viernes, 22 de julio de 2016

Cap. 5 Chantaje a una inocente


Capítulo 5


El la miraba como si la desnudara con la vista y la tensión espesaba el aire por momentos. A Bella le costaba mucho respirar y una ola de calor ardiente la recorría por dentro. Edward Cullen llenaba aquel pequeño estudio con su sola presencia y, por mucho que intentara resistirse, ella se sentía cada vez más atraída por aquel magnetismo especial.
Sus ojos oscuros se detuvieron un instante en las solapas entreabiertas del albornoz que llevaba puesto, y ella se apretó el cinturón de forma instintiva, recordando que estaba desnuda por debajo.
-Sé que no le harías perder su trabajo —le dijo de repente.
Ella le observaba con las mejillas rojas.
-Sé que nunca actuarías así, Bella —añadió con convencimiento—. Y en cuanto a echarme de la casa, no creo que puedas, pero puedes intentarlo, si quieres —fue hacia ella, abriendo los brazos—. Sería algo digno de verse — le dijo, sonriendo—. Inténtalo, a ver si puedes.
Bella sabía que se estaba riendo de ella descaradamente.
—Muy gracioso —le dijo y apartó la vista, sabiendo que no había mucho que hacer.
Sin embargo, al echarse a un lado, le rozó el antebrazo con el ramo de flores, que aún tenía alguna espinita...
-¡Eso me ha dolido! —exclamó él. Bella se rió suavemente y escapó rumbo a la cocina para poner las flores en agua. Sacó un jarrón de un armario, lo llenó de agua y puso las rosas dentro. Eran preciosas.
De repente se sintió un poco culpable por haberle pinchado con ellas
—¿Entonces hay tregua? —preguntó él, entrando por detrás de ella.
La joven se dio la vuelta de golpe. Estaba demasiado cerca, demasiado...
—Ya me has dejado sin una gota de sangre —le dijo, enseñándole el brazo. Bella bajó la vista y contempló la pequeña herida con horror.
—Lo siento. Deja que te ponga una venda... —le dijo al ver el hilo de sangre que le corría por el brazo.
-No es necesario. Pero lo menos que puedes hacer para compensarme es cenar conmigo. Ella levantó la vista y lo miró con escepticismo. No confiaba en él, y mucho menos en sí misma.
-Sólo quiero cenar.
—Muy bien —dijo ella finalmente.
—De acuerdo —dijo él, sacando un par de vasos del armario que ella había dejado abierto—. Yo me ocupo del vino y tú de los cubiertos. Ya tenemos todo lo demás.
-Muy bien. ¿Quieres comer aquí? —preguntó ella, mirando la mesa plegable y las dos banquetas de la cocina—. Es un poco pequeño. Tiene que ser aquí o en el salón.
-Entonces en el salón —dijo él, dando media vuelta.
Por fin sola, aunque solo fuera por un instante, Bella abrió un cajón, sacó unos cubiertos y se preguntó una y otra vez en qué se había metido. El recuerdo de aquel beso ardiente que habían compartido no la dejaba tranquila y no podía negar que él la perturbaba de la manera más primitiva. Sin embargo, ¿qué había de malo en cenar con él?
Una hora más tarde, después de degustar un delicioso tiramisú para el postre, Bella se convenció de que no había peligro. En realidad, la velada había sido muy agradable y entretenida gracias a las divertidas anécdotas de Edward. Además, la comida era exquisita. Al llegar al salón con los platos y los cubiertos, se había encontrado con una deliciosa cena compuesta de diversos manjares: pasta, pan recién hecho y crujiente, ternera a la Milanesa, una suculenta ensalada, y también el postre.
-Una cena estupenda —dijo la joven al terminar, mirándolo de reojo.
Él estaba sentado en el sofá junto a ella, con las piernas estiradas y una copa de vino en la mano.
-Un sándwich de queso y una manzana no pueden ser sustitutos para una buena cena —añadió, bebiéndose de un trago el vino que quedaba en su copa.
En ese momento, le sobrevino un bostezo. Demasiado vino y poco descanso.
-Gracias —murmuró, tapándose la boca.
—Ha sido un placer —dijo él, volviéndose hacia ella y esbozando una sonrisa.
