sábado, 28 de marzo de 2015

Apostando por el amor Cap. 4

Disclaimer: Los personajes no me pertenecen son de S. Meyer y la historia es de Jacqueline Baird yo solo me adjudico la adaptación para su disfrute.


Capítulo 4


Bella no era vanidosa, pero al ver su imagen en el espejo de la puerta del armario, sonrió satisfecha. Se había recogido el pelo en un complicado moño en lo alto de la cabeza, adornado con un broche antiguo de color dorado y negro. Se había esmerado con su maquillaje, y la sombra de ojos, de color marrón con reflejos dorados, acentuaba el extraño destello en sus grandes ojos. Se dio una vuelta para admirar mejor el conjunto. La chaqueta, se movía sutilmente, y el ceñido corpiño negro que hacía juego, con un bordado igual en el escote, se ajustaba a la perfección. Había combinado las prendas con su falda de seda negra favorita, corta y ajustada, que le llegaba por encima de la rodilla. Las medias eran negras, y los zapatos, de suave cuero negro y tacón alto. El efecto general era deslumbrante.
Después de pasar toda la mañana revisando su vestuario, al fin había decidido comprar algo nuevo.
No había pensado en la razón, y se había dicho que era un gasto injustificado. Tenía un excelente guardarropa; una selección de conjuntos clásicos para el trabajo y un buen surtido de ropa informal.
Pensó que, en cierto sentido, era afortunada. Como cualquier mujer soltera que vivía en Londres, no había tenido que comprar o alquilar un apartamento, porque había heredado esa casita de su padre, además de una buena suma de dinero de su seguro. No era rica y siempre tendría que trabajar, pero contaba con una reserva que le permitía hacer algún gasto extravagante de vez en cuando.
Se puso rígida al oír el timbre de la puerta; recorrió con la mirada la habitación, cogió su bolso y bajó a toda prisa por la escalera. Respiró hondo y abrió la puerta.
Pero toda su confianza no impidió que contemplara boquiabierta a Edward, que estaba apoyado con negligencia contra el marco de la puerta. Llevaba un impecable traje de etiqueta, camisa blanca y corbata azul marino.
Sobre los hombros llevaba un abrigo de lana, pero lo que la inmovilizó fueron su rostro y sus manos. En sus ojos verdes brillaba un secreto conocimiento, y los labios sensuales sonreían; en una mano sostenía un ramo de rosas amarillas que le tendió y en la otra una botella de champán…
—Flores doradas para una joven dorada —comentó, y le dio el ramo.
Ella lo cogió con un gesto mecánico y murmuró:
—Gracias, las pondré en agua —se dio la media vuelta y se dirigió a la cocina. ¿Cómo se atrevía a recordarle su última cita, hacía tantos años? O era el tipo más insensible sobre la faz de la tierra, o bien lo había hecho deliberadamente para ver su reacción; Bella tuvo la impresión de que era lo segundo.
De pie en la cocina, trató de calmarse antes de abrir un armario y sacar el primer florero que encontró. Lo llenó de agua y puso las flores.
—Esa no es la forma de tratar unas flores tan delicadas —sintió en la nuca el aliento de Edward, que la había seguido hasta la cocina.
Bella giró bruscamente. Él estaba demasiado cerca y su presencia era intimidante en la pequeña cocina.
—Sí, bien... después las arreglaré. Pensé que íbamos a cenar y me muero de hambre —replicó, sin poder evitar balbucear.
—Oh, creo que tenemos tiempo para beber una copa de champán. Bella, ¿no quieres que brindemos como viejos amigos?
—Omite lo de viejos —se burló—. Y nunca bebo con el estómago vacío —se enfrentó a él, con osadía, tratando desesperadamente de calmarse, y añadió— ¿Nos vamos? —quería ponerle fin a la velada tan pronto como fuera posible, y después jamás volvería a ver a Edward Cullen, cuyo rostro bronceado y cuyos ojos verdes con un destello franco y sensual eran para ella una amenaza que creía haber olvidado.
