sábado, 28 de marzo de 2015

Apostando por el amor Cap. 8

Disclaimer: Los personajes no me pertenecen son de S. Meyer y la historia es de Jacqueline Baird yo solo me adjudico la adaptación para su disfrute.


Capítulo 8


Bella sólo había retrasado lo inevitable, ya que a las cuatro de la tarde una llamada en la puerta anunció la llegada de Alice.
— Tu voz me sonó muy extraña antes, y como tenía que venir a la ciudad a reunirme con Jasper, le pedí que pasara por mí aquí. La rapidez con la que te sacó Edward ayer de las carreras, fue increíble. Vi que te devoraba con la mirada. Vamos, ¿qué sucedió?
— Nada. Regresamos aquí. Edward bebió un café, charlamos y se fue —a Bella no le resultaba fácil mentir, pero ni siquiera ante Alice, que era su mejor amiga, podía desnudar su alma. Aún le dolía demasiado…
— ¿Estás pálida, con los ojos enrojecidos, y no quieres hablar de ello? —indagó Alice, y se sentó en un sillón, mirándola compasivamente—. Tal vez te serviría de algo hablar y yo sé escuchar.
Una sonrisa irónica iluminó por un segundo el rostro de Bella.
— Nunca renuncias, Alice, pero me temo que esta vez tendrás que hacerlo. Basta con decir que tenías razón cuando me advertiste cómo es Edward, después del cumpleaños de Jasper. Es demasiado frívolo y cínico para mí. Ahora, ¿podemos cambiar de tema? Por favor…
— ¿Estás bien? —indagó—. ¿O quieres que le pida a Jasper que le propine a Edward un puñetazo en la nariz…?
- No, creo que ésa no sería una buena idea. Jasper espera hacer un negocio importante con Edward, que tal vez lo ayudará a llegar a la presidencia del banco. Si le rompe la nariz, eso no lo ayudaría.
Bella rió, hasta la llegada de Jasper, evitaron mencionar a Edward.
Sólo después de que se fueron Alice y Jasper y el silencio de la casa empezó a abrumarla, fue cuando Bella contempló con tristeza lo mucho que había esperado en el fondo que esta vez su relación con Edward fuera diferente. La casa nunca antes le había parecido tan vacía, y ella jamás se había sentido tan sola como ahora. Disgustada, se sorprendió rezando para que sonara el teléfono.
« ¡Eres una tonta, contrólate! Tuviste una vida después de Edward y volverás a tenerla», se dijo con firmeza.
¡Además, ahora no amaba a Edward, eso había terminado hacía años! No podía negar la atracción física entre ellos y que la noche anterior había llegado a su punto culminante. Era una locura temporal, se aseguró, pero cuando subió por la escalera y se dirigió a su nuevo dormitorio, recordó que hacía unas horas había subido por esa misma escalera en brazos de su amante y se estremeció. Había sido difícil reconocer su error la primera vez, pero, por lo menos, tenía la excusa de su juventud y su ingenuidad. Ahora era una mujer madura y le sería más difícil resistir el golpe a su orgullo y su dignidad. Esta vez, su humillación era mayor.
Casi tres semanas después, Bella estaba acurrucada en el sofá con el camisón puesto, con un plato lleno de champiñones, un pastel de fresas con crema y una taza de té sobre la mesita frente a ella, y el periódico abierto en la página de la programación de la televisión.
Sí, se felicitó, el dolor empezaba a disminuir. Edward no la había llamado, pero no esperaba que lo hiciera.
No le había mentido; le había sugerido una breve aventura y eso había sido. En realidad, no podía culparlo. Su cólera por la forma en que otro hombre había tratado a Ángela, la había incitado a hacer esa estúpida apuesta.
