sábado, 28 de marzo de 2015

Apostando por el amor Cap. 6

Disclaimer: Los personajes no me pertenecen son de S. Meyer y la historia es de Jacqueline Baird yo solo me adjudico la adaptación para su disfrute.


Capítulo 6


Bella se acurrucó bajo el edredón, decidida a apartar de su mente a Edward, pero no podía olvidar su fría explicación de la pasada relación entre ellos. No debería ser, pero aún le dolía saber que diez años antes él no la había amado, y eso era evidente por sus revelaciones de esa noche.
El altanero y atractivo Edward… creía que Dios le había concedido el derecho a pisotear a los mortales, usarlos cuando los necesitara y luego descartarlos. Por desgracia, el hecho de conocer el implacable poder de ese hombre no impedía que su cuerpo ardiera al evocar las libertades que le había permitido poco antes, esa misma noche. ¿A dónde había ido a parar todo el control que ella creía ejercer sobre su vida? Ningún hombre había logrado acercarse a ella en años, pero en una semana, Edward la había convertido en una mujer insensata y lasciva. Si el teléfono no hubiera sonado, ahora serían amantes… de nuevo
Deslizó un dedo sobre sus labios hinchados, con el recuerdo de sus besos aún fresco en su mente… En el fondo, sabía que deseaba a Edward y que lo esperaría.
¿Qué tenía eso de malo? A su edad ya no podía añorar las flores y las campanas de boda. Debería ser más realista, se dijo, pero la voz de su conciencia le recordó que no era la clase de mujer que se conformara con menos. ¡Con suerte, tal vez incluso ganara la apuesta! Pensando en eso, se quedó dormida.
— Esta mañana la veo muy contenta, señorita Swan. ¿Puedo adivinar la razón? —Mike, el empleado de la oficina, estaba frente a su escritorio y sonreía maliciosamente.
— Gracias, Mike. ¿Necesitas algo? —respondió Bella, sonriente.
— No, nada. Sólo pensé que tal vez le gustaría ver mi periódico.
— Esa basura —sabía por experiencia que a Mike sólo le interesaban los periódicos más sensacionalistas—. Debes de estar bromeando.
— No, pero publican una buena fotografía suya. Está muy atractiva con el pelo suelto —comentó, y la miró con burla.
Bella se puso en pie de un salto y le arrebató el periódico.
— ¿Yo... en dónde? —exclamó, horrorizada.
— Cayó en la trampa —rió Mike—. Vea la página cinco.
Bella hojeó el periódico a toda prisa y se detuvo. Con un gemido, se desplomó en su sillón y extendió el periódico encima del escritorio. Allí, a todo color, había una fotografía de Edward y ella al salir del restaurante el sábado por la noche. Pero lo que hizo que se sonrojara fue el pie de la foto: Edward Cullen, antaño famoso por llevar siempre del brazo a una rubia y un tanto esquivo en los últimos años con la prensa, ha regresado con gran estilo al escenario londinense. La señorita Bella Swan, que compartió una cena íntima con el opulento magnate griego, no sólo es bella, sino que, según nos informan nuestras fuentes, tiene un gran futuro en la empresa para la que trabaja… incluso podría aspirar a la dirección. Es todo un cambio después de las mujeres frívolas que suele frecuentar Cullen. Bien hecho, Edward.
«Cerdo machista», pensó Bella, y maldijo en voz baja al autor.
— Gracias, Mike —dijo bruscamente, y le devolvió el periódico—, puedes llevarte tu basura —estaba furiosa, y mucho tiempo después de que Mike salió de su despacho, aún seguía resentida. ¡Felicitar a Edward porque ella era una mujer inteligente! ¡Vaya un descaro!