Una expresión insondable cruzó por el rostro de Edward, y por un segundo, Bella se preguntó si le sería tan fácil deshacerse de él. Jamás debió aceptar verlo, se dijo, y se sorprendió al sentirse oprimida contra el cuerpo duro. Abrió la boca para protestar, pero él la cubrió con la suya, aprovechando sus labios entreabiertos. El bolso de Bella cayó al suelo cuando lo sujetó de los brazos para apartarlo, pero la lengua de él se movía provocativamente en su boca, en un beso dolorosamente familiar. Trató de permanecer inmóvil, pero esa boca sensual, la hacía sentir un intenso anhelo.
Se estaba volviendo loca. Odiaba a ese hombre, pero cuando las manos de él se deslizaron debajo de su chaqueta, acercando más su esClearwatero cuerpo al suyo y oprimiéndole los senos contra el musculoso pecho, Bella tembló. Pero Edward tampoco era inmune; la chica percibió su estremecimiento y el repentino endurecimiento de sus muslos antes de apartarla bruscamente con un gemido. Bella se sintió mortificada por la facilidad con la que él había provocado su respuesta y se sonrojó.
— ¿Cómo te atreves? —estalló.
— Siempre he creído que es mejor acabar cuanto antes con el primer beso; de lo contrario puede arruinarse la cena mientras uno se pregunta si aún existe la química —comentó, burlón. Luego se inclinó para recoger del suelo el bolso y se lo tendió.
Ella lo cogió en silencio, demasiado furiosa para hablar. Pero Edward no tenía ese problema.
— Estás preciosa, Bella, y me sentiría muy feliz si pudiera quedarme aquí toda la noche —la recorrió con la mirada y sonrió, insinuante—. Pero tienes razón, yo también estoy hambriento. El champán puede esperar hasta nuestro regreso.
Estupefacta, Bella vio que actuaba como si fuera el dueño de la casa al dirigirse a la cocina para guardar la botella en el frigorífico; luego regresó a su lado, la cogió del brazo y la guió al exterior. Antes de que pudiera controlar sus emociones, la chica se encontró sentada en el asiento delantero del coche de Edward. Quería gritar por esa forma arrogante de tratarla, pero prevaleció el sentido común, y con cierto grado de cortesía, logró preguntar, mirándolo de soslayo:
— ¿A dónde piensas llevarme a cenar?
El atractivo perfil de Edward parecía tallado en granito, y ella vio que su boca cincelada se apretaba de forma imperceptible, como si no quisiera responder a esa sencilla pregunta. Al fin, Edward se volvió hacia ella.
— Espero que no te importe, pero debo asistir a una cena en el Ritz; una prima cumple veintiún años.
— ¿Una fiesta privada? —repitió. Eso no era lo que esperaba. Una cena tranquila para dos en un restaurante de moda era el estilo de Edward, no presentarla ante el clan de los Cullen—. Pero…
— Sé que no es lo que esperabas —Edward interrumpió su objeción antes de que pudiera expresarla—… pero no será necesario que nos quedemos mucho tiempo, y si quieres, después de te llevaré a un lugar más íntimo —añadió, provocativo.
Bella ignoró el reto, pero reconoció lo irónico de la situación. Hacía años, le habría fascinado conocer a la familia de Edward; ahora, la idea la horrorizaba.
Entró en el resplandeciente salón, del brazo de Edward, y titubeó. En un extremo del salón, sobre una plataforma, había un típico cuarteto griego que tocaba música étnica. Una rápida mirada alrededor del resto del salón le permitió notar que todas las mujeres iban vestidas con modelos de diseñador. Respiró hondo. Había hecho bien al vestirse elegantemente y se sintió agradecida por el hecho de que en su trabajo había aprendido a mezclarse con personas distinguidas… ya que algunos de sus casos consistían en aclarar el robo o la pérdida de joyas aseguradas por su compañía.
