viernes, 22 de julio de 2016

Cap. 4 Chantaje a una inocente

Capítulo 4

Bella se sobresaltó al sentir su mano alrededor de la cintura y trató de rehuirle. En aquel rostro oscuro y hermoso había una intención inconfundible. Iba a besarla. El pulso se le aceleraba a medida que él se acercaba, derrochando poder y virilidad.
Durante un instante, se sintió tentada de dejarse llevar por lo que él le ofrecía, pero bien sabía que hacerlo iba a ser un gran error. No tenía tiempo para tener una aventura con Edward Cullen, o con ningún otro hombre, aunque hubiera querido. Levantó las manos para empujarle, pero ya era demasiado tarde...
La cálida boca de Edward conquistó la suya con una sensualidad que la confundía y la cautivaba al mismo tiempo. Cerró los ojos y entreabrió los labios casi de forma involuntaria, dejándole entrar con la lengua. Aquellos labios expertos en el arte de la seducción obraban maravillas y la embriagaban hasta el punto de hacerla olvidar sus reparos y desarmarla por completo.
Ella nunca había experimentado nada así. Mareada ante tanta sensualidad y excitación, se entregó a aquel beso y le devolvió toda la pasión que él le daba con avidez.
Pequeños gemidos de arrepentimiento escapaban de sus labios, pero éstos no tardaron en convertirse en suspiros de placer al sentir los labios de él a lo largo del cuello y más abajo...
De repente, sintió una mano por debajo de la blusa; unos dedos largos y firmes se deslizaban por debajo del suave encaje de su sujetador hasta abarcar uno de sus pechos. El dedo pulgar jugueteando con el pezón...
Y entonces volvió a besarla y Bella quedó atrapada en el embrujo de su sabor, sus caricias; hundiéndose más y más en aquel mar erótico de besos que jamás había conocido.
Con la otra mano, Edward comenzó a acariciarle el muslo más y más arriba... Bella se estremeció. Estaba ardiendo por dentro y una sed desconocida la consumía por dentro. De repente, él se apartó bruscamente.
—¿Qué sucede? —preguntó ella, desconcertada.
-Ya hemos llegado a tu destino. Harrods.
Aquella voz seria e impasible atravesó de un golpe la neblina de placer que la obnubilaba. La joven bajó la vista y, avergonzada, se arregló la parte superior del vestido. El silencio se hizo largo y pesado y ella hizo todo lo posible por no volver a encontrarse con su mirada, pero, finalmente, no tuvo más remedio que buscar sus ojos. Él la observaba con un atisbo de sonrisa en los labios.
-Podemos seguir después. Cena conmigo esta noche.
-No —dijo ella abruptamente y se alisó la falda, que se le había subido hasta los muslos.
-Entonces mañana por la noche — insistió él.
—Lo siento, pero no. Me marcho el fin de semana.
-Pues cancélalo y pasa el fin de semana conmigo —le dijo con arrogancia. Bella lo miró con perplejidad.
-Ésa es una sugerencia inaceptable y, desde luego, no la consideraría ni por un instante —le espetó—. Y se lo prometí a mi madre.
-La lealtad hacia tu madre es un rasgo que te honra. Podemos cenar el lunes por la noche. Por suerte en ese momento el conductor abrió la puerta de la limusina y la ayudó a salir. Al incorporarse se detuvo un instante y volvió la vista hacia Edward. Sus buenas maneras siempre prevalecían.
-Gracias por la comida, señor Cullen, y por traerme de vuelta —dijo en un tono formal—. Adiós —dijo y se marchó a toda prisa
Edward la observó mientras se alejaba por la acera. En vez de entrar en la tienda, siguió calle abajo.
—Siga —le dijo al conductor, sonriendo para sí mismo.
No iba a creerse esa historia de que iba a pasar el fin de semana con su madre. Irse de fiesta. Eso le quedaba mucho mejor, sobre todo por las oscuras ojeras que asomaban debajo de sus increíbles ojos castaños.