Lo que necesitaba era trabajar, así que concentró su atención en los documentos que tenía frente a ella y empezó a leer. Era un caso interesante. Durante los últimos seis meses, cinco clínicas de cuidado del cabello, ubicadas por todo el país, se habían incendiado misteriosamente, y todas eran de la misma empresa. Tenían un seguro con Mutual, pero la compañía se negaba a pagar, porque las cosas no estaban muy claras. Media hora después, ya más calmada, llamó a su secretaria y le pidió:
— Mary, si ves a Mike, discúlpame con él por haberle gritado, y si no es mucha molestia, ¿podrías traerme un café?
Sabía que su reacción al ver el artículo había sido exagerada. Si pensaba seguir viendo a Edward, tendría que acostumbrarse a esa clase de reportajes de la prensa, pero de cualquier forma le parecía de mal gusto. Tal vez, el sábado, la elección del restaurante no había sido afortunada. Era famoso por ser uno de los favoritos de los miembros de la realeza, y sin duda, algún periodista, aburrido después de una infructuosa espera delante del restaurante, sacó la fotografía de Edward y ella, pensando que eso era mejor que nada.
Bella alzó la vista cuando se abrió la puerta de su despacho y entró Mary, con el café, mirándola con expresión sonriente.
— Vamos, cuéntamelo todo. ¿Cullen es como dicen?
— Tú no, Mary, por favor —Bella bebió un sorbo de café y miró a su secretaria—. De acuerdo. Para evitar los rumores y las exageraciones en la oficina, sí, conozco a Edward Cullen desde que yo era adolescente, y sólo somos buenos amigos. ¿Me has entendido?
— ¡Sí, lo que tú digas! —la miró maliciosamente y añadió— A propósito, Alice llamó y preguntó si podrías llamarla después de la una.
Bella siguió trabajando, comió sólo dos sandwiches en el comedor de los empleados y cuando terminó llamó a Alice. Sin duda, su amiga había visto el mismo periódico y quería saberlo todo. Pero no era así.
— ¡Hola! Escucha, Bella, no puedo hablar ahora, porque tengo prisa, pero el miércoles voy a Londres.
¿Podríamos vernos para comer juntas?
Bella aceptó. Convinieron en el lugar y la hora y luego dedicó el resto de la tarde a estudiar el caso. A las cuatro, un sorprendente suceso la obligó a cambiar sus planes para la semana. La llamaron de Manchester, de la oficina matriz de las clínicas, para informarle de que el sábado por la noche se había incendiado una planta embotelladora de su propiedad.
Bella decidió que se requería una acción drástica, y después de consultar con el señor Brown, su superior inmediato, quedó convenido que la chica viajara al noroeste tan pronto como pudiera. Cuando salió de su despacho esa noche, las palabras del señor Brown resonaban en su mente: «No regreses hasta que hayas resuelto el caso, Bella».
Sonrió apesadumbrada. Después de consultar su agenda, vio que lo más pronto que podría salir era el jueves. ¿Y qué sucedería con su relación con Edward? Tal vez para entonces él hubiera regresado a Londres y ella estaría en Manchester.
Para las once de la noche, el cauteloso optimismo de Bella de que quizá esta vez podría llevar una relación adulta con Edward se había desvanecido por completo. Esperó a un lado del teléfono, y cuando dieron las doce se fue a la cama y se dijo que era una tonta. Se había expuesto a la prensa sensacionalista, había arriesgado su reputación en los negocios y había estado a punto de permitir que Edward le hiciera el amor de nuevo. Y todo para nada. Era evidente que no significaba nada para él, y su promesa de llamarla había sido una mentira.
Se cubrió con el edredón y apretó los ojos para contener las lágrimas. Diez años antes se había prometido que no volvería a llorar por Edward y hasta ahora había cumplido su juramento. No iba a llorar ahora, se dijo, pero sintió una lágrima entre las pestañas. La enjugó con brusquedad y se dijo que era una estúpida. De pronto, sonó el teléfono, y en su prisa por contestar, tiró al suelo el despertador.