Un camarero apareció frente a ellos y habló con Edward. Con la cabeza erguida, Bella caminó confiada al lado de Edward, sonriendo cortésmente cuando él saludaba a sus amigos griegos, mientras el camarero los guiaba a una mesa para ocho en el extremo más alejado del salón.
— Edward, me alegro de que hayas venido —un hombre alto y corpulento se levantó de la mesa ya ocupada por otras cinco personas, tres mujeres y dos hombres—. ¿Quién es tu encantadora pareja? —le preguntó, y los chispeantes ojos negros se detuvieron en Bella.
Edward sonrió e hizo que Bella se adelantara para presentarla.
— Éste es mi tío Eleazar y ésta es Bella, una amiga muy especial.
Ella le tendió una mano y luego Edward la presentó a los demás. Bella se sentó al lado de Eleazar, con Edward al otro lado. Trató de recordar los nombres. La joven de pelo rubio sentada frente a ella era Kate, la festejada, hija de Eleazar; a su lado había un hombre joven, su prometido, y luego Carmen, la mujer de Eleazar. Pero la última pareja fue una verdadera sorpresa para Bella: eran los padres de Edward. Su padre era una réplica exacta de su tío Eleazar... alto, de pelo rubio y con una expresión inteligente en los ojos. La señora Cullen era una mujer alta y angulosa, con un elegante vestido negro y un fantástico collar de brillantes que debía de costar una fortuna. Le bastó con una mirada a la dama para saber a quién se parecía Edward. Los rasgos que eran atractivos en un hombre, de alguna manera le daban a la mujer un aspecto austero y un tanto intimidante.
— ¿Estás bien, Bella? —le murmuró Edward al oído—. No dejes que te intimiden, no te van a comer.
— No estoy intimidada —replicó con furia.
— Bebe tu vino y controla tu temperamento —le indicó él, y oprimió un muslo contra el de ella en señal de advertencia.
El contacto fue como una descarga eléctrica, y Bella sintió que se ruborizaba; apartó la pierna y, cogiendo la copa frente a ella, bebió un sorbo de vino. Por suerte, nadie pareció notar su momentánea perturbación… excepto Edward, que contempló sardónico su rostro sonrojado y murmuró:
— No exageres tu actitud de timidez, Bella; los dos sabemos lo que queremos.
Ella casi se ahogó con el vino y apretó los labios para no insultar a ese cerdo arrogante. Cuando recuperó el control, escuchó la animada conversación en griego. Durante la cena, sirvieron platos típicos griegos y Bella se sorprendió al ver que realmente estaba disfrutando. Mientras un plato seguía a otro y el vino fluía en abundancia, se sintió aceptada por la familia de Edward. De hecho, si no hubiera sabido que Edward era un tipo inmoral, habría creído que tenía un sincero interés en ella.
Vació su copa, la dejó sobre la mesa y frunció el ceño. Tal vez fuera una fiesta familiar muy animada, pero ella no debía olvidar que no era parte de esa familia. Edward la había invitado para divertirse, como una breve aventura durante su estancia en Londres; había sido honesto en la fiesta de Alice. Además, su propia razón para salir con Edward no era más loable que la de él; ¡una apuesta! No podía dejar de pensar que la venganza sería dulce…
Absorta en sus pensamientos, no se dio cuenta de que el padre de Edward le hablaba:
— Bella, te he preguntado si quieres bailar. Al oír su nombre, la chica alzó la cabeza y le dirigió una sonrisa de disculpa al anciano caballero.
— Sí, con mucho gusto.
— Dime, Bella —le preguntó el padre de Edward en voz baja, mientras la guiaba hábilmente en un giro, siguiendo el compás de un anticuado vals—, ¿cuánto tiempo hace que conoces a mi hijo?
— Años —replicó en tono ligero.
— Ah, eso explica por qué te ha traído aquí esta noche. Es obvio que tú eres diferente... una amiga de hace mucho tiempo, ¿no es cierto?
Bella empezaba a sentirse incómoda bajo esa mirada directa.
— En cierta forma —replicó, indiferente.