Definitivamente no era su tipo en absoluto. Y sin embargo...
Regresó al despacho de Swan y miró a Emmett. Éste sacudió la cabeza lentamente. Swan todavía no sabía que iban a por él. Muy bien.
-Su hija y yo hemos tenido un almuerzo muy agradable, señor Swan. Ella me pidió que la dejara en Harrods, pero me fijé en que no entró en la tienda.
-Ya sabe cómo son las jóvenes de hoy en día, siempre están cambiando de opinión —dijo Charlie Swan con una sonrisa forzada—. Yo le compré un estudio en Kensington y no está muy lejos de Harrods. Seguramente decidió volver a casa a pie. Edward conocía Londres como la palma de su mano y sabía que un piso en el barrio de Kensington no podía salir barato.
Una chica afortunada. Un padre cada vez más culpable...
Bella entró en el aparcamiento de la residencia de adultos, paró el motor y levantó la vista hacia el enorme edificio. La piedra clara estaba cubierta de una enredadera de un intenso color rojo que refulgía a la luz del sol. Estaban a mediados de junio y hacía un día glorioso, pero una nube negra nublaba su corazón. Durante un instante, cruzó los brazos por encima del volante y dejó caer la cabeza. Tenía que hacer acopio de fuerzas para esbozar una sonrisa ante su madre, pero era duro, muy duro... Sobre todo después de conocer el último diagnóstico del médico.
Tal y como había imaginado, su padre no la llamó la noche anterior y no logró ponerse en contacto con él hasta esa misma mañana. Cullen seguía en la empresa y no podía escaparse el fin de semana. Sin embargo, por una vez la excusa era auténtica.
Levantó la vista, respiró hondo y se secó la lágrima que se deslizaba por su mejilla. Por lo menos ese día no tendría que mentirle a su madre respecto a su padre. Cinco minutos más tarde, forzando una sonrisa, entró en la habitación de su madre con un saludo entusiasta.
Desde su silla de ruedas, la señora Swan la recibió con una sonrisa expectante. Su rostro, aunque hermoso todavía, mostraba los estragos de dolor. Su cabello ya no era del castaño más intenso. Después de la quimioterapia se había vuelto marrón claro y poco tiempo después había empezado a encanecer. Sin embargo, su madre jamás se había rendido y, allí estaba, con su maquillaje y sus labios pintados. Bella fue hacia ella. Seguramente se había arreglado porque esperaba ver a su marido, pero, una vez más, iba a llevare una decepción.
La joven se tragó el nudo que tenía en la garganta y le dio un suave beso en la mejilla. La enfermera le había puesto el vestido de verano que ella le había comprado en Londres la semana anterior. Siempre que iba a visitarla procuraba llevarle algún regalo; algo de ropa, una caja de bombones... Esa semana le había llevado un libro de Mitología que había encontrado en una tienda de segunda mano. Se trataba de un ejemplar muy antiguo; todo un hallazgo que databa de 1850 y decorado con magníficas ilustraciones.
—Muchas gracias, hija mía. Tú siempre me tienes presente —le dijo su madre con una sonrisa feliz—. ¿Y tu padre?
Bella sintió una punzada en el corazón al ver cómo cambiaba la expresión de su madre.
—No puede venir, mamá. Tenía unos compromisos ineludibles en la empresa.
Trató de arreglarlo un poco explicándole que se trataba del nuevo dueño de la empresa y también le contó que había tenido ocasión de conocerlo personalmente en el despacho de su padre.
La señora Swan pareció quedarse algo más tranquila y algo más tarde
Bella sugirió un paseo por el jardín, así que pasaron una hora recorriendo los agradables rincones de la finca de la residencia.