¿Cómo podía esperar que reaccionara un hombre tan orgulloso como Edward Cullen, cuando se enterara de todo, como no fuera vengándose de ella? Él mismo le había asegurado que siempre ganaba, y ahora Bella sabía que era verdad… Edward se había mostrado tal y como era. Sus relaciones con las mujeres eran, y siempre lo serían, superficiales. Le había hecho el amor a ella porque quiso darle una lección, mientras que ella en secreto albergaba la esperanza de que su relación pudiera convertirse en algo más. En su vida de negocios era una mujer dura, pero jamás podría aceptar la clase de relación vacía y frívola que Edward prefería. No comprendía cómo se había dejado engañar, confiada sólo en unas cuantas llamadas telefónicas.
Se había concentrado en su trabajo y no carecía de amistades. La próxima semana sería Semana Santa y la pasaría cuidando de los gemelos, porque Alice y Jasper viajarían a París. Además, le fascinaba la ópera, y al día siguiente, viernes, iría con Mike al Covent Carden a escachar a Plácido Domingo en Tosca.
Pinchó un champiñón y se lo llevó a la boca, antes de volver su atención al periódico. Cuando trataba de decidir el programa que iba a ver, sonó el teléfono. ¡Maldición! ¿Quién podría llamar a esa hora de la noche?, se preguntó, y se dirigió al vestíbulo. Descolgó el auricular y se quedó sin aliento. Era Edward.
— Estoy de regreso en Londres, por unos días; vi a Jasper ayer y me comentó que aún estás libre. Siento no haberte llamado antes, pero ya sabes cómo son los negocios…
Su descaro la dejó muda, pero con un esfuerzo logró controlarse y respondió, sarcástica:
— Olvídalo, no tiene importancia.
— Bien, sabía que lo entenderías. ¿Qué te parece si vamos mañana por la noche al Covent Garden, a la ópera, con…?
— Con Plácido Domingo —lo interrumpió Bella—. Lo sé, ya tengo mi entrada; iré con Mike —nada en el mundo podría haberle causado tanta satisfacción, pensó, encantada.
— El tipo pelirrojo que estaba en la fiesta —comentó él, ásperamente.
— Sí, pero gracias por pensar en mí —con voz dulce, que no le dejó a él la menor duda de que estaba segura de que no sería así, añadió— Espero que disfrutes; estoy segura de que yo lo haré.
— No lo dudo, es un cantante maravilloso —respondió Edward con amabilidad, por lo visto nada molesto por el rechazo de Bella. Pero su voz profunda volvió a despertar en ella todo el dolor y el anhelo que trataba de reprimir, y cuando él se despidió diciendo que esperaba verla pronto, tuvo que morderse la lengua para no preguntarle cuándo.
Terminó el plato de champiñones y el pastel con el té ya frío. Había salvado su orgullo al rechazarlo, pero un pequeño demonio en su mente murmuró que Edward no había insistido mucho. Habría podido invitarla otra noche…
¿Por qué había tenido que llamarla ahora, justo cuando su vida comenzaba a tomar un curso normal?
La noche siguiente, sentada al lado de Mike, ni siquiera el enorme talento de Plácido Domingo lograba apartar de la mente de Bella el temor de encontrarse con Edward. Sucedió en el intermedio. Mike había conseguido dos copas de vino, y después de unos sorbos al fin empezaba a relajarse. Alto y elegante, Mike estaba apoyado contra la pared y Bella frente a él.
— Qué desperdicio para las mujeres, Mike —comentó, burlona —. Estás increíblemente atractivo — y era cierto, parecía un modelo con el impecable traje de etiqueta.
— Lo sé, Bella, pero por el momento tengo un problema mucho más apremiante que mis predilecciones sexuales. Cierto griego moreno está de pie en el otro extremo y me mira como si quisiera matarme.