— ¿Tienes la intención de casarte con él?
La pregunta directa la desconcertó. Sorprendida, abrió mucho los ojos y luego le hizo un guiño, con un destello de humor.
— Santo Dios, no —se echó a reír—. ¿Qué le ha dado esa idea?
— Ya lo veremos —replicó él, enigmático, y cuando terminó el vals la guió de regreso a la mesa.
— ¿Qué te decía mi padre? —le preguntó Edward tan pronto como ella se sentó—. Os he visto reír.
Pero antes de que Bella pudiera responder, Eleazar cogió de un brazo a Edward, diciéndole algo en griego. Mientras Bella los miraba sorprendida, el tío Eleazar, Edward, su padre y el novio de Kate se quitaron la chaqueta y la corbata y se dirigieron a la pista.
Los diez minutos siguientes fueron una revelación para Bella. La orquesta empezó a ejecutar una lenta tonada griega. Los cuatro hombres, con los brazos entrelazados a la altura de los hombros, empezaron a moverse con lenta deliberación, siguiendo el ritmo de la música. Bella no podía apartar la vista de Edward. En los ojos verdes brillaba un destello perverso y sonreía. Respiraba agitadamente, y los músculos debajo de la delgada seda de la camisa se movían a medida que el ritmo era más apresurado. Los demás empezaron a aplaudir, siguiendo el ritmo, y todas las miradas estaban fijas en los cuatro hombres, que seguían el ritmo a la perfección.
Bella recorrió a Edward con la mirada; el pantalón se ceñía a las caderas que se movían sugerentes, y los músculos de sus muslos resaltaban bajo la tela. La invadió una oleada de calor y no pudo apartar la mirada de la vibrante masculinidad de la elevada figura de Edward. Una ardiente oleada de excitación le recorrió todo el cuerpo, y jadeó cuando un plato salió volando por el aire y se estrelló a los pies de él.
Edward reía, sin perder el paso un momento, a pesar de que el ritmo de la música ahora era frenético. De todos lados les arrojaban platos a los bailarines, y éstos se hacían añicos a sus pies.
Bella tragó saliva; había algo primitivo y pagano, pero innegablemente sexual, en el baile. Dejó escapar un largo suspiro cuando la música al fin se detuvo; ni siquiera se había dado cuenta de que había estado conteniendo el aliento. Por un momento, Edward se acercó a ella, con la frente empapada. Las gotas de sudor se deslizaban a lo largo de su cuello para perderse en el vello del pecho. Con el frenético baile, su camisa se había desabrochado casi hasta la cintura.
La multitud gritaba lo que ella supuso eran felicitaciones en griego, pero la mirada de Bella no se apartó del hombre que se le acercaba, nuevamente. Se sentía transportada en el tiempo y de nuevo estaba en Corfú, con su amado pescador. Edward parecía mucho más joven, como ella lo recordaba cuando se conocieron.
La mirada triunfante de Edward tropezó con la de ella, y el hombre estuvo a su lado con la velocidad de una pantera. Inclinó la cabeza, sujetó a la chica de la nuca y la besó con firmeza en los labios entreabiertos. Por un segundo, Bella no protestó, perdida en la niebla sensual de antaño. Pero de pronto, el ruido a su alrededor y las voces se gritaban el nombre de Edward la hicieron ponerse rígida y rechazarlo. Sin embargo, ya era demasiado tarde, y Edward, alzándole la barbilla con un dedo, declaró:
— Ha sido agradable, pero necesito un lugar privado para lo que tengo en mente. ¿Nos vamos?
Ruborizada y sintiendo todavía en los labios el hormigueo que le había producido ese beso, miró aturdida a su alrededor. Toda la familia de Edward la miraba sonriente. Edward la hizo ponerse de pie, y antes de que ella se diera cuenta, ya se habían despedido de todos y salieron al fresco aire de la noche. Aspiró varias veces mientras esperaban a que un empleado les llevara el coche. Era demasiado susceptible a la poderosa masculinidad de Edward, que la sujetaba con fuerza de la muñeca. Lo miró de soslayo y se estremeció al ver el destello de anticipación en sus ojos.
