sábado, 28 de marzo de 2015

Apostando por el amor Cap. 7

Disclaimer: Los personajes no me pertenecen son de S. Meyer y la historia es de Jacqueline Baird yo solo me adjudico la adaptación para su disfrute.


Capítulo 7


Cautivada, por el deseo que reconocía en los ojos de Edward, Bella sintió que el estremecimiento se convertía en un hormigueo. Era un hombre duro como el acero, el más rudo que conocía, pero un profundo instinto femenino le decía que Edward sentía lo mismo que ella. Las palabras que había pronunciado tal vez fueran ciertas, pero eran algo secundario comparado con la tensión que los rodeaba.
— Y también porque soy un genio —añadió él en tono más áspero, y como si le afectara la tensión entre ellos, la soltó.
— Y además, modesto —murmuró, sarcástica.
— Por supuesto —sonrió, burlón, y después de estudiar con una mirada lasciva las curvas femeninas, realzadas por la camisa de cuello alto y la falda ceñida, añadió— Y tú estás lo bastante poco modesta por los dos con esa ropa —deslizó un brazo alrededor de su cintura—. El lazo del cuello se te ha aflojado. No sé cómo un conjunto de un diseño tan masculino puede parecer tan femenino, para mí es uno de los misterios de la vida.
— Bueno, las mujeres necesitamos algunos secretos —respondió ella.
— Y creo que tú tienes más que la mayoría. Por lo visto, el juego es otro de tus vicios —manifestó en tono áspero.
— ¿Otro? No sabía que tuviera vicios —«hasta que te conocí», iba a añadir. Su lujuria con Edward era su único punto débil, e íntimamente se sintió morir un poco. Él la deseaba, pero cada vez era más evidente que su opinión acerca de ella como persona no había cambiado.
— Si tú lo dices, Bella… no voy a discutir; no me importa tu carácter o tú falta de él —inclinó la cabeza y la besó en los labios.
Antes de que ella pudiera responder, anunciaron la última carrera.
De pronto, los rodeó el resto del grupo, hombres de negocios que querían saber si el caballo de Edward podría ganar. Todos se apresuraron a hacer sus apuestas; algunos trataban de tener la mejor vista de la pista y otros se contentaron con ver la carrera en la pantalla de televisión instalada en el palco. Edward se quedó todo el tiempo al lado de Bella, dando a entender que era su mujer.
Durante la siguiente media hora, Bella vivió en un torbellino de excitación. Decidida, ignoró sus dudas acerca de si sería prudente reanudar la relación con Edward. Sólo tenía que mirarlo para recordar el poder de ese soberbio cuerpo masculino.
Al fin, comenzó la carrera, y ella observó con los demás a los caballos que corrían por la pista. No pudo reprimir un gemido cuando el suyo cayó en el cuarto salto, pero para la recta final vitoreaba a Leyenda Griega, igual que los demás. Su obstinado orgullo la había hecho insistir en su elección, pero cuando el caballo de Edward fue el primero en cruzar la meta, sintió que él la alzaba en brazos para hacerla girar, sonriendo como un estudiante en su primera cita. Cuando al fin la dejó en el suelo y Bella recobró el aliento, logró decir:
— Te felicito. Pero no me digas...
— ¿Te lo dije...? No podría ser tan cruel —rió, e insistió en que ella lo acompañara a recibir el trofeo. Después, cuando brindaron en el palco para celebrar la victoria, Bella llegó a creer que Edward realmente se interesaba por ella. Alice la cogió del brazo mientras Edward recibía las felicitaciones de Jasper y de su jefe.
— ¿Edward te llevará de regreso a Londres? —le preguntó Alice.
— Yo…
— Por supuesto, Alice —la interrumpió Edward, y se volvió hacia Jasper—. Gracias, Jasper. Me pondré en contacto contigo.
— Debiste preguntarme antes —protestó Bella, sin darse cuenta de que había hablado en voz alta.
— Oh, presiento una pelea —bromeó Alice—. Buena suerte, Edward.