***
Bella suspiró al entrar por fin en casa después de un largo lunes de trabajo. Había pasado todo el fin de semana con su madre y, después del ajetreo de los últimos días, estaba agotada. Cerró la puerta tras de sí y se apoyó contra ella. El día se había vuelto muy caluroso y, además de cansada, se sentía pegajosa y molesta.
Miró a su alrededor. ¡Cuánto odiaba aquel estudio!
Su padre había vivido en él durante años debido a que su trabajo le obligaba a vivir en Londres y, después del accidente de su madre, había accedido a dárselo a su hija a cambio de que se vendiera la casa familiar de Bournemouth. Él se había comprado un piso de tres dormitorios en Notting Hill y había ingresado a su esposa en la residencia.
Bella jamás habría aceptado, pero su madre, tan inocente y buena como siempre, pensaba que se trataba de un regalo desinteresado y, con tal de no herirla, terminó cediendo ante su padre.
Sin embargo, todas sus amantes habían pasado por allí y eso era algo que no la dejaba dormir tranquila. Nada más mudarse al piso, había tenido que soportar las incesantes llamadas de todas aquellas descaradas y al final no había tenido más remedio que cambiar el número. Dejó el bolso en el sofá y se dirigió a la cocina. Una taza de café, un sándwich, una buena ducha... y a la cama.
Tras comprobar el nivel del agua de la cafetera, la puso en marcha, sacó un bote de café soluble y, justo en ese instante, oyó sonar el teléfono.
Un vuelco en el corazón. Podía ser de la residencia de su madre. Rápidamente fue a contestar.
-¿Hola? Soy Bella. ¿Qué ocurre? —preguntó, asustada.
—No pasa nada —dijo una voz profunda con una risotada—. Soy Edward. Bella casi tiró el teléfono al suelo.
—¿Cómo has conseguido el número?
-Muy fácil. Tu padre me dijo que vivías en Kensington. No fui tan atrevido como para pedirle el número, pero apareces en la guía.
-¿Has revisado toda la lista de los Swan? Debes de haber hecho cientos de llamadas antes de encontrarme.
—No. Resulta que sólo hay unos pocos, y el tuyo fue el primero que probé. Es que tengo mucha suerte, Bella.
Ella guardó silencio. ¿Cómo se podía ser tan pretencioso?
—Bueno, sobre lo de esta noche —dijo—. He reservado mesa para las ocho —mencionó un conocido restaurante de Mayfair.
—Espera un momento —dijo Bella, enojándose por momentos—. Nunca he dicho que fuera a cenar contigo, así que, gracias, pero no. Tengo que lavarme el pelo —le espetó en un tono mordaz y colgó el teléfono.
Con el corazón desbocado, trató de respirar hondo varias veces para controlar la rabia. El agua ya estaba hirviendo, así que se sirvió una taza de café. Las manos no paraban de temblarle. ¿Qué le estaba ocurriendo? Cansancio, puro cansancio. Ésa era la respuesta. Debía de tener las defensas bajas y los nervios a flor de piel.
Un rato más tarde, recién duchada y envuelta en un aterciopelado albornoz, salía del baño hacia el salón cuando el teléfono volvió a sonar. «Dios mío, no será Cullen de nuevo...», pensó para sí. Se desvió hacia la cocina y respondió en un tono seco y prudente.
—¿Sí?
- Bella! ¿Qué bicho te ha picado? —preguntó una voz muy familiar.
-¡Al! —exclamó ella, echándose a reír—. Pensaba que era otra persona.
—No será el tipo con el que te vi almorzando.
—Has dado en el clavo.