A Bella le tembló la mano y derramó un poco de vino. Respiró hondo y, resistiendo al impulso de volverse, mantuvo la cabeza erguida y miró hacia el espejo en la pared a un lado de Mike, en donde se reflejaba todo el salón. Edward, con el traje de etiqueta y la camisa de seda blanca que contrastaba con su tez morena, estaba de pie, con un brazo alrededor de los hombros de Tanya, pero tenía la mirada fija en Bella, que sintió que el corazón le latía apresuradamente. La chica sentía la garganta reseca y no podía apartar la vista de Edward.
Él sonrió cortésmente y alzó su copa en un gesto burlón para brindar con Bella. No podía fingir que no lo había visto, y, rígida, Bella alzó su copa, pero la invadió una oleada de celos tan intensa que apretó con fuerza la copa cuando Edward inclinó la cabeza hacia su pareja para decirle algo, y la mujer le dirigió una sonrisa de adoración. Bella quería gritarle que ella no había sido su primera elección y la invadió un intenso pesar. Habría podido estar al lado de Edward esa noche, de no ser porque se había interpuesto su estúpido orgullo. Bebió un sorbo de vino y desvió la mirada. Sabía que no era justa con Tanya, porque en realidad era una mujer atractiva y agradable. Pero Bella no dudaba de que Edward la atraía… se dijo que era una tonta y suspiró con alivio cuando sonó la llamada para el siguiente acto.
Decidió disfrutar de la segunda mitad de la ópera, pero no fue fácil. Miles de preguntas sin respuestas giraban en su mente. ¿Se habría precipitado al rechazar la invitación de Edward? ¿A quién trataba de engañar? Ella no significaba nada para ese hombre, y el hecho de verlo con Tanya se lo había demostrado. Bella tenía demasiado orgullo y dignidad para ser el juguete de un hombre.
— Tía Bella, tía Bella —gritaron a coro dos vocecitas—. Ya ha amanecido.
Bella abrió un ojo y consultó el reloj que estaba encima de la mesilla. Eran las seis. Gimió y se dio la vuelta cuando los traviesos gemelos se subieron de un salto a la cama.
— Sí, de acuerdo —se sentó y contempló a los dos pequeños en pijama, antes de bajar las piernas al suelo.
De pronto la invadió una intensa náusea; sintió el sabor a bilis en la garganta y a toda prisa se dirigió al baño.
Cinco minutos después irguió la cabeza, se dio la media vuelta y se sentó en el suelo del baño; su rostro quedó al mismo nivel que el de los dos ángeles rubios que la miraban preocupados.
— ¿Te sientes mal todos los días, tía Bella? —le preguntó muy serio Jasper, un minuto mayor que su hermano.
— Por lo visto —murmuró ella, y se puso de pie—, pero no os preocupéis —los tranquilizó y deseó poder tranquilizarse ella misma. Los últimos días habían sido un infierno. Adoraba a Jasper y a Jethro, y cuando llegó el jueves en que debía hacerse cargo de ellos y se despidió de Jasper y Alice, se dispuso a pasar un fin de semana agradable en su cómodo y lujoso hogar, pero no fue así. El viernes fue el cuarto día seguido que despertó sintiéndose mal, y ya no podía decirse que era algo que había comido. Le había sucedido lo mismo el sábado, y ahora, esa mañana. Ya no podía engañarse y un breve cálculo mental confirmó sus sospechas. Tenía dos semanas de retraso. No podía creer que hubiera sido tan estúpida…
Por suerte, debía cuidar de los gemelos y no disponía de tiempo para pensar en su problema, ya que ellos la mantenían ocupada cada minuto del día. Se bañó, se vistió a toda prisa y luego hizo lo mismo con los niños. Media hora después, con el desayuno ya preparado, se sentó a beber una taza de té. Hacía una semana que no soportaba el café… una señal de advertencia que había ignorado…
— No te metas el pan tostado en las orejas, Jasper; es para tomárselo con la leche —lo amonestó.
— Soy el doctor Spock.
— El doctor Spock tiene orejas puntiagudas, no pan tostado saliendo de ellas —murmuró Bella, y añadió— ¿Qué vamos a hacer hoy?