— Bella, soy Edward —su voz sonó tan clara como si estuviera a su lado, y ella sintió los desacompasados latidos de su corazón.
— ¿Sabes qué hora es? —le preguntó, cuando al fin logró hablar—. Es casi la una de la mañana y hoy he aparecido en los periódicos… igual que tú —dijo a toda prisa, sin poder detenerse—. Yo no…
— Bella, tranquilízate y olvídate de los periódicos, eso no tiene importancia —la interrumpió, y luego se disculpó en un tono más suave— Lo siento, olvidé la diferencia de horarios. En California hace una tarde soleada y agradable.
— Pues aquí hace una noche húmeda y desagradable y yo estoy en la cama.
— Espero que estés sola y que me eches de menos —murmuró Edward.
— Por supuesto que estoy sola, y en cuanto a echarte de menos —estuvo a punto de decirle que sí, pero se corrigió—… tal vez.
— Supongo que debo contentarme por saber que estás sola y con ese «tal vez» —respondió él en tono satisfecho—. Pero me está matando la frustración al recordar lo que estuvo a punto de suceder anoche. Unos minutos más y habrías sido mía de nuevo. ¡Oh, Dios! Quisiera estar ahora a tu lado.
— Estaríamos muy apretados —se burló, y pensó: «debes mantener un tono ligero»—. Mi cama es individual.
— Oh, estoy seguro de que si te colocara debajo de mí estaríamos muy bien —murmuró él en tono sensual.
Bella experimentó en el estómago una punzada de deseo tan intensa que dejó escapar un gemido y Edward reconoció el sonido.
— No hagas eso, Bella, no cuando estoy a un mundo de distancia y no puedo cubrir tu boca con la mía para acallar esos sonidos tan eróticos que me excitan.
— Edward, por favor...
— Oh, te prometo que te complaceré —le prometió con voz ronca, y luego le explicó con todo lujo de detalles exactamente de qué forma lo haría...
Bella sintió que los senos se le endurecían a causa de la excitación. De pronto, el caluroso edredón fue demasiado para su sensible piel y lo apartó.
— No creo que sea adecuado que me digas todas esas cosas por teléfono —fue todo lo que logró decir.
— ¿Vas a representar el papel de señorita recatada, Bella? Sin embargo, tengo un vivido recuerdo de ti, recostada desnuda en una cama, con el pelo castaño cubriendo tus soberbios senos.
— Edward, ya basta —gimió, porque sus palabras la excitaban a pesar de que él se encontraba a miles de kilómetros de distancia.
Una triunfante risa masculina fue la respuesta a su petición.
— Tal vez tengas razón. Te estoy hablando desde un teléfono público en un restaurante. Si sigo así, me resultará muy difícil salir de aquí durante la próxima media hora.
— Te lo mereces por hablar así —se burló.
— Hablar es lo único que podremos hacer durante los próximos días, ¿no pensarás privar a un hombre de un placer indirecto, verdad? —le preguntó, irónico.
Un impulso malicioso la hizo responder con voz ronca:
— No me gustaría verte privado de nada —pronunció lentamente la última palabra.
— Bella, ¿qué tratas de hacerme? Hablemos en serio un momento; de lo contrario, tendré que pasar aquí el resto del día.
Bella se echó a reír y se recostó mientras escuchaba la descripción que le hacía Edward de los acontecimientos.
Por lo visto, el barco no había sufrido daños muy serios y se dirigía al puerto más cercano, en una pequeña isla en el Pacífico. Edward aún debía resolver algunos asuntos pendientes, pero esperaba regresar el viernes.
— Pero debo ir a Manchester el jueves y no sé cuánto tiempo me quedaré allí —le informó Bella apesadumbrada, y le habló brevemente del caso en el que trabajaba.
— No te preocupes, ya pensaremos algo, te llamaré el miércoles por la noche —le prometió.