En el coche, Bella apoyó la mejilla contra el frío cristal de la ventanilla. No comprendía lo que le sucedía.
Durante años había sido inmune al sexo opuesto; sí salía con hombres, cierto, pero siempre mantenía el control. Pero esa noche, al ver bailar a Edward, todas sus emociones sensuales despertaron, con una intensidad que la dejó aturdida y temblorosa.
— ¿Vamos a tomar algo? ¿O a casa?
— A casa, por favor —respondió Bella mientras el potente coche avanzaba por la oscura carretera. Estaba cansada, emocionalmente perturbada, aunque odiaba reconocerlo. Esa noche, Edward estaba ejerciendo sobre sus sentidos un efecto tan poderoso como hacía años, y sería una tonta si pensara siquiera por un segundo que podía obtener algo bueno de ese hombre. ¿Quería nacerlo?, se preguntó con ironía, y la respuesta fue «no». Lo que hubo entre ellos en el pasado estaba muerto, y ciertamente no había ningún futuro para ellos. Edward sólo quería llevarla a la cama… y ella debía tener el sentido común suficiente para no alentarlo. El problema era que su cuerpo reaccionaba de una manera muy diferente; Bella se sentía como si fuera un proyectil atraído por el calor hacia su blanco… y el blanco era Edward.
— Creo que en general fue una velada agradable — la voz profunda de Edward interrumpió sus pensamientos—. Le has caído bien a mi familia, y por lo visto te has entendido muy bien con ellos.
Bella se volvió para mirarlo, y en ese instante el coche se detuvo frente a su casa.
— Eres muy afortunado, tienes una familia encantadora —murmuró con voz ronca, y después abrió la puerta, bajó del coche y se dirigió al portal, pero Edward la alcanzó.
— Vaya prisa, me siento muy halagado —le quitó la llave de los temblorosos dedos y abrió la puerta.
— Gracias por una velada encantadora y buenas noches —respondió ella a toda prisa, y trató de entrar en la casa.
— No tan rápido, Bella —la sujetó de un codo, y antes de que ella pudiera protestar, ambos ya estaban en el vestíbulo. Edward cerró la puerta—. El baile acalora mucho y espero con ansia nuestro champán frío — declaró con voz suave, y la impulsó hacia adelante.
Bella se quedó inmóvil y él se detuvo a mirarla; su estatura era intimidante en el vestíbulo sumido en la penumbra.
— Preferiría que te fueras; estoy muy cansada.
— Dentro de unos minutos. ¿Vas a privar a un hombre sediento de una bebida refrescante? —indagó, burlón.
— De acuerdo —cedió, reacia, y se dirigió a la cocina. El reto en la mirada de Edward le advertía de que lo más sencillo sería servirle la bebida y luego deshacerse de él. «¡Así no tendría excusa para volver por su maldito champán!», pensó, cautelosa. Se dispuso a abrir el frigorífico, pero una mano fuerte y bronceada la detuvo.
— Ve a sentarte, Bella. Yo lo serviré.
— No sabes dónde están las copas —protestó.
— Las encontraré. Haz lo que te digo —le ordenó y la sujetó de la nuca, obligándola a volverse.
Obediente, Bella se dirigió a la sala, se sentó en el sofá y se frotó la nuca. Estaba cansada, pero la tensión en su espalda no tenía nada que ver con la reacción que le había provocado el contacto de Edward… o al menos, ella quería creerlo así. Lo miró con desconfianza cuando, unos segundos después, él apareció con dos copas en una mano y la botella en la otra. Él dejó las copas en la mesita frente a Bella, descorchó la botella y llenó las copas.
— Deberías ser camarero —comentó Bella al coger la copa que Edward le ofrecía, evitando con cuidado tocar sus dedos.