— ¿Por qué? ¿Vas a negarte? —preguntó Edward—. Tenía la impresión de que me habías echado de menos las dos últimas semanas, pero tal vez me equivoqué —la sujetó con más fuerza por la cintura.
— No —reconoció ella, y lo miró con impotencia. ¿Qué sentido tenía negarlo?—. Sí te eché de menos.
— Me resulta difícil creerlo. Eres una mujer muy bella y sensual. ¿No te sentiste privada de algo mientras me esperabas? —indagó con una sonrisa cínica que no llegó a sus ojos.
Pero Bella no se dio cuenta de su cinismo ni de la sonrisa carente de humor. Estaba hipnotizada por la abrumadora aura masculina de Edward, y con una inconsciente gracia felina, arqueó el cuerpo hacia él.
— ¿Y bien, Bella? ¿No respondes?
— Me sentí privada de ti —murmuró, lánguida—. Pero la espera mereció la pena —añadió, y sintió la creciente excitación masculina cuando él deslizó las manos hacia su trasero y la estrechó con fuerza contra su cuerpo. Bella contuvo el aliento al sentir el fuego que fluía por sus venas. Era como si todo lo demás hubiera desaparecido y sólo existiera Edward. Él llenaba su mente y sus sentidos, haciéndola olvidarse de todo.
— Salgamos de aquí, ya no puedo esperar más —pidió Edward con impaciencia y la retuvo así un momento, mientras la tensión sexual los envolvía.
Bella no se dio cuenta de las miradas sorprendidas cuando, unos minutos después, Edward, con un control admirable, se despidió cortésmente y la guió hacia la escalera. Obediente, ella lo siguió hasta que llegaron al aparcamiento.
— Sube al coche —le indicó él con brusquedad. Abrió la puerta de un Jaguar negro y luego se sentó al volante.
El aire fresco disipó la niebla sensual en la que había vivido Bella los últimos minutos, y, nerviosa, tiró de su falda hasta las rodillas cuando se instaló en el asiento. ¿Estaba preparada para eso?, se preguntó mientras Edward conducía el coche hacia la salida y luego por la carretera a Londres.
— Son alrededor de dos horas de viaje hasta la ciudad; ¿quieres que nos detengamos a cenar algo en el camino?
— Realmente no; toda la tarde he estado picando. El banco de Jasper sabe atender muy bien a sus invitados — comentó, con la esperanza de disipar la tensión.
— Entonces iremos a tu casa; está un poco más cerca —declaró Edward, y la miró de soslayo. Como si percibiera que estaba molesta por su brusca salida, apartó una mano del volante y le acarició el muslo a través de la suave lana de la falda—. Tu problema es que piensas demasiado, Bella. Relájate y disfruta; hemos esperado demasiado tiempo para estar juntos y a solas —su voz se volvió más ronca.
Ella miró su perfil severo. No podía ver la expresión en sus ojos, pero cuando Edward deslizó los dedos hacia la parte interna del muslo, tragó saliva al sentir de nuevo la tensión sexual y le cubrió la mano con la suya.
— Está bien —logró decir—. Pero me gustaría llegar entera a casa, así que sujeta el volante con las dos manos —trató de aligerar el ambiente, pero en el reducido espacio, la cercanía de Edward empezaba a afectar a su respiración.
— Como digas, Bella —murmuró él, y le oprimió la mano antes de apartar la suya para sujetar el volante.
Bella sintió que temblaba. ¿De qué tenía miedo? ¿No había decidido que ya era hora de que madurara?
Edward la deseaba y, desde luego, ella también lo deseaba. Ahora eran amigos. Y pronto serían amantes… se irguió y con un esfuerzo logró preguntarle con voz calmada:
— ¿Tu tía llegó bien a casa?
— Sí.
— ¿Fue un buen viaje? —prosiguió, y trató de ignorar el movimiento de sus muslos al oprimir los pedales.
— Sí —volvió a responder él, cortante.
— Veo que no estás de humor para hablar —comentó Bella.