Cuando cortaron la comunicación, Bella se sentía flotar sobre una nube, pero media hora después, aún despierta, se reprendió por ser una tonta. Edward quería llevarla a la cama, nada más… y sería mejor que ella lo recordara si no quería resultar herida.
Bella aún trataba de decirse que debía mantener los pies sobre la tierra y que sólo era una aventura entre adultos, cuando entró en el restaurante de Harrods, el miércoles, para reunirse con Alice.
— ¿Debo hacerte una reverencia… puesto que te has convertido en una celebridad? —sonriente, Alice se puso de pie cuando Bella se acercó.
— No seas tonta —respondió Bella, y se sentó.
— Mientras tú no lo seas —respondió Alice, y la miró con fijeza—. Sé que te dije que deberías encontrar un hombre, ¡pero Edward Cullen! Jasper me enseñó el periódico con tu fotografía en la columna de chismes. Yo no esperaba que te lanzaras a fondo… ¿estás segura de que podrás controlar la situación, Bella? Sé que ya lo conocías y es obvio que esa relación no dio resultado, de manera que…
Bella no respondió de inmediato y llamó con un gesto a la camarera.
— ¿Tú ya has pedido, Alice?
— No, pediré lo mismo que tú… y no cambies de tema.
— De acuerdo —Bella se resignó a revelarle a su amiga por lo menos parte de la verdad—. Conocí a Edward en Corfú hace diez años. Tuvimos un romance de vacaciones, nada más. Yo regresé a casa, entré en la universidad y jamás volví a verlo hasta el día de tu fiesta. Desde entonces, he salido con él varias veces, eso es todo.
— Ya veo —respondió Alice—. Eso explica muchas cosas. ¿Así que sigues viéndolo? Después de todo, hace dos semanas que volvisteis a veros… un récord para ti, Bella —sonrió.
— Él ha tenido que ir a California… por un asunto urgente… pero sí, estamos en contacto —Bella hizo una mueca y no resistió la tentación de burlarse de su amiga—, así que el buda es mío, Alice —no lo aceptaría aunque ganara, pero haría sufrir un poco a su amiga—. En cuanto a Edward, me llamó el lunes y volverá a hacerlo esta noche. Y sí, regresará pronto. ¿Satisfecha? ¡Ahora, ya podemos comer!
— Eres muy afortunada —fue el único comentario de Alice, y durante el resto de la comida charlaron de cosas triviales.
Cuando salían del restaurante, Alice le mencionó a Bella que no olvidara las carreras en Cheltenham la semana siguiente.
— ¿Quieres convertirme en una jugadora empedernida? Primero esa apuesta por el buda y ahora un día en las carreras —durante la comida, Alice le había comentado que el banco en donde trabajaba Jasper había reservado un palco para la Copa de Oro de Cheltenham y la había persuadido de que asistiera, ya que en el grupo faltaban mujeres.
— Tómate un día libre, eso te hará bien, y si sigues viendo a Edward dos semanas más, el premio será tuyo.
— Oh, no sé si podré soportarlo tanto tiempo —respondió, echándose a reír, y aún sonreía cuando regresó a la oficina.
Pero su buen humor la abandonó cuando Edward la llamó esa noche.
— Lo siento, Bella, pero no podré regresar antes de una semana, por lo menos.
— ¿No dijiste que el barco atracaría mañana? Después de eso, ya no tendrás por qué preocuparte —lo admiraba por hacerse cargo de una pequeña parte de su imperio de negocios, pero ansiaba su regreso.
— Sí, lo sé, pero no sabía que una prima de mi madre viaja en el barco… es una anciana que no goza de buena salud, y le prometí a mi padre que volaría a la isla para llevarla de regreso a Grecia.
— Debes de tener una familia numerosa —musitó Bella—, a juzgar por esa fiesta en el Ritz.
— Sí —la voz profunda se hizo más ronca—… y durante las dos últimas semanas he experimentado un extraño deseo de aumentarla.