— ¡Por la mañana iremos a la escuela dominical! — replicaron los niños.
Bella suspiró, aliviada. Los llevaría a la iglesia del pueblo a las diez y dispondría de un par de horas a solas antes de ir a recogerlos.
No había sido un descanso productivo, pensó con ironía cuando salió de nuevo de la casa y cerró la puerta de roble. Había pasado la mayor parte del tiempo mordiéndose las uñas y maldiciendo a Edward Cullen. Podría estar equivocada, se dijo, y tiró del jersey de color azul pálido. ¿Trataba, de una manera subconsciente, de disimular un imaginario vientre abultado? Se dirigió al coche, introdujo la llave en la cerradura y titubeó; cuando alzó la cabeza, vio que un coche se acercaba veloz. ¿Quién podría ser? Jasper y Alice no regresarían hasta el día siguiente.
Esperó, y cuando el coche estuvo cerca, abrió los ojos, horrorizada.
El coche se detuvo cerca del suyo, y con una creciente sensación de impotencia vio que se abría la puerta del lado del conductor y Edward bajaba de él.
— ¿Qué diablos estás haciendo aquí? —preguntó Bella, más a la defensiva que colérica. Esa mañana se sentía demasiado frágil para enfrentarse a Edward Cullen.
— ¿Eso es asunto tuyo? —indagó él, y alzó una ceja.
— Yo estoy a cargo de la casa —le informó, malhumorada.
— ¿A cargo de qué? —miró burlón hacia el desierto jardín—. Te veo como un general que ha perdido a su tropa —murmuró, divertido.
— No me interesa tu opinión, y si has venido a buscar a Jasper y Alice, están fuera. Yo me he quedado a cuidar de los gemelos.
— ¿Y quién cuida de ti? —preguntó Edward cínicamente—. ¿El pelirrojo?
— Por supuesto que no —estalló a la defensiva. Edward estaba demasiado cerca; el aroma a especias de su loción se mezclaba con el fresco aire primaveral y ejercía un desastroso efecto en su respiración. Luego, vio sorprendida que Edward de pronto sonreía cautivador, con un gesto que hacía más profundas las líneas alrededor de sus ojos y le hacía parecer más joven.
— Me alegro de saberlo, Bella —durante un momento, ella creyó ver un destello de alivio en su expresión y se preguntó si estaría celoso de su amistad con Mike, pero apartó de su mente ese pensamiento cuando él continuó— Sé que Jasper y Alice están fuera, pero les prometí a los gemelos que les traería unos huevos de Pascua. ¿Dónde están?
Ella quería ignorarlo, subir al coche y alejarse. Edward era demasiado peligroso para su bienestar emocional.
Pero había hecho la pregunta con toda naturalidad, así que se vio obligada a responder:
— Iba a recogerlos a la escuela dominical.
— Fantástico, entonces iremos en mi coche; hay más espacio —antes de que pudiera protestar, Bella se encontró instalada en el asiento delantero del Jaguar, y, reacia, le indicó a Edward el camino hacia la iglesia.
Durante un momento, sólo se oyó el chirrido de los neumáticos sobre el asfalto. Bella miraba por la ventanilla porque no quería ver a Edward, pero era consciente de cada uno de sus movimientos.
— ¿Así que estás haciendo las veces de madre? —la voz profunda y seductora alteró los nervios ya de por sí tensos de Bella, y la palabra «madre» aumentó la sensación de malestar en su estómago, pero no dijo nada y él prosiguió— ¿Te han cansado los gemelos? Te veo agotada.
— Estoy bien —estalló. ¿Qué le importaba si él pensaba que tenía mal aspecto? Pero si Edward se enteraba de lo que le sucedía, su vida ya no le pertenecería, reconoció instintivamente. Temerosa de haber sido demasiado enfática, añadió— Quiero mucho a los niños y puedo salir adelante muy bien.