Él desvió la mirada del rostro de Bella a su mano; luego contempló otra vez su rostro, como si quisiera decirle que había notado su forma nada sutil de evitar su contacto, pero no dijo nada; sólo sonrió, cogió su copa y se sentó al lado de la chica.
— Fui camarero durante un tiempo, y por cierto, muy competente.
— ¿Camarero? ¡No te creo! —exclamó.
— Es cierto —le aseguró él. Se apoyó contra el respaldo, estiró las piernas y se llevó la copa a los labios.
Ella vio que los músculos de su garganta se movían bajo la piel bronceada al pasar el líquido, y tragó saliva. Era un hombre con un peligroso atractivo, y estaba demasiado cerca de ella. A toda prisa, Bella apuró el líquido de su copa mientras seguía hablando:
— Mi padre cree firmemente en que se debe empezar desde abajo y ascender. Cuando yo era joven, nuestro negocio no estaba tan extendido como ahora. Éramos propietarios de algunos hoteles y de una línea naviera. Cuando cumplí quince años, quiso que yo trabajara en uno de nuestros hoteles... y después, cada verano, hasta que cumplí veintiuno y terminé mis estudios en la universidad.
— Eso explica tu pericia con la botella —comentó Bella, que por un momento se había olvidado de lo mucho que lo detestaba. Fascinada con esa historia de su juventud, inconscientemente, empezó a relajarse.
— Sí, pero no siempre fui tan eficiente. Recuerdo un verano… era la primera vez que servía en el salón comedor, y le pregunté a una señora si quería más salsa rosa. Su vestido de verano era muy escotado, me distraje un momento y le volqué la salsa en el hombro.
— Oh, no —rió Bella.
— No fue nada divertido, te lo aseguro —sonrió, burlón—. Resultó que era un modelo de diseñador y mi padre me hizo pagar por él. Trabajé todo el verano para pagar ese maldito vestido.
— Me habría gustado verte —declaró Bella, y se echó a reír. Todo su antagonismo se había desvanecido ante la cálida sonrisa de Edward.
— Era un adolescente desgarbado, no te habría agradado. Pero ese episodio me enseñó una valiosa lección.
— ¿Cuál? —preguntó Bella, todavía sonriendo.
Edward se inclinó hacia adelante, dejó la copa en la mesa, deslizó un brazo por los hombros de Bella y la miró con un destello perverso.
— Nunca volví a mirar el escote de las mujeres. Pero debo decir que, si hay un vestido digno de ver, es uno escotado. Me resulta difícil mantener la vista apartada y no tengo suerte con las manos.
Bella se puso tensa. El roce de los dedos de él sobre su piel la quemaba, y se irguió a la defensiva; le apartó la mano y se puso en pie de un salto.
— Es evidente que no aprendiste bien la lección — comentó en tono seco—. Creo que ya es hora de que te vayas.
— Pero no hemos terminado la botella —en los ojos oscuros brilló un destello malicioso—. Recuerdo la última vez que bebimos champán y tú terminaste acurrucada en mi regazo.
— ¿Sí? No lo recuerdo —sí lo recordaba con toda claridad y también recordaba que la velada terminó cuando Edward salió furioso. Esta vez sería ella quien pondría fin a la velada—. Vas a conducir, no creo que debas beber más.
— Ven a sentarte y a compartir el champán. Si me excedo, estoy seguro de que, como una amable anfitriona, me ofrecerás una cama para pasar la noche.
— Ni lo pienses —estalló, deseando que se fuera, porque el solo pensamiento de Edward cerca de su dormitorio la horrorizaba.
— ¿Tienes miedo, Bella? —la sujetó de la muñeca, tiró de ella y Bella se encontró de nuevo en el sofá, al lado de Edward.
— Suéltame.
— No te preocupes, Bella. No me interesa una violación; la sutil persuasión es más mi estilo.
— Y siempre tienes éxito, si se puede creer a la prensa —replicó tensa, y lo vio entornar los párpados, colérico.
— ¡Lo tuve contigo! —declaró, burlón, y sujetándole la barbilla con una mano, la hizo volverse hacia él.
