado desde el principio y juntos les habían hecho frente a los matones
gordinflones que acechaban en primaria. Al era la única persona que se atrevía
a llamarla por su verdadero nombre de pila. Desde el primer año de primaria ella
le había prohibido a todo el mundo que la llamaran Isabella, incluso a sus
padres. Prefería que la llamaran Bella.
En la adolescencia habían soñado con tomarse un año sabático
durante la universidad para viajar por todo el mundo, empezando por Sudamérica.
Al quería buscar mariposas y Bella siempre había soñado con visitar el Machu
Picchu. Pero entonces su madre había enfermado de cáncer y el sueño de Bella se
había acabado antes de empezar. Sin embargo, aún albergaba la esperanza de
llegar a conocer aquel paraje maravilloso algún día.
—Bueno, ¿qué es de tu vida? —le preguntó, encantada de volver a
verlo.
-Trabajo en la empresa de la familia con mi padre. Acabamos de
almorzar y estábamos a punto de irnos cuando te vi. ¿Qué me dices de ti?
¿Todavía sigues estudiando a los Clásicos? —le preguntó con una sonrisa.
-Sí —dijo ella, devolviéndosela con entusiasmo.
-Tengo que irme, pero dame tu número. Te llamé al viejo, pero no
hubo suerte —se sacó el móvil del bolsillo e introdujo el número de Bella.
Edward Cullen había visto y oído bastante, y lo del número de
teléfono era la gota que colmaba el vaso.
-Bella, cariño —se puso en pie y se paró a su lado—. Tienes que presentarme
a tu amigo —le dijo, atravesando al joven con su mirada de acero.
Recordando de pronto con quién estaba, la joven lo presentó
rápidamente y el pobre Al, tan cordial como siempre, aguantó con paciencia un
feroz apretón de manos. «¿Y qué es eso de llamarme «cariño»?», se preguntó Bella,
escandalizada.
—Encantado de conocerle, señor Cullen —dijo Al, tan cortés como de costumbre—.
Es una pena que nuestro encuentro tenga que ser tan breve — miró a Bella con
una disculpa en los ojos—. Lo siento, no puedo quedarme, Bella. Ya conoces a
papá. Me está esperando fuera, deseando volver al trabajo. Pero te llamaré la
semana que viene. Podemos cenar y recuperar el tiempo perdido. ¿Qué me dices?
Bella le sonrió con cariño.
—Muy bien. Me parece perfecto —dijo y le vio marchar a toda prisa.
Justo cuando volvía a sentarse a la mesa, llegaba el camarero con
el café. Cuántos recuerdos de tiempos mejores...
La mente de Bella viajó al pasado en un abrir y cerrar de ojos. Al
era su mejor amigo y siempre la había defendido cuando lo necesitaba. Solían ir
juntos a todas las fiestas de cumpleaños y pasaban largas tardes de verano en
la piscina de su casa de Sandbanks, una magnífica mansión Art déco de los años
treinta, situada junto a Poole Harbour. Él había sido el primer chico que la
había besado, pero las cosas no habían llegado mucho más lejos y finalmente se
habían dado cuenta de que eran como hermanos. Sin embargo, al terminar el
instituto se fueron distanciando poco a poco. Ella se fue a la universidad de
Exeter y Al se marchó a Oxford a estudiar Botánica, muy en contra de los deseos
de su padre. Desde entonces habían logrado mantener el contacto y a veces se
veían en vacaciones, pero después del accidente de su madre, las cosas fueron a
peor. Alguna vez hablaban por teléfono, pero ya apenas quedaban como antes, a no
ser por un encuentro casual, como había ocurrido ese día.
—Muy conmovedor —dijo una voz burlona, sacándola de sus
pensamientos — Al es un viejo amigo, ¿no? ¿O debería decir amante?
Bella miró a Edward de reojo y notó la rabia latente que bullía en
sus pupilas.
—Piensa lo que quieras. No es asunto tuyo.
—Sí que lo es. Cuando invito a comer a una mujer, espero que se
comporte como tal. No espero que se arroje a los brazos de un hombre sin el
menor decoro. La verdad es que lo del «Bella, mi cielo» me ha sorprendido
bastante.
Bella se quedó sorprendida durante un instante y entonces se echó a
reír. Durante el colegio le habían puesto toda clase de motes, todavía era
capaz de recordarlos casi todos. Sin embargo, lo que él había entendido ya era
demasiado. «Bella mi cielo...», pensó, riéndose a carcajadas.