— No trataba de sugerir que no pudieras, Bella — manifestó él, y detuvo el coche frente a la iglesia. Se volvió hacia la chica y observó su figura acurrucada en una esquina del asiento. Luego extendió una mano y le apartó el pelo del hombro.
Bella sabía que su pelo era un desastre, pero esa mañana, por comodidad, se lo había sujetado en la nuca en una cola de caballo. El roce de esa mano la perturbó y, alarmada, sujetó el manillar de la puerta, dispuesta a huir…
— ¿Aún guardas silencio, a la defensiva? —indagó él, y curvó una mano sobre el hombro de la chica, impidiendo que bajara del coche y, deliberadamente, dejó que la tensión aumentara hasta que Bella ya no pudo soportar más y se vio obligada a mirarlo.
Edward le sostuvo la mirada y durante un largo rato algo inexplicable pasó entre ellos; una emoción tan poderosa que Bella se estremeció, atemorizada. Su mirada se detuvo en la boca de él; los sensuales labios estaban ligeramente entreabiertos y sabía que, si trataba de besarla, ella no podría resistirse. Se había negado a salir con él, pero lo había hecho por teléfono, y comprendió que cara a cara no tenía ninguna defensa contra él. Pero las siguientes palabras de Edward rompieron el tenue lazo que los unía:
— ¿Te resultaría muy difícil comportarte como un ser humano normal durante el siguiente par de horas? —le preguntó mordaz, sin dejar de mirar la palidez de su rostro—. No tengo ningún deseo de inquietar a los niños, pero si insistes en ignorarme o en mantener ese espacio entre nosotros, ellos se darán cuenta.
Edward no tenía el menor interés en ella. ¿Cuándo lo entendería…? Le preocupaban los niños y ella sabía que tenía razón. Había ido a ver a los gemelos. En ese momento, se oyeron sus gritos de alegría al ver el coche negro. Edward abrió la puerta e insistió:
— Y bien, Bella... ¿amigos?
— Sí —respondió, y se bajó del coche para hacerse cargo de los niños.
Durante las siguientes horas, Bella conoció a un Edward diferente. El implacable hombre de negocios se vio reemplazado por un amigo risueño, a quien no le importó conducir hasta las afueras de Londres para comer en el restaurante de hamburguesas más cercano. Regresaron a casa y jugaron un frenético partido de fútbol en el patio, sin preocuparse por las plantas que Alice acababa de sembrar; para las seis de la tarde, los dos pequeños, recién bañados, estaban tirados en el suelo de la elegante sala, y Edward, con el pelo alborotado, estaba a su lado, ayudándolos a construir un castillo.
Bella, recostaba en el sofá, fingía leer el periódico dominical, pero no podía apartar la mirada de las tres figuras en el suelo, en particular, del hombre, y recordó la última vez que lo había visto recostado; entonces estaba desnudo en la cama de ella y su atractivo rostro estaba tenso por la pasión…
— ¿Qué sucede; tengo una mancha en la nariz o algo parecido?
Bella se sobresaltó y dejó caer al suelo el periódico cuando Edward la sorprendió mirándolo. ¿Cómo podía decirle lo que estaba pensando?
— No, nada de eso —balbuceó—. Sólo estaba pensando en lo bien que te entiendes con los niños.
— Me agradan los niños, y si quieres saberlo, disfruto mucho con mi sobrino y mis sobrinas —le informó con una sonrisa ufana.
— ¿Pero no te agrada lo que tienes que hacer para tenerlos? —preguntó ella, pensando en la aversión de Edward al matrimonio y en sus numerosas relaciones casuales.
— No podrías estar más equivocada, Bella —se echó a reír y se desplomó a su lado en el sofá. Le pasó un brazo alrededor de los hombros y Bella sintió su aliento en la mejilla cuando murmuró con voz ronca— Me fascina lo que se debe hacer para tener niños; no podría prescindir de ello. ¿Quieres que te lo demuestre después? —se apartó, aún riendo, y Bella se sonrojó, avergonzada.