Bella se quedó sin aliento. ¿Habría oído bien? No se atrevía a creerlo, pero tampoco podía acallar la esperanza que florecía en su corazón. No podía responder y apretó con fuerza el auricular. ¿Estaría sugiriendo él un compromiso? Pero Edward interrumpió sus divagaciones al añadir:
— Sin embargo, estoy luchando contra eso; recuerdo a los gemelos de Jasper, bebo algo fuerte y la idea desaparece. Pero ya basta de estar hablando de mí. ¿Cuándo puedo volver a llamarte?
Ella le dio el nombre del hotel en donde se alojaría en Manchester, y mucho después de colgar el auricular aún seguía pensando en el sorprendente comentario de Edward y en su rápida retractación. Sería una tonta si le concediera importancia. Ni siquiera sentía afecto por ella, se recordó. Sólo era sexo, una atracción física, nada más; y mientras ella aceptara su relación con los ojos muy abiertos, Edward no podría herirla.
Los ocho días siguientes le parecieron a Bella los más largos de su vida. Su viaje a Manchester fue un éxito. Después de pasar cuatro días estudiando los informes y las entrevistas, ya tenía al culpable, el descubrimiento le hizo reír mucho… Cuando Edward la llamó el jueves, el caso estaba cerrado y le habló de ello.
— Por lo visto, te sientes muy feliz sin mí —observó Edward, cortante—. Espero que te estés portando bien.
— Así es —no pudo contener una risita—. ¿Recuerdas el caso en el que estuve trabajando, el de la cadena de clínicas de cuidado del cabello y luego la planta embotelladora? Pues bien, jamás adivinarías quién incendió todos los locales.
— No dudo de que, con el talento que heredaste de tu padre para desenterrar la basura, tú me lo dirás. ¿Pero no es lo más común que el propietario sea el culpable?
— No en este caso. Fue un atractivo joven que, por desgracia, padecía calvicie prematura. Durante tres años fue cliente de una de las clínicas. Resultó que estaba tan furioso porque ninguno de los tratamientos le dio resultado, que decidió destruir sistemáticamente toda la compañía, incendiando las clínicas.
— Oh, Bella, me haces tanto bien —rió—. Siempre puedo contar contigo para que me levantes el ánimo. Cuídate. Te veré el sábado a las siete, si no es antes.
Por desgracia, ella no podía contar con Edward para que le levantara el ánimo, pensó entristecida cuando colgó el auricular. Su comentario desdeñoso acerca de su talento para «desenterrar la basura», no le había dejado la menor duda. Edward podía desear temporalmente su cuerpo, pero la opinión que tenía de ella como persona era detestable. Era un amante experto y elegante y ella lo deseaba. Esa noche, acostada en su cama, no podía dormir por el dolor físico de la frustración. Pero en el fondo de su corazón, sabía que una relación tan física como la que Edward tenía en mente no sería buena para ella.
— Vamos, Fredsaid, date prisa... —gritó Bella. El caballo zaino, con el jockey que lucía los colores azul y blanco de un jeque árabe, cruzó la meta con medio cuerpo de ventaja sobre su rival más cercano—. ¡He ganado, he ganado! —exclamó Bella entusiasmada, se abrió paso entre la multitud hasta donde estaba Alice y le preguntó— ¿Quieres que te diga algo?
— Has vuelto a ganar —gimió Alice con fingido horror.
— Según mis cálculos, unas cincuenta libras.
— Tendrás que decirme tu secreto, Bella. Es la cuarta vez que ganas en el día de hoy y yo no he ganado nada.
— Es cuestión de suerte —se echó a reír al ver la expresión desolada de su amiga y luego se apartó el pelo de la cara.
