sábado, 28 de marzo de 2015

Apostando por el amor Cap. 5

Disclaimer: Los personajes no me pertenecen son de S. Meyer y la historia es de Jacqueline Baird yo solo me adjudico la adaptación para su disfrute.


Capítulo 5


Pero su suposición fue errónea. Unos días después, Bella estaba de pie frente al espejo en el baño del suntuoso apartamento de Edward en Eton Square observando su imagen. Esa noche había optado por un aspecto informal: una falda a cuadros en tonos otoñales y una blusa de seda de color naranja. No combinaba con su pelo, que caía suelto hasta los hombros, pero de todas formas le quedaba bien. Unos ojos grandes y luminosos, con expresión pensativa, se reflejaban en el espejo, y apenas se reconoció. Se había disculpado para ir al baño en un último intento de controlar los nervios que la hacían sentir un nudo en el estómago, todo por culpa de Edward. En ese momento, él estaba recostado en el sofá de la sala, esperando que se reuniera con él, y acababa de darle las buenas noches a la pareja que había servido la cena íntima que habían compartido. No lograba entender cómo se había colocado en esa posición con un hombre al que había despreciado durante los últimos diez años.
Recordó la semana anterior y, sorprendida, tuvo que reconocer que Edward Cullen había sido un compañero atento y encantador. El domingo, después de la fiesta en el Ritz, la había llamado para preguntar si podía ir por su coche, que había dejado frente a la casa de ella la noche anterior, e insistió en que Bella fuera a comer con él. El lunes por la noche fueron a ver la última obra musical en el West End; el miércoles, se había inaugurado una galería de arte… en la que Edward tenía intereses, según se enteró ella cuando charló con el hombre joven cuyas pinturas se exhibían. El sábado por la noche había sido una cena íntima en el famoso restaurante de las celebridades, el San Lorenzo, en Knightsbridge.
Preocupada, frunció el ceño. Era domingo y él había sugerido una cena tranquila en su apartamento.
El problema era, pensó incómoda, que aunque Edward se había comportado de una manera impecable, ella no lograba comprender su propia actitud. Se decía que había aceptado sus invitaciones por la apuesta y por un deseo de vengarse, pero tenía que reconocer que ninguna de esas razones era la verdad absoluta. Lo cierto era que disfrutaba de la compañía de Edward. A los dieciocho años no lo había conocido a un nivel intelectual, pero esa última semana la habían deleitado su conversación y su brillante intelecto, y había descubierto, sorprendida, que tenían muchos intereses comunes, desde la pintura y la música hasta la afición por los libros de misterio…
Se decía que era un conquistador, pero eso no impedía que su corazón latiera más rápido, ni disminuía la tensión sexual cuando estaban juntos. Sus ojos oscuros que se detenían en su bien formado cuerpo y los breves besos de despedida, eran para Bella sutiles recordatorios de que Edward era un hombre viril e intensamente físico… y que la deseaba. La mentira que le había dicho hacía una semana la había protegido hasta ahora, pero esa noche tenía la incómoda sensación de que Edward pretendía algo más que un beso de buenas noches.
Irguió los hombros, respiró hondo y con una sonrisa cortés abrió la puerta del lujoso baño para chocar contra el duro pecho masculino. Un par de brazos fuertes la rodearon, sosteniéndola…
— Comenzaba a pensar que te habías perdido — murmuró Edward.
Bella tragó saliva, ladeó la cabeza y lo miró a la cara.
— ¿Ya estás bien ahora? —preguntó Edward con voz ronca, sin tratar de disimular su deseo. La miró a los ojos y ella tuvo la impresión de que no se refería sólo a la sorpresa de chocar contra él.
Bella podía sentir el agitado latido del corazón de Edward bajo la mano que apoyó, a la defensiva, contra su pecho. Sentía el calor que se incrementaba en la parte inferior de su estómago; el de los muslos de Edward, oprimidos contra la suave lana de su falda, y, nerviosa, Bella se mordió un labio, incapaz de responder. Lo peor era que sus propios sentimientos ya no eran tan definidos. Su mente le decía que debía despreciarlo, pero empezaba a comprender que sería muy fácil dejarse cautivar de nuevo por él, y eso la aterrorizaba.
— Sí, estoy bien —logró responder, esperando que su tono fuera frío, pero su voz ronca traicionó sus emociones en conflicto.