Sus miradas se encontraron y ella sonrió con cansancio, sintiéndose a gusto con su presencia. De repente él reparó en sus pechos, escondidos tras el suave tejido del albornoz, y entonces ella apartó la vista, ruborizada.
-Creo que deberías irte. Estoy muy cansada —le dijo, sintiendo cómo se le aceleraba el corazón.
—Bueno, dame las «gracias» como es debido y me iré —le dijo él en un susurro, dejando el vaso de vino sobre la mesa. Un bostezo no era la típica reacción que él solía causar en las mujeres, pero ella parecía realmente exhausta. Las ojeras que tenía debajo de los ojos eran cada vez más oscuras.
-Con un beso será suficiente —añadió, rozando su cuello palpitante con las yemas de los dedos para después enredarlos en sus aterciopelados rizos.
—Muy bien, siempre y cuando seas consciente de que no habrá nada más, Edward —dijo ella, mirándole con firmeza y cautela.
—Por supuesto. No haría nada que tú no quisieras. Ella se acercó lentamente, rozándole el muslo, y le dio un beso en la mejilla.
-¿A eso lo llamas «beso»?
Antes de que pudiera apartarse, la agarró de la nuca y la besó con toda la pasión que se desbordaba en su interior. Ella se resistió un instante, pero no tardó en responder tal y como él esperaba, agarrándole de los hombros.
Y entonces él comenzó a besarla con más ardor, probando su sabor caliente y dejándose envolver por el aroma de su cuerpo. Deslizó una mano por dentro de la solapa del albornoz que ella llevaba puesto y la apretó contra su cuerpo.
Ella se estremecía en sus brazos. Cuando por fin se apartó, ella gimió y aquellos fabulosos ojos castaños le pidieron más con una simple mirada.
-Confía en mí, Sally —murmuró él—. Todavía puede ser mejor. La hizo apoyarse sobre sus muslos y comenzó a acariciarle los pechos; jugueteando con los pezones.
-¿Te gusta? —le preguntó, contemplando su expresión de placer—. Déjame verte, Bella. Déjame ver cómo eres —le susurró, abriéndole el albornoz un poco más. Ella no sabía qué hacer o decir. Las sensaciones que bullían en su interior le eran totalmente desconocidas y el hombre que tenía ante sus ojos era el responsable.
Aquellas palabras aterciopeladas vibraban dentro de su cuerpo y el deseo más primario humedecía cada centímetro de su piel. Jamás se había desnudado delante de un hombre, pero, de repente, era lo que más deseaba.
Más tarde podría echarle la culpa al vino y al cansancio, pero jamás se había sentido tan viva y despierta en toda su vida.
-Sí... —susurró finalmente.
Él le desató el cinturón, le quitó el albornoz de los hombros y entonces empezó a acariciarla; primero el cuello, después los pechos, la curva de su cinturilla de avispa, las caderas, el vientre...
-Eres perfecta... Más hermosa de lo que jamás imaginé.
Halagada, Bella deslizó una mano por dentro de su camisa y palpó sus pectorales, duros y varoniles. Un corazón de hierro latía acelerado bajo las palmas de sus dedos; y ella era la culpable.
-Oh, sí... —murmuró él al sentirla y entonces cubrió uno de sus duros pezones con los labios, mordisqueándolo al tiempo que le palpaba la entrepierna, buscando los suaves rizos que guardaban el centro de su feminidad.
Un tsunami de sensaciones la sacudió de pies a cabeza, encendiendo un fuego que la hizo perder la cordura sin remedio. Agarrándole de la camisa, se la arrancó del pecho y deslizó las manos sobre su torso bronceado, deleitándose en la firmeza de su piel, y clavándole las uñas con desenfreno. Edward emitió un sonido gutural y, tomándola en brazos, la llevó al dormitorio.
Terminó de quitarle el albornoz y la tumbó en la cama. Bella lo observaba con expectación, deseando contemplar su masculinidad en todo su esplendor. Y entonces, por fin, él comenzó a desvestirse, descubriendo su magnífico cuerpo poco a poco. Una tez dorada y aterciopelada, hombros anchos, un pecho fornido y musculoso, un vientre plano y... Ruborizada, Bella contuvo el aliento al ver su potente erección y, por un instante, se preguntó qué estaba haciendo.