— Ya sabes lo que dicen: afortunada en el juego, desafortunada en el amor —comentó burlona una voz profunda a su espalda, y Bella sintió que el corazón le daba un vuelco. Alice se alejó discretamente, y cuando Bella se volvió, vio la distinguida figura de Edward muy cerca de ella. Estaba magnífico con un traje gris claro y una inmaculada camisa blanca. La miró de la cabeza a los pies y luego añadió— Pero si juegas bien tus cartas, podrías obtener las dos cosas.
— ¿Qué dices…? ¿Cómo…? —la sorpresa de ver a Edward hizo que su inteligencia la abandonara. Sintió sus manos cálidas en los brazos, acercándola a él. Lo miró en silencio y vio algo en sus ojos: iba a besarla. Estaban rodeados por una multitud—. Aquí no —le advirtió.
— Te sentirías insultada si no lo hiciera —se burló Edward, e inclinando la cabeza, la besó en los labios.
Bella sintió el apresurado latido de su corazón. La lengua de él invadió su boca y ya no pudo pensar…
Edward fue el primero en recobrar la compostura, y con una sonrisa de satisfacción, la miró a los ojos y comentó con suavidad:
— Aún me deseas, Bella, pero ten paciencia. Tengo que ver la última carrera y después te llevaré a casa.
Ella habría negado esa arrogante suposición de que sería suya cuando él quisiera, pero su cuerpo ya la había traicionado. Trató de recuperar el control y retrocedió.
— Aún no me has dicho por qué estás aquí —indagó.
— Jasper me invito, pero no esperaba regresar a tiempo. Sin embargo, llegué hace un par de horas, y puesto que uno de mis caballos corre en la última carrera, pensé que sería mejor venir a recibir personalmente el trofeo —le explicó Edward con arrogancia y cogió una copa de champán que le ofrecía un camarero.
Edward no había venido por ella. Bella se alegró de que él no viera el destello de decepción en su rostro cuando se volvió hacia ella y bebió un sorbo de champán.
— No sabía que tenías caballos de carreras —comentó con frialdad—. ¿Y no te anticipas un poco? — alzó una ceja, burlona—. Hay otros siete caballos en la carrera, Edward —se sintió orgullosa de su respuesta, aunque en su interior ardía de excitación.
— Por supuesto que no, Bella. ¿Aún no lo sabes? Yo siempre gano —la miró a los ojos y ella tuvo la extraña impresión de que en ese comentario había una advertencia, pero cuando él siguió hablando, apartó de su mente ese pensamiento perturbador, seducida por el tono de su voz—. Hice que enviaran a Leyenda Griega de mis cuadras en Francia específicamente para esta carrera. Es uno de mis mejores caballos, de manera que sigue mi consejo y apuesta a que será el ganador.
Bella miró la tarjeta de las apuestas que tenía en la mano y vio el número tres, Leyenda Griega, con el nombre del propietario, Cullen, a un lado. Pero un perverso instinto de independencia la hizo decir:
— No lo sé, Edward. Creo que me inclino más por Royal Speedmaster.
— Debes de estar bromeando, ¿por qué lo prefieres? Sólo ha ganado una vez en dos años.
— Bueno, la reina madre patrocina esta carrera.
— ¿Y por esa razón lo has elegido? —se echó a reír—. Bella, creo que nunca serás una buena jugadora. Pero puedes ganar si haces lo que te digo.
— Para tu información —rió—, ya he ganado una considerable suma de dinero en el día de hoy.
Edward dejó su copa sobre la mesa y la cogió de la mano.
— Bien, como quieras; no pienso interponerme entre una mujer y su intuición —declaró con cinismo, y contempló su rostro sonriente—. Pero te lo advierto — la acercó a él y la estrechó contra su pecho—… No vas a ganar.
Bella dejó de sonreír, lo miró a los ojos y un inexplicable estremecimiento de temor le recorrió la espalda.
— ¿Cómo puedes estar tan seguro? —le preguntó, y vio en sus ojos un destello sombrío y peligroso.
— Porque yo siempre gano, Bella…

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