— En ese caso, la siguiente es la puerta de mi dormitorio —murmuró Edward, y deslizó la mirada del rostro de ella hasta el escote de la blusa para continuar por la estrecha cintura y las suaves curvas de sus caderas. Su mirada fascinada se detuvo en cada centímetro de ella, antes de contemplar su boca y por último sus ojos.
Bella tragó saliva. Por su mente cruzó una imagen de ella, más joven, y de Edward, con las piernas entrelazadas, y se sintió mareada al pensar en que experimentaría de nuevo la potente fuerza del amor de Edward. Pero eso era una locura, se recordó, y triunfó su instinto de defensa. Él la deseaba, pero para la madura Bella el deseo no era suficiente. ¿O sí?
— Aún eres el mismo Edward egocéntrico —declaró.
Quería que desapareciera el ambiente de tensión eléctrica que los rodeaba. Lo empujó con suavidad y trató de pasar a su lado.
La expresión de deseo de Edward cambió a una de desconcierto.
— ¿A qué estás jugando? —preguntó bruscamente, y deslizó una mano por su hombro para seguir hasta desabrochar un botón de la blusa, y con el pulgar rozó la curva de los senos.
— ¡No lo hagas! —exclamó ella, y lo cogió de la mano.
— ¿Por qué no? Hemos pasado juntos la última semana, te he dado a entender con toda claridad que te deseo y tú sabes que también me deseas; la química entre nosotros es tan poderosa como siempre —jugó deliberadamente con los botones de su blusa y le rozó los senos—. No eres una virgen tímida, lo sé muy bien — sonrió, burlón, y su mirada se detuvo en la mano de ella que sujetaba la suya; luego la miró a los ojos y pudo percibir la obvia reacción de ella a sus caricias.
Bella se estremeció. ¡Él tenía razón! Pero no tenía intención de reconocerlo, y mucho menos después de su último comentario sarcástico.
— No me agradan las aventuras de una noche — protestó, luchando con el increíble impulso de apoyarse contra ese cuerpo duro.
— Para nosotros jamás podría ser una aventura de una noche, Bella —le aseguró con voz ronca y como si hubiera perdido la paciencia. La estrechó con fuerza contra su pecho, atrapando sus manos unidas entre ellos mientras le rodeaba la cintura con el brazo libre—. Una vez fuimos amantes y lo seremos de nuevo. Creo que he tratado de ser razonable —murmuró—. Es un milagro que haya podido abstenerme de tocarte durante esos últimos días. No quiero apresurarte, Bella... pero el celibato no es lo mío —con la otra mano alzó la de ella hasta su propio hombro y la dejó allí antes de que la suya descendiera hasta el escote de la blusa para cubrir un seno—. Y por lo que veo, lo tuyo tampoco —tenía la mirada fija en el pezón endurecido y su voz era ronca—. No trates de negarlo, me deseas.
— No —murmuró Bella sin convicción, incapaz de resistir ese contacto íntimo e invadida por una oleada de deseo. Edward movió los muslos contra ella y el calor de su masculinidad palpitó contra su abdomen. El hecho de que pudiera excitarlo con esa facilidad intensificó su propia excitación. Bella arqueó el cuerpo hacia él, pero cuando Edward buscó su boca, un último vestigio de su instinto de conservación la hizo esquivar el beso. ¿Era tan tonta que de nuevo se dejaría seducir por unas palabras sugerentes y ese cuerpo firme?
— No juegues conmigo, Bella —le advirtió Edward con un dejo de colérica frustración—. Soy demasiado viejo y experimentado para esos juegos.
— No estoy jugando —replicó con voz temblorosa.
— ¿No? Entonces vamos a la cama —le exigió, arrogante.
Fue esa arrogancia la que al fin le dio a ella la fuerza necesaria para apartarse de sus brazos y correr al vestíbulo. Edward la siguió y la sujetó de las muñecas antes de que pudiera llegar a la puerta.
— ¿Qué diablos te sucede? —le preguntó, furioso—. ¿Tienes el hábito de provocar a los hombres? ¿Es algo que has aprendido durante los últimos diez años? —la miró sombrío—. No soy un tonto y tampoco me agrada que me frustren…
— Vaya un descaro el tuyo —estalló Bella, y la cólera venció sus emociones apenas controladas—. Crees que unas invitaciones a cenar te dan derecho sobre el cuerpo de una mujer… pues bien, déjame decirte que no sobre el de esta mujer. Los últimos diez años me han enseñado a ser más sensata que la joven a la que sedujiste. Cuando tenga un amante, espero tener mucho más que un par de citas antes de irme con él a la cama.
— Mis disculpas —el tono de Edward era amenazador—. Olvidé por un momento que todas las mujeres tienen un precio. ¿Cuál es el tuyo… una pulsera de brillantes? ¿O tal vez prefieres un collar? No me sorprende que tengas una casa en Londres; has usado bien tu cuerpo. Pero si lo que quieres es el matrimonio, pierde la esperanza.