Sin embargo, él no le dio tiempo para arrepentirse y, apoyando una mano a cada lado, se inclinó sobre ella sin tocarla.
Otro beso apasionado... Y después empezó a masajearle los pechos con avidez, apretándole los pezones con la punta de los dedos.
-Oh...—exclamó Bella, arrollada por una ola de emociones.
—¿Te gusta? —le preguntó él, sonriendo.
Sin palabras, ella asintió con la cabeza y lo agarró del brazo. Él se tumbó a su lado y le apartó unos cuantos mechones de la cara.
La joven podía sentir su palpitante miembro erecto contra el muslo, pero, sorprendentemente, no tenía miedo. Aquel hombre maravilloso la deseaba.
—Dime qué más te gusta, Bella.
Él la acariciaba por todas partes y ella lo miraba con devoción.
—Me gustas tú —le dijo sin pensar.
Él la observó un momento con los ojos inflamados por la pasión. Deslizó una mano sobre su vientre plano hasta llegar a la entrepierna y buscó sus labios más íntimos, húmedos y calientes.
-Oh, sí... —susurró Bella, gimiendo y meneándose debajo de él.
-Esto es lo que quieres —susurró él contra su cuello.
La joven abrió los ojos. El espejo de la puerta del armario reflejaba dos cuerpos desnudos y entrelazados que se movían al compás de un baile erótico.
—No. ¡Oh, no! —gritó de repente y le empujó con todas sus fuerzas, apartándole con brusquedad.
—¿Qué? —preguntó él, desconcertado.
Ella se levantó de la cama a toda prisa, se puso el albornoz y regresó al salón. El corazón casi se le salía del pecho. Tremendamente excitado y furioso, Edward contó hasta cien. Ninguna mujer lo había rechazado en la cama; ninguna excepto...
Ya ni siquiera podía pronunciar su nombre. ¿Pero cómo se había atrevido a hacerle algo así? Todavía sentía sus arañazos en la espalda.
Lo había llevado al límite y entonces había pisado el freno hasta el fondo.
Un arrebato de orgullo lo hizo apretar los puños y un torbellino de oscuras emociones se apoderó de él. Nadie jugaba con Edward Cullen sin recibir su merecido. Se levantó de la cama, se vistió y volvió al salón.
Allí estaba ella, quieta y cabizbaja. El ruido de unos pasos sobre la tarima de madera puso en alerta a Bella. Él se acercaba.
La joven se dio la vuelta lentamente y le hizo frente. Se había vuelto a vestir, pero llevaba la camisa abierta; los botones habían sido arrancados. Ella se sonrojó al recordar lo que había hecho.
—¿Tienes alguna explicación razonable? —le preguntó él en un tono cortante—. ¿O es que tienes por costumbre alentar a los hombres, decirles que los deseas, arrancarles la camisa, desnudarte y meterte en la cama con ellos para después salir corriendo de la habitación? —le dijo con mordacidad.
Ella levantó la cabeza y contempló su bello rostro impasible. Sus oscuros ojos verdes la atravesaban de lado a lado con una mirada de acero. Asustada, retrocedió unos pasos.
—No... —murmuró.
-Tienes motivos para estar asustada —dijo él, yendo hacia ella.
Le hizo levantar la barbilla con la punta del dedo.
—A muchas mujeres les gusta jugar, pero tú vas demasiado lejos. Tienes suerte de haber probado conmigo tu pequeño truco. Puede que el próximo hombre al que metas en tu cama no tenga tanto control y quizás termines recibiendo mucho más de lo que buscabas. Bella sintió un escalofrío.
—No obstante, sé que me deseabas tanto como yo a ti. Incluso ahora estás temblando —le dijo y se acercó un poco más, quedando a un centímetro de sus labios—. A lo mejor no es tarde para cambiar de opinión —le dijo en un tono burlón.
—¡No... no! —gritó ella, apartándose.
—Muy bien. Me basta con una negativa. Sé captar el mensaje —dijo él, conteniendo la ira.
-Muy bien —dijo ella en un tono falsamente casual que le hizo enfurecer aún más.