Por un momento, contempló sus bellos rasgos.
Bella se puso rígida por la tensión y, paradójicamente, por algo más… una embriagante anticipación del beso que sabía que seguiría. Pero se equivocaba; Edward la miró a los ojos y aseguró, arrogante:
— Y volveré a tenerlo, ambos lo sabemos —deslizó un dedo sobre los labios de ella y añadió, burlón— Pero no soy tan torpe como para no apreciar primero una buena charla mientras bebemos champán… por los viejos amigos, de nuevo juntos… —alzó su copa y bebió—. ¿No vas a brindar conmigo?
La palabra «juntos» la irritó. Con ese musculoso muslo oprimido contra el suyo y el calor de su mano en la barbilla, sería fácil olvidar que él la había herido y podría relajarse con su calor masculino. Pero su arrogante convicción de que Bella caería en sus brazos como una fruta madura reforzó su determinación de darle una lección.
— Creo recordar que la otra noche comentaste que pasarías un mes en la ciudad y querías disfrutar de unos momentos agradables —deliberadamente, pronunció muy despacio las tres últimas palabras—. No somos viejos amigos… ¿o es otro de los trucos de tu sutil técnica de persuasión?
— ¿Qué crees tú? —indagó, sardónico, y apartó la mano de su rostro. Cogió la botella y llenó las copas—. Mientras piensas en ello, ¿qué te parece un brindis diferente? —le ofreció una copa y bebió de la suya—. Por los viejos amantes y los nuevos amigos —añadió, burlón.
— Posibles amigos —lo corrigió, y bebió un sorbo.
— Un posible amigo, pero ciertamente un amante… sí, brindaré por eso —Edward apuró su copa y la dejó en la mesa; luego se volvió hacia Bella y sus dedos rozaron los de ella cuando le quitó la copa y la dejó junto a la suya.
Bella se sonrojó ante la imagen evocada por sus palabras. Cerró los ojos un momento, tratando de controlar sus emociones. Quería abofetearlo, y, sin embargo, él sólo tenía que tocarla para que sus nervios se alteraran.
— ¿Te ruborizas, Bella? Eres una joven extraña… bella, inteligente, y no obstante, varias veces esta noche, y ahora mismo, te has ruborizado como la tímida adolescente que conocí hace mucho —en sus ojos brillaba algo ardiente que la mantenía cautiva—. Es extraño, lo sé. Eres una intrépida investigadora en tu empresa y has viajado por todo el mundo. ¿No estuviste en la India el mes pasado, para investigar un robo en una fábrica de productos químicos?
— ¿Cómo lo sabes? —preguntó ella con los ojos muy abiertos.
— Hice que te investigaran. Un hombre en mi posición debe cuidarse —declaró, cínico—. Quizá no te dedicaste al periodismo como tu padre, pero es obvio que heredaste sus instintos para la investigación. Yo diría que con un poco más de honestidad...
— ¿Cómo te atreviste a investigarme? —estalló, y furiosa se puso de pie—. ¡Vaya un descaro! ¿Haces lo mismo con todas las mujeres que frecuentas? Santo Dios, debe de ser una costumbre muy cara —no podía creer en la audacia de ese hombre, ni en su sarcasmo al hacer ese desdeñoso comentario sobre su padre.
— Cálmate, Bella —se puso de pie y la sujetó de los brazos—. No es nada personal.
— ¿Nada personal? —repitió—. ¡Investigaste mi vida privada!
— A decir verdad, no tuve mucha suerte en eso — sonrió, cínico—. Por lo visto, eres muy discreta en lo que concierne a tus amantes… y eso es bueno. Pero tengo curiosidad por saber cómo una mujer joven como tú se permite el lujo de tener una casa en un lugar céntrico de Londres. Debiste de tener algunos compañeros de cama muy acaudalados.