-Bella, ten cuidado. Le comenté a mi padre que lo había conocido. Según lo que me dijo no es una buena idea mezclarse con ese tipo. Por lo visto, es un hombre muy poderoso. Muy pocos lo admiran; la mayoría le teme. Le conocen como el tiburón de los negocios. Es un hombre brillante y peligrosamente astuto. Cullen Holdings es una de las pocas empresas que apenas se ha visto afectada por la recesión, sobre todo gracias a su implacable dueño, que cierra empresas a diestro y siniestro para vender sus activos. Ese hombre tiene muy buen ojo para las finanzas y siempre sabe qué empresas van a salirle rentables. Es dueño de varias explotaciones mineras en Sudamérica y en Australia, tiene un par de petroleras, muchísimos terrenos y Dios sabe qué más. Tal y como me dijo mi padre, todo su patrimonio se compone de activos reales, nada de acciones u otros valores efímeros. Y en cuanto a su vida privada, no se sabe mucho de él excepto que ha salido con unas cuantas supermodelos.
—Ya lo sé. Y no te preocupes. Le dije que no iba a cenar con él. Lo de la comida fue algo inesperado que no se volverá a repetir.
—Me alegro. ¿Entonces cenas conmigo mañana? He reservado mesa para las nueve en un sitio de moda, pero la chica a la que iba a invitar no puede venir.
—¡Vaya! A mí nunca me ha gustado ser plato de segunda mesa —le dijo
Bella en un falso tono de enfado y entonces se echó a reír—. De acuerdo.
Charlaron durante un rato más y, después de colgar, Bella se puso a ver la televisión. Una hora más tarde, somnolienta y agotada, estaba terminando de ver su serie de suspense favorita cuando llamaron a la puerta.
El edificio tenía conserje y el intercomunicador no había sonado en ningún momento, así que tenía que ser la señora Telford, que vivía al otro lado del pasillo. La anciana solterona era muy despistada y solía olvidar las llaves con frecuencia, así que Bella le guardaba un juego de repuesto para esas ocasiones.
La joven se levantó, estiró las extremidades y, tras apagar la televisión, fue hacia la puerta sin ninguna prisa.
—¿Ha vuelto a olvidar las llaves, se rió...? ¡Tú! —exclamó, estupefacta.
No era la señora Telford, sino Edward Cullen.
En una mano tenía una especie de nevera y con la otra sostenía un ramo de rosas.
—Una mujer sincera... Era verdad que ibas a lavarte el pelo —le dijo, mirando su cabello húmedo de la ducha—. Pero, con el pelo lavado o no, imaginé que tendrías que cenar algo. Son para ti —le dio las flores y entró en el apartamento sin invitación alguna.
Perpleja, Bella no fue capaz de reaccionar a tiempo. Agarró las flores y las miró con los ojos como platos.
—Una casa muy agradable —le dijo, poniendo la nevera sobre una mesa y dándose la vuelta hacia ella. Todavía sin palabras, ella lo miró de arriba abajo.
En lugar del impresionante traje de firma con el que lo había conocido, en esa ocasión llevaba una camisa blanca de algodón y unos vaqueros que acentuaban la firmeza de sus poderosas caderas, moldeando sus atléticos muslos y sus piernas largas. Los botones del cuello estaban desabrochados... de pronto, una ráfaga de aire inesperada cerró la puerta de entrada con gran estruendo. Bella se sobresaltó.
—El conserje no me ha avisado, así que, ¿cómo demonios has entrado? —le preguntó, clavándole la mirada. Él sonreía de oreja a oreja con desenfado.
—Le dije que eras mi amante y que hoy cumplíamos un mes, y también le dije que quería sorprenderte con champán y rosas y con una cena íntima. Tu conserje es un romántico empedernido, así que no pudo negarse. Además, la propina fue de gran ayuda —añadió con cinismo.
Bella sacudió la cabeza y levantó las cejas. Nadie rechazaba a Edward Cullen, pero ella iba a ser la excepción.
—Entonces me temo que va a perder su trabajo, porque yo no te he invitado a entrar. Quiero que te vayas ahora mismo. O te vas o te echo fuera... —lo atravesó con la mirada.

La llama del deseo más primario ardía con virulencia en el fondo de aquellas oscuras pupilas...

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