Ella sabía que no estaba libre de culpa. Él tenía ciertos motivos para estar furioso, y quizá sí le debiera una disculpa. Además, estaba muy cansada y lo único que deseaba en ese momento era librarse de él y olvidarse de lo ocurrido.
Su madre solía decirle que la mejor manera de evitar una discusión era decir «lo siento», sin importar si era cierto o no. «Es muy difícil discutir con alguien que se está disculpando...», pensó Bella, recordando las palabras de su madre.
-Siento haberme comportado así —le dijo, sosteniéndole la mirada a duras penas—. Y te pido disculpas por haber jugado contigo. Pero también es cierto que yo no te invité a mi casa. Te dije que estaba cansada y te pedí que te fueras, pero tú insististe mucho —hizo un gesto con las manos—. Nunca te detienes ante nada y pasas por encima de cualquiera que se te resista. Eres demasiado para mí, y quiero que te vayas, por favor.
-¿Es que te doy miedo, Bella?
—No —dijo ella rápidamente—. Es que eres demasiado, en todos los sentidos. Demasiado rico, demasiado arrogante y demasiado testarudo para irte cuando te lo pido. Y no me gustas. Además, aparte de todo, has comprado Westwold, y eso te convierte en un tiburón de los negocios; una profesión que me parece despreciable.
-Qué ironía, viniendo de ti —le dijo él con cinismo—. La niña de papá, que nunca ha tenido que mover un dedo en toda su vida. Ese negocio que tanto desprecias te ha mantenido durante mucho tiempo y ha pagado este apartamento que tu padre te regaló. A lo mejor debí venir con una cajita de joyería en lugar de una nevera portátil. Seguramente las cosas habrían sido muy distintas. Bella montó en cólera al oír semejante insulto.
-Oh, sí, tienes razón. Qué tonta he sido —le dijo, desperdiciando su ironía con alguien como Edward Cullen.
Un tipo arrogante y prepotente como él no se merecía ni la más mínima explicación. Ella fue hacia la mesa y agarró la nevera.
—Bueno, ahora que nos hemos sincerado, toma esto y sal de mi casa.
Edward la fulminó con la mirada un instante.
-Quédatela. Te vendrá bien para enfriarte un poco. Cuando estés en cama, ardiendo por dentro y pensando en lo que te has perdido, puedes meter la cabeza en ella y refrescarte un poquito.
-En tus sueños, pero, desde luego, no en los míos —le espetó ella, aguantando la rabia.
De repente, él estiró un brazo y la agarró de la nuca, atrayéndola hacia sí.
—¿Señorita Swan, sabe que... —le dijo con una sonrisa de hielo— puedo demostrarle lo contrario?
La joven trató de soltarse, pero él la agarró con más fuerza.
-Ni te atrevas —le espetó ella, con chispas en los ojos. Él arqueó una ceja.
—Un gran error, Bella —le dijo en un tono burlón—. ¿Tu madre nunca te enseñó que no debes desafiar a un hombre furioso? —le preguntó y la agarró de la cintura.
-Suéltame.
Él guardó silencio y le miró los labios.
-He dicho que me sueltes —repitió ella, asustada.
Él volvió a esbozar otra gélida sonrisa.
-Lo haré, pero antes te daré algo para que te acuerdes de mí —le dijo y entonces le dio un beso salvaje y violento.
-Tú... Tú... —le dijo ella cuando por fin la soltó. Las piernas le temblaban y apenas podía respirar. Él le puso un dedo sobre los labios.
—Ahórratelo. Ahora me iré y no volveré nunca —la miró con desprecio - Una pena... Podría haber estado bien, pero a mí no me gustan los juegos, y tú no eres más que una gatita mimada —se encogió de hombros y fue hacia la puerta.
Incapaz de decir nada, Bella le vio marchar y entonces se desplomó sobre el sofá, exhausta.

Edward Cullen era un ser deleznable que no se merecía ni uno solo de sus pensamientos. Los hombres como él estaban acostumbrados a la riqueza y al poder, y por tanto esperaban que las mujeres cayeran rendidas a sus pies. Pero ella no era de esa clase de mujeres y jamás lo sería...

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