—Me alegro de que te parezca divertido, pero a mí no me lo ha
parecido en absoluto —dijo él, poniéndose cada vez más tenso.
Bella decidió no hacerle sufrir más.
—Te has equivocado. Al no me llamó «Bella mi cielo» —le dijo—. Mi
nombre de pila es Isabella —le dio la pronunciación correcta, sílaba a sílaba—.
Isabella.
Los negros ojos de Edward se llenaron de confusión y curiosidad. No
sabía si creerla o no.
Conocía varias lenguas distintas, pero jamás había oído ese nombre.
-Isabella —dijo, probando el sabor de aquel nombre exótico—. ¿De
dónde viene?
-Es griego. Cuando mi madre estaba embarazada de mí pasó los
últimos cuatro meses en cama, y leyó muchos libros de Mitología. Y entonces le
contó la leyenda.
—Por lo visto, Isabella era una ninfa que vivía en una fuente del Halicarnaso,
en Asia Menor. Se enamoró del joven Hermafrodito y, antes de que me lo
preguntes, no, no soy hermafrodita. Bueno, creo que ése es el origen del
nombre.
—No había oído hablar de él —dijo Edward, riendo—. ¿Y cómo se le
ocurrió a tu madre ponerte un nombre tan peculiar? Tienes que admitir que es
muy inusual.
Durante un instante, Bella no supo qué decir. Su corazón latía sin
control y no era capaz de sostener aquella mirada aguda.
De repente, el rostro de Edward Cullen se había transformado
gracias a una sonrisa radiante que le hacía más joven. La joven no pudo evitar
sonreír.
-Creo que fue la última fábula que leyó antes de salir de cuentas y,
desafortunadamente para mí, se le quedó en la cabeza.
-No, no es desafortunado. Eres demasiado exótica... No, no es ésa
la palabra
—Edward sacudió la cabeza y buscó el equivalente en inglés de lo
que quería decir—. Tu belleza es única. No… demasiado mística para «Bella»
—dijo con convencimiento—. Isabella te queda mucho mejor.
Ella lo miró con ojos risueños y escépticos.
—Pero yo prefiero Bella. De hecho, insisto en que me llamen así.
Así que quedas advertido. Si me llamas Isabella, te ignoraré por completo.
—Muy bien... Bella. Pero me sorprende que tu madre pudiera
convencer a tu padre para llamarte así. Los contables no se caracterizan por
dejar volar la imaginación.
La luz que brillaba en la mirada de Bella se apagó bruscamente.
-No tuvo que hacerlo. Mi padre se casó con ella porque la dejó
embarazada. Ella tenía dieciocho años y él treinta y cinco. Por lo visto se
molestó tanto cuando el médico le dijo que ella no podría tener más hijos, que
el nombre que iban a ponerme le dio igual.
Sorprendido ante una revelación tan íntima, Edward se dio cuenta de
que ella le guardaba un profundo rencor a su padre.
-Creo que deberíamos irnos —dijo ella de pronto—. Somos los únicos clientes
que quedan en el restaurante. Edward miró a su alrededor y se dio cuenta de que
tenía razón. No se había dado cuenta de que estaban solos hasta ese momento.
-Termínate el café y nos vamos —le dijo, haciéndole señas al
camarero.
Le entregó una tarjeta de crédito y un fajo de billetes para la
propina, se acabó la taza de café y se puso en pie. Era evidente que el dinero
no era suficiente para la encantadora Isabella.
Ella era de las que querían acaparar toda la atención de los
hombres de su vida.
Sin embargo, las mujeres absorbentes y exigentes no eran para él;
razón de más para no volver a verla.
Dejó que el conductor la ayudara a subir a la limusina y rodeó el
vehículo para entrar por el otro lado. Ella ejercía un efecto mágico sobre él,
pero su instinto masculino le decía que no debía relacionarse con una chica
así, por su propio bien.
—¿Dónde quieres que te deje? —le preguntó, una vez sentado a su
lado—¿En Bond Street? ¿Harrods? —sugirió, con un toque de cinismo.
—Harrods está bien.
Edward sonrió con satisfacción. Un arrebato de compras era todo lo
que una mujer necesitaba para recuperar la alegría.
Pero entonces ella levantó la vista y ya no pudo resistirse. Le
rodeó la cintura con el brazo, enredó la otra mano en sus rizos de fuego y la
hizo levantar la barbilla.
-¿Qué estás haciendo? —preguntó ella.
-Oh, creo que lo sabes —susurró él, cubriendo sus labios con un
beso apasionado.
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