— No me refería a eso… sino al matrimonio —lo corrigió, furiosa.
— Es cierto, siempre he evitado esa trampa particular, pero… —Edward no pudo continuar porque los niños lo interrumpieron.
— ¿Podemos comer otro pedazo de huevo de chocolate? —preguntó Jethro tirando de un brazo de Bella, mientras su gemelo le pedía a Edward que jugaran a algo más.
Aliviada por la distracción, Bella observó el rostro sonrojado y la mirada somnolienta de los pequeños.
— Creo que ya habéis comido bastante por hoy — los dos se habían quedado encantados con los grandes huevos de chocolate que Edward les había llevado y casi se habían comido la mitad—. Además, Edward debe irse ahora, así que lo acompañaremos a la puerta; luego os iréis a la cama y os contaré un cuento.
— Pero yo quiero que Edward se quede y también quiero otro trozo de chocolate —exigió Jethro, rebelde.
— Lo siento, cariño, pero te pondrías malo y eso no te gustaría —le indicó Bella, tratando de calmarlo.
— No me importa —replicó el niño, obstinado—. Tú te pones mala todos los días, tía Bella, y ahora estás bien.
Bella palideció, y por un momento se quedó sin habla. No se atrevía a mirar a Edward, y cuando al fin recobró la voz, respondió:
— Bien podéis comer un poco más de chocolate y luego os iréis a la cama —trató de ponerse de pie, pero una mano le rodeó la muñeca y la retuvo en el sofá concentrada en los niños.
— ¿La tía Bella ha estado enferma por comer chocolate? —les preguntó, sonriendo.
Bella se sentía arder de humillación mientras los niños le contaban encantados a Edward todos los detalles gráficos de su náusea matutina, con la cabeza inclinada sobre el inodoro, y terminaron diciendo que después de desayunar té con pan tostado se sentía bien.
La expresión de Edward se endureció cuando se volvió a mirarla con un odio tan intenso que ella se sobrecogió como si la hubiera golpeado; sentía sus dedos clavándose en su carne a través del jersey. Luego la soltó bruscamente, como si el contacto de ella pudiera contaminarlo.
Bella no supo cómo logró salir adelante la siguiente hora. Le bastó una mirada al rostro inflexible de Edward para saber que sería inútil sugerirle que se fuera. Había adivinado que estaba embarazada… y estaba furioso, aunque lo disimuló muy bien delante de los niños.
Al fin, ya no pudo retrasar el enfrentamiento. Los niños se habían dormido; salió de la habitación y bajó por la escalera, seguida de Edward.
— Necesito una copa —Edward se dirigió al carrito de las bebidas y se sirvió una buena dosis de whisky—. No te ofrezco una, porque en tu estado no creo que sea prudente —la boca dura se frunció en el remedo de una sonrisa.
— No sé de qué estás hablando. Estoy bien, y creo que ya es hora de que te vayas —le temblaban las piernas y necesitó toda su fuerza de voluntad para quedarse de pie delante de él y hacer un último intento de negar lo inevitable, pero no le sirvió de nada. Edward dejó el vaso en el carrito, se acercó a ella y la sujetó de una muñeca.
— No me mientas, Bella. Estás embarazada, ¿verdad?
— ¿Y qué diablos tiene que ver eso contigo? —tan pronto como las palabras salieron de su boca, supo que había cometido un error. Edward palideció y su rostro parecía una máscara dura e impenetrable que la atemorizó.
— Todo, sí es mío —anunció él en tono helado e impersonal—. Y no trates de engañarme, Bella, porque insistiré en que te hagan unos análisis para estar seguro. No vas a endilgarme a un hijo de ese tipo pelirrojo.