— Ya hablamos lo suficiente durante los últimos días. Lo que ahora tengo en mente es algo diferente — declaró él—. Por el momento, mi prioridad es llegar a tu maldita casa —le dirigió una mirada rápida y volvió a concentrar su atención en la carretera.
Edward sufría la misma frustración que ella, y ese descubrimiento le agradó. Recostó la cabeza en el respaldo y unos minutos después se quedó dormida.
— Ya hemos llegado, dormilona —Bella abrió los ojos y por un momento no supo dónde estaba. Edward estaba inclinado hacia ella, con la cara muy cerca de la suya, y con una sonrisa, Bella alzó una mano y le acarició la mejilla.
— Edward —murmuró, y él la besó en los labios.
Unos minutos después, estaba frente a la puerta de su casa y con dedos temblorosos buscó la llave en su bolso. Edward no la ayudaba, porque la tenía abrazada por la cintura y la estaba besando en el cuello. Al fin encontró la llave, pero no podía introducirla en la cerradura.
— Por todos los cielos, Bella, dámela —le quitó la llave, abrió la puerta y la guió hacia el interior.
Ella encendió la luz del vestíbulo y se volvió a mirar a Edward. De pronto, nerviosa, estuvo a punto de preguntarle si quería un café. Pero cuando lo miró a los ojos, se quedó aturdida por el destello de violencia apenas reprimida en las profundidades de los ojos oscuros.
— Edward... —murmuró, retrocediendo.
— No, Bella —declaró él—. Esta vez no.
Bella trató de detenerlo cuando Edward la acercó a él, pero los dos sabían que era un gesto simbólico. La besó en la boca, y un momento después, Bella sintió que todas sus dudas se desvanecían. El beso salvaje debería haberla atemorizado, pero en vez de ello entreabrió los labios y sintió la intensa exigencia sexual en la fuerza dura de la boca y la lengua de Edward, y sus respiraciones se mezclaron. Él deslizó las manos a lo largo de su espalda y la acercó al calor masculino de sus tensos muslos. Luego la cogió en brazos y subió con ella por la escalera mientras la besaba en las mejillas y el cuello.
Bella rodeó con sus brazos los anchos hombros, gozando de su pasión y correspondiendo a ella. A eso los habían llevado las últimas semanas; era lo que ansiaba hacía horas, e incluso si hubiera querido, no habría podido detener a Edward. Dudaba de la prudencia de su respuesta, pero su ser físico era incapaz de negarle nada a Edward.
No supo cómo llegaron a su dormitorio. Él la bajó despacio. Con la tenue luz que se filtraba desde el pasillo, Bella reconoció su habitación y la estrecha cama. Su mirada buscó la de él en la penumbra, y se quedó cautivada por la intensidad de los ojos oscuros. Bajó la vista cuando lo vio quitarse la chaqueta y la corbata y arrojarlas al suelo; luego se desabrochó la camisa, que fue a reunirse con el resto.
— ¿A qué esperas, Bella? —le preguntó ásperamente, pero en su tono había un matiz de emoción—. ¿O quieres que yo haga los honores?
El corazón de Bella latía apresuradamente y no podía apartar los ojos del vello que cubría el pecho de Edward. Su presencia ahora sobrepasaba cualquier recuerdo que tenía de él. Se quitó la chaqueta y la falda y se detuvo, cohibida. Nada de lo que había sucedido antes se podía comparar con la intensidad de su deseo. Tragó saliva, con la mirada fija en la cincelada boca masculina, y se echó en sus brazos.
Entreabrió los labios bajo la íntima insistencia de la lengua de él, y se entregó a la increíble sensación provocada por ese beso. Ni siquiera se dio cuenta cuando él le quitó la camisa y la dejó caer al suelo, porque estaba acariciando con deleite el ancho torso de Edward. Luego él inclinó la cabeza y deslizó la boca a lo largo de su cuello hasta que al fin sus labios cubrieron un dolorido pezón a través de la suave tela del sujetador. Bella gimió y arqueó el cuerpo voluptuosamente para ofrecerle los senos. El sujetador cayó al suelo y la chica quedó desnuda, pero no sentía vergüenza; deslizó las manos de los hombros de él hasta la pretina del pantalón.
Edward gimió cuando, sin querer, Bella le rozó con los dedos el vientre. Unos segundos después estaba desnudo y sujetó a su compañera de los brazos para apartarla.
— Antes quiero verte —murmuró con voz ronca, y la observó con los párpados entornados: los senos firmes, los rosados pezones, la estrecha cintura y la suave curva femenina de las caderas. Su mirada se detuvo en la corona de rizos castaños en el vértice de los muslos—. Oh, Dios, eres aún más exquisita de lo que recordaba. ¿Cómo lo haces? Tan inocente en el exterior y tan… —se detuvo jadeante y Bella, que ya no podía controlar su propio deseo, enredó el vello de su pecho con el dedo índice.
De pronto, Bella se encontró en la cama, con el cuerpo duro de Edward oprimiéndola sobre el colchón. Estaban desnudos, carne contra carne, y dejó escapar leves gemidos de deseo y casi de dolor cuando Edward la besó en los labios, el cuello y la curva de los senos. Edward besó febrilmente un pezón y luego el otro, sin dejar de acariciarle todo el cuerpo, buscando cada punto de placer. Al fin le separó los muslos, y con las manos bajo su trasero, le alzó hacia sí y unió su cuerpo al de ella con un frenético impulso.
Bella jadeó al sentir la urgencia de esa unión, y sintió un leve dolor que la hizo gritar. Edward se detuvo para dejar que el cuerpo de la chica se ajustara a la vital posesión masculina. Bella deslizó las manos a lo largo de su espalda mientras la boca de él cubría la suya y el fuego de la pasión la hacía arder. Lo rodeó con las piernas por la cintura, y fue esa acción la que acabó con el control de Edward, que con un grito atormentado apartó la boca de la de ella, y, con la cabeza hundida contra su cuello, empezó a moverse hasta llegar a un punto que no podía controlar.
Bella sentía que el mundo desaparecía y que su cuerpo era una masa pulsante de indescriptible éxtasis. Oyó el grito ronco y triunfante de Edward cuando su fuerza vital explotó dentro de ella en una estremecida convulsión que se prolongó en oleadas de placer. No tenía idea de cuánto tiempo habían permanecido unidos, porque la secuela de su tempestuosa unión aún estremecía sus sudorosos cuerpos. Poco a poco, el mundo real volvió a invadir su conciencia, y supo que ya no podía retroceder. De nuevo estaba en brazos de Edward, su amante…
Esta vez todo sería diferente, se dijo con un suspiro satisfecho y gozando del peso de él sobre su cuerpo; deslizó las manos sobre el pecho en un gesto de ternura, y se emocionó al sentir los caóticos latidos de su corazón.
Si necesitaba una prueba, ya la tenía, porque él estaba tan estremecido como ella por el intenso calor de su pasión. Edward se irguió y contempló su rostro sonrojado.
— Lo siento si te he hecho daño, pero ha pasado mucho tiempo.
— También para mí —confesó Bella, y reconoció apesadumbrada que tal vez había pasado más tiempo para ella que para Edward, pero no se lo diría, porque no quería arruinar su nueva relación—. Además, no me has hecho daño —añadió sin aliento—, aunque creo que sí te has dejado llevar un poco —hizo una mueca—. Me parece recordar ahora que antes eras un amante muy tierno.
— ¿Tierno? Perdí eso hace mucho tiempo —declaró cínicamente, pero con un gesto extrañamente posesivo le extendió el pelo sobre la almohada—. Antes soñaba con ese pelo tan café como el chocolate extendido sobre mi almohada —musitó, casi como si hablara consigo mismo—. ¿Cuántas castañas y cuántas noches? El rostro se convirtió… —se detuvo bruscamente, dijo algo en griego y se levantó de la cama.
Bella se estiró lánguidamente y se apoyó sobre un costado. Supuso que Edward se dirigía al baño, pero estaba equivocada.
— ¿Qué haces? —le preguntó y se sentó, cubriéndose los senos con las mantas. Sabía que era una pregunta tonta, porque Edward había recogido su ropa y se vestía a toda prisa—. Edward —murmuró, y cuando él se volvió a mirarla, Bella sintió un estremecimiento de temor.
Vestido sólo con el pantalón y de pie en medio de la habitación, tenía un aspecto poderoso, sin el menor rastro de su anterior pérdida de control ni el menor vestigio de emoción en su mirada dura. Un destello sardónico iluminó sus ojos cuando respondió:
— Me estoy vistiendo, mi querida Bella. Estoy seguro de que antes has visto a un hombre cuando se viste.
— Sí… no… —tartamudeó ella, porque la palabra de cariño la había conmovido. De pronto, comprendió que no sabía cómo debía actuar después de hacer el amor. ¿Qué esperaba? ¿Qué él la estrechara en sus brazos y le declarara amor eterno? Bien, tal vez no eso, pero por lo menos pensó que él le demostraría cierto interés.
Pero ese hombre de rostro de piedra no se parecía al hombre con quien unos momentos antes había compartido su cama y su cuerpo.
— ¿Sucede algo malo, Edward? —preguntó, insegura.
— Nada, Bella; si acaso, eres mejor de lo que yo recordaba —declaró.
Sus palabras debieron tranquilizarla, pero le sonaron a insulto. Lo miró, desconfiada y un tanto temerosa.
— Gracias —murmuró.
— El placer ha sido mío, Bella. Pero tenías razón acerca de la cama, es demasiado pequeña. Antes de traer aquí a otro hombre, te sugiero que inviertas en una más grande —comentó, burlón, y se puso la chaqueta.
«Antes de que…». No podía creer lo que oía, y, consternada, observó su rostro.
— Jamás he traído a ningún hombre a mi casa.
— En ese caso, te estoy muy agradecido.
— ¿Agradecido? —repitió ella al advertir el sarcasmo, pero no podía encontrar el motivo.
— Sí —introdujo una mano en el bolsillo de su chaqueta y sacó un estuche—. Quería dártelo antes, pero me olvidé bajo la pasión del momento —se acercó a ella y dejó caer el estuche sobre la cama.
Bella cogió el estuche y miró interrogante a Edward, inconsciente de su expresión suplicante.
— Permíteme —Edward se sentó, cogió el estuche y lo abrió, y la chica vio, sorprendida, un exquisito collar de perlas y brillantes en forma de corazón, con una pesada cadena de oro. Edward le apartó el pelo de los hombros, se lo puso alrededor del cuello y la joya quedó entre la suave curva de sus senos.
Al sentir el roce de sus dedos sobre la piel y su respiración cálida en la mejilla, Bella se sintió excitada de nuevo.
— Es precioso, Edward, pero no debiste comprarme nada —tal vez la frialdad de Edward fuera una imaginación suya y todo fuera bien, se dijo, y le tendió los brazos, pero él la apartó bruscamente y se puso de pie.
— No seas tonta, te lo mereces, y me disculpo por no haber podido encontrar un buda antiguo; sé que es lo que prefieres —cruzó la habitación y se detuvo al llegar a la puerta—. Pero ya sabes cómo son los negocios; no tuve tiempo de buscar nada en las tiendas de antigüedades. Sólo disponía de un mes en Londres y además surgió ese viaje imprevisto.
— ¿Cómo sabes que colecciono budas? —preguntó, pero temía que ya sabía la respuesta. Se envolvió en la manta, se levantó de la cama y se acercó a él, estudiando su rostro duro y atractivo—. No recuerdo habértelo dicho.
— No lo hiciste, te oí en la fiesta de Alice. La imagen que describiste fue muy erótica. ¿Qué fue lo que dijiste? «El señor Cullen no me invitará a salir, ni aunque me desnude delante de él». Te equivocaste, Bella —movió la cabeza y sonrió sensual—. No te subestimes. Decidí poseerte desde el momento en que volví a verte. En cuanto a tu apuesta con Alice, me temo que te llevarás una decepción. Mañana me iré de Londres y no sé cuándo regresaré.
Aprensiva y temerosa, Bella comprendió que Edward estaba enterado de la apuesta. ¿Acaso creía que por eso había aceptado salir con él? Alzó una mano y la apoyó contra el pecho de Edward.
— Tienes una impresión errónea, Edward —trató de explicarle.
— No, desde la primera vez tuve razón acerca de ti—le apartó la mano y la miró, desdeñoso—. Aquella vez fue para progresar en tu carrera y ahora por un adorno.
Bella no podía hablar. Tenía la boca reseca y lo miró, horrorizada. Por lo visto, Edward tenía un pésimo concepto de ella.
— Un consejo, Bella… —le quitó la manta la dejó desnuda delante de él, que la recorrió con una mirada cínica—. Eres una mujer muy bella, pero no eres una buena vendedora. Te vendes a un precio muy bajo, y en cuanto a las apuestas, que esto te sirva de lección… olvídalas. Tu rostro es demasiado expresivo; jamás serás una buena jugadora de póquer —declaró, burlón.
Bella, desconcertada por sus palabras hirientes, no podía moverse, y comprendió que para él no había significado nada haberle hecho el amor. Los dedos bronceados se cerraron alrededor de su muñeca y Edward la acercó a él.
— Como siempre, guardas silencio cuando te descubren. ¡Oh, Dios! Aún te deseo —cuando le alzó la barbilla, ella lo miró temerosa y notó una diabólica diversión en sus ojos—. No te preocupes, no te poseeré de nuevo esta noche. No dispongo de tiempo.
La seguridad de esa voz profunda la tenía hipnotizada, pero cuando captó el significado de sus palabras, Bella se estremeció. De pronto, se dio cuenta de su propia desnudez y sintió que algo helado fluía por sus venas.
— Te llamaré la próxima vez que venga a Londres—con una sonrisa helada, apartó los dedos de su barbilla—. Regresa a la cama, vas a resfriarte —recogió la manta del suelo y se la echó sobre los hombros—. No es necesario que me acompañes a la puerta.
La dejó de pie allí. Bella no tenía idea de cuánto tiempo se quedó así, mirando la puerta y oyendo los latidos de su corazón. ¿Por qué no se había detenido? Un corazón destrozado no debería latir, pensó aturdida, y, caminando como una anciana, regresó a la cama y se dejó caer en ella, tratando de ignorar su dolor mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas.
Bella despertó despacio, pero algo la inquietaba. Se sentó en la cama, se frotó los ojos para ahuyentar el sueño y de pronto recordó…
Se encorvó por el dolor y la invadió una oleada de náusea. A toda prisa se dirigió al baño y se mojó la cara con agua fría. Al fin, se irguió y contempló su imagen al espejo. La mujer risueña y feliz del día anterior había desaparecido, y en su lugar vio una mala réplica. Tenía los ojos enrojecidos y la tez mortecina. Entre sus senos vio el collar de perlas y brillantes; con lenta deliberación, se lo quitó y lo sostuvo en la mano. Era su pago por el sexo. Lo dejó deslizarse entre sus dedos hasta que cayó al suelo.
Edward Cullen, una vez más. ¿Nunca aprendería?, se preguntó con amargura. ¡Él le había hecho el amor y luego la había abandonado para darle una lección! Sería ridículo si no le doliera tanto, pero ella era la única culpable. Había caído con facilidad en sus brazos, igual que hacía diez años, sólo que esta vez era cien veces peor.
Por lo menos, a los dieciocho años estaba enamorada de él y creía que Edward la amaba. La noche anterior no albergaba esa ilusión. Conocía muy bien la reputación de Edward, pero había justificado su entrega después de verlo unas cuantas veces creyendo como una tonta que, con la edad y la madurez, esta vez su relación con Edward sería diferente. Gimió; había abandonado sus esperanzas de amor y matrimonio en favor de una relación adulta más madura, sólo para descubrir que él la había usado de nuevo.
¡Bien, era el final! Nunca más, se prometió; regresó a su dormitorio y se obligó a seguir su acostumbrado ritual matutino. Se puso unos vaqueros desteñidos y un jersey de lana, y se aplicó una leve capa de maquillaje para disimular su palidez, pero no podía disimular las ojeras, ni la expresión de acoso en su mirada. Por suerte, tenía libres el jueves y el viernes en el trabajo, ya que había trabajado el fin de semana anterior. De cualquier forma, no habría podido ir a la oficina ese día.
Miró la cama en desorden y por su mente cruzó una vivida imagen de Edward y ella desnudos, unidos por la pasión. Apretó los labios y salió de la habitación. Titubeó al pasar frente a la puerta del dormitorio principal; luego la abrió y entró. Allí no había ningún recuerdo de Edward, sólo de su padre.
Suspiró. Su padre había regresado a Inglaterra como editor de un periódico serio, después de la muerte de su madre, y había comprado esa casa, feliz de brindarle un hogar a su hija. Bella se dirigió a la amplia cama y se sentó. Era una habitación agradable, decorada en tonos beige y marrón, y le recordaba a su padre. Evocó sus palabras, cuando una vez ella le preguntó si pensaba volver a casarse. En esa época él salía con una periodista muy atractiva y Bella pensaba que tal vez tendría que mudarse para dejarle el espacio libre a la nueva mujer de su padre.
— Bella, pequeña, no sé qué consejos te dara tu madre acerca del sexo —le había dicho una vez su padre—, pero lo único que necesitas recordar es una vieja máxima escocesa: «Un hombre jamás comprará la botella si puede beber el whisky gratis» —y luego se echó a reír.
Debió haber recordado ese consejo, pensó Bella. Se puso de pie y se dirigió a la puerta. Todos los hombres eran iguales. Edward, incluso su propio padre… lo quería mucho, y a su muerte, Bella nunca quiso mudarse a ese dormitorio más amplio. Tal vez ahora era el momento de hacerlo, porque sabía que jamás volvería a dormir feliz en la cama que había compartido con Edward. Se puso en movimiento y cambió todas sus pertenencias al dormitorio principal.
Al fin, a media tarde, la chica se desplomó en el sofá de la sala con una taza de café y un plato con sandwiches, pero no tenía apetito. Bebió el café y apoyó la cabeza sobre los cojines. No podía olvidar lo sucedido el día anterior; era como una pesadilla. Edward se había enterado de la apuesta la noche en que la hizo con Alice y nunca se lo había mencionado hasta que al fin la llevó a la cama. Entonces se lo echó en cara con desprecio. Y, para colmo, había tenido la audacia, después de casi calificarla de prostituta, de decir que volvería a llamarla…
Se encogió, avergonzada, al recordar el frenesí con que habían hecho el amor. Él la deseaba y eso era un consuelo, trató de decirse, pero era un pobre consuelo, al considerar la forma en que terminó la velada. Edward la había usado y ella se lo permitió. Era una mujer de negocios inteligente, pero debía reconocer que en las relaciones con el sexo opuesto era una nulidad. Su cuerpo ansiaba la satisfacción que sólo Edward podía proporcionarle, pero decidió apartarlo de su mente. Lo había hecho una vez y podría hacerlo de nuevo.
En ese momento sonó el teléfono, y, reacia, fue a contestar.
— Hola, Bella, ¿estás sola? —era la voz de Alice.
— Sí —respondió Bella bruscamente.
— ¿Una riña entre amantes, tan pronto?
— Ni amantes, ni riña.
— No me digas que lo has estropeado todo, Bella. Sólo tenías que seguir viendo a Edward hasta el próximo martes y el buda era tuyo.
— No tengo la menor intención de volver a ver a Edward Cullen jamás, así que dime cuándo quieres que vaya a cuidar de los niños —y por vez primera en su larga amistad con Alice, mintió— Lo siento, Alice, están llamando a la puerta. Debo ir a abrir. Adiós.

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