— Sal de aquí ahora mismo —explotó. Por lo visto, él aún la consideraba peor que a una prostituta, y sin embargo, se sentía muy feliz de hacerle el amor mientras estaba en Londres. Si necesitaba otra prueba de su inmoralidad, él acababa de dársela. Alzó una mano para darle una bofetada, pero él la sujetó con fuerza de la muñeca.
— Deberías reservar esa pasión para la alcoba, Bella—declaró, y tuvo el descaro de reír—. Vamos… eres una mujer de mundo y los dos conocemos el juego. No me importa un poco de resistencia, pero la violencia — aflojó un poco la presión de su mano—… no me agrada en lo más mínimo, así que deja de fingir. Y no te preocupes, cariño, verás que puedo ser muy generoso...
Inclinó la cabeza, mientras ella enmudecía ante su arrogancia. Pero eso no impidió que su corazón latiera aceleradamente cuando la boca de él se apoderó de la suya. Cerró los ojos, impotente, y el beso cambió de una forma sutil cuando él la sintió ceder a la lánguida seducción de sus sentidos. La invadió un calor que la aturdía y no se recuperó hasta que él se apartó y la cogió en brazos.
— Bájame —empezó a luchar y él obedeció; la dejó caer sobre el sofá, en donde ella se quedó un momento sin aliento… y Edward ni siquiera respiraba agitadamente, observó con amargura. Edward se sentó en el borde del sofá, con un brazo a lo largo del respaldo y el otro colocado sobre la clavícula de Bella, sujetándola con firmeza.
— Tu comportamiento me resulta de lo más intrigante —reflexionó, y la suavidad misma de su tono fue como una amenaza para los nervios de Bella. Percibió el aroma masculino cuando él inclinó de nuevo la cabeza para besarla. Se sentía impotente para resistir la intimidad de su beso, y su cólera se desvaneció para ser reemplazada por una intensa frustración. Quería abrazarlo, acariciarle el pelo y hundir la cabeza contra el calor de su cuello. Con un gran esfuerzo de voluntad, mantuvo las manos en los costados y apretó los puños.
Él alzó la cabeza y observó con curiosidad su rostro sonrojado y los ojos nublados por el deseo.
— Podría hacerte el amor ahora; unos minutos más y me lo habrías suplicado —trazó la curva de su seno y la vio temblar, impotente—. Pero dime, tengo curiosidad, ¿por qué aceptaste mi invitación? Te di a entender que te deseo. Somos adultos, y, sin embargo, tratas de fingir indiferencia —miró sus puños apretados—… ¿Por qué? —insistió.
Ella no respondió. No podía, porque estaba tratando de controlarse.
— Toda la noche ha sido evidente que apenas logras disimular tu resentimiento —continuó, pensativo.
Ella entornó los párpados para ocultar su expresión, porque Edward era demasiado astuto. Era una tonta, pensó; la venganza era una idea estúpida, y la afectaba demasiado la presencia de él para que su plan diera resultado. Se obligó a pensar con sensatez y al fin encontró una solución para explicar su conducta voluble y deshacerse de Edward. Alzó la cara y lo miró a los ojos.
— Lo siento, Edward, debí cancelar nuestra cita —titubeó—. Hace un par de días que no me siento bien y ahora… —su voz se apagó.
— Pobrecita, debiste decírmelo —la estrechó en sus brazos y luego la recostó en el sofá.
Ella tuvo que reprimir una risa histérica al ver su expresión de ternura, matizada con cierto alivio muy masculino.
— Quédate aquí, te prepararé una bebida caliente... y después me iré. ¿De acuerdo?
Bella sonrió, agradecida. Su fácil aceptación de esa excusa era cómica, pero típica de Edward... su orgullo no soportaba que ninguna mujer lo rechazara; era más sencillo aceptar que para ella no era el momento apropiado del mes. Vaya, la vanidad de ese hombre era monumental, pensó con ironía, y se acomodó agradecida en el sofá.
Sería interesante ver cómo evitaría concertar una cita con ella los próximos días. Era un hombre de apetitos carnales, y puesto que ella no le serviría, tendría que encontrar alivio en otra parte…

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