Bella no pudo evitarlo y se echó a reír. Era irónico. La había aterrorizado pensar que él pudiera enterarse de la verdad, y Edward estaba igualmente aterrorizado de pensar que podría ser su hijo. Había asegurado que no quería caer en una trampa, y ahora, al insistir en esos análisis, él mismo se tendería la trampa. Sería divertido si no fuera tan triste.
— Ya basta, Bella —le ordenó, cortante, y la presión de sus dedos en el brazo de ella la hizo callar.
— Todo está bien, Edward. No he ido a ver al médico. No es seguro que esté embarazada, así que no tienes nada que temer. Incluso si fuera cierto, no habrá ningún análisis —declaró, desdeñosa. Él se había mostrado tal y como era un canalla. Pensó con creciente furia. No vio el destello de comprensión en los ojos de él, ni se dio cuenta de que se había denunciado con esa declaración, porque estaba demasiado furiosa.
Hacía diez años no habría podido hacerle frente a Edward, pero ahora era diferente.
— Soy perfectamente capaz de hacerme cargo de todo. Tal vez no sea rica en opinión del gran Cullen, pero no estoy en la miseria. Tengo mi propia casa.
— Y los dos sabemos cómo la obtuviste; pero no es probable que puedas continuar con esa actividad ilegal particular.
Su desdeñosa condena sólo sirvió para reavivar la cólera de ella.
— Esa vulgar suposición es lo único que se puede esperar de una rata como tú. Pero estás equivocado; mi padre me legó la casa —estaba demasiado furiosa para ver el rápido destello de alivio en los ojos de él—. No siempre estaré embarazada, y tengo mi trabajo. No necesito un hombre, y desde luego no a ti —se soltó, se dio media vuelta y se dispuso a huir, porque no soportaba mirarlo.
Con mano fuerte, Edward la detuvo y la hizo girar; Bella sintió los dedos de Edward clavados con fuerza en su hombro.
Él la miraba con una furia apenas controlada.
— Es mi hijo y no tenías intención de decírmelo.
— Quítame las manos de encima —le ordenó ella, pero su cólera se desvaneció al chocar contra el cuerpo de él. Retrocedió como si le hubiera caído un rayo y se quedó sin aliento. Edward deslizó un brazo alrededor de su cintura; ignoró su orden y la sujetó con más fuerza—. Edward, suéltame —pero sentía un nudo en la garganta y la frase sonó como una súplica, no como una orden.
— Piensas abortar y continuar con tu carrera sin el menor escrúpulo —estalló él, y en sus ojos brilló un destello de furia.
Bella lo miró, horrorizada. Eso no era lo que había querido decir. ¿Cómo podía juzgarla tan mal? No la conocía si pensaba que quería abortar. Trató de hablar, pero las palabras no salían de su boca…
— ¡No lo niegues, Bella! —su mirada se endureció y la acercó más, hasta que ella sintió sus senos oprimidos contra el ancho pecho. Despacio, Edward deslizó la mano sobre su hombro hasta su nuca, mientras deslizaba la otra a lo largo de su espalda, moldeándola contra él hasta que la presión de sus poderosos muslos fue casi dolorosa.
— ¿Así que no necesitas un hombre? —indagó en voz baja, pero ella sintió su cólera apenas controlada—. Embustera —inclinó la cabeza y se apoderó de su boca en un beso amargo y salvaje, que aunque pretendía ser un insulto, acabó con su resistencia.
El beso se hizo más suave, y Bella le echó los brazos al cuello, mientras sus labios se entreabrían impotentes bajo los de él. Se fundió contra el calor del cuerpo masculino, olvidada de todo lo que no fuera el exquisito contacto de Edward.
De pronto, con un juramento colérico, Edward la apartó bruscamente y Bella estuvo a punto de caer; sólo la reacción rápida de Edward la salvó cuando de nuevo la sujetó de un brazo. Se sentía desorientada, aún bajo el hechizo de ese beso, hasta que lo miró a la cara y sintió como si le hubieran arrojado un cubo de agua fría al ver su sonrisa desdeñosa.
— Me deseas, no puedes negarlo—diciendo eso, pareció recobrar el control. La guió al sofá y le ordenó— Siéntate antes de que te caigas. Y a partir de ahora, harás lo que yo diga… ¿me has entendido?
— Yo no… —jadeó, pero Edward continuó sin hacerle caso…
— Nos casaremos tan pronto como sea posible.
— Estás loco —rió ella—. No voy a casarme contigo. Tú mismo has dicho que el matrimonio es una trampa, y no eres el único que no desea caer en ella.
— Oh, creo que lo harás —alzó una ceja, sardónico, se acercó a ella y la estrechó de nuevo en sus brazos.
— El sexo no es una solución —logró decir Bella antes de que él se apoderara de nuevo de sus labios.
Apoyó la cabeza contra los cojines y entreabrió los labios, temblorosa, cuando él le enredó el pelo con los dedos. Edward deslizó la otra mano debajo del jersey, le desabrochó el sujetador y le cubrió un seno para acariciar el rosado pezón, mientras su lengua hurgaba el hueco oscuro y húmedo de su boca, excitándola. Bella trató de decirse que lo hacía deliberadamente para seducirla, pero el beso era demasiado intenso. Antes de darse cuenta, estaba recostada en el sofá, con el duro cuerpo de Edward encima de ella, mientras sus manos la seguían atormentando con el confiado conocimiento de su impotente excitación. La sedujo por completo. Habían pasado muchas semanas sin sentir ese contacto, y Bella arqueó el cuerpo hacia él con una dolorosa necesidad.
— Me deseas, no puedes negarlo —declaró Edward cuando dejó de besarla y deslizó los dedos sobre los senos turgentes—. Te casarás conmigo el próximo fin de semana. Nuestro hijo tendrá un padre y una madre, y nosotros… tendremos esto —murmuró, y de nuevo inclinó la cabeza para besar un seno.
Bella apenas podía respirar, y todo su cuerpo se estremecía.
— Di que sí —murmuró él contra su cuello—. Sabes que eso es lo que quieres —irguió la cabeza y contempló con burla sus labios hinchados.
Eso era lo más terrible, pensó Bella, y casi lo odió. Edward tenía toda la razón y él lo sabía. La enloquecía… siempre lo había hecho, y tal vez siempre lo haría… pero eso no era una base para el matrimonio.
— Además, ni siquiera estoy segura de estar embarazada —protestó.
— ¿Cuánto te has retrasado?
— Dos semanas —murmuró ella, y lo miró con cautela.
— Bien, haré los arreglos para que veas al médico el martes y nos casaremos el próximo sábado —con los dedos acarició seductoramente la curva de un seno y Bella ya no pudo pensar con claridad.
— Pero no nos queremos —objetó.
— El amor es una emoción demasiado sobre valorada. Lo que tenemos es mucho mejor —siguió acariciándole el seno y Bella arqueó instintivamente el cuerpo hacia él—. Eres la mujer más receptiva a la que le he hecho el amor, la química es perfecta entre nosotros, estás esperando un hijo mío… muchos matrimonios empiezan con menos.
— No me casaré —trató de apartarlo, porque la mención de esas otras mujeres la hirió—. Hay otras soluciones —él podría visitar al niño, pensó aturdida. Ella no estaba preparada para ese compromiso abierto y lo reconoció con tristeza.
— No vas a abortar —estalló Edward, furioso, y la cubrió con el jersey—. No tienes otra elección. Alice y Jasper son tus amigos; él podría incluso llegar a la presidencia del banco, pero sólo con mi contrato—. ¿Me has entendido?
— Eres un bastardo —estalló.
— Tal vez —la miró, burlón—. Pero mi hijo no será un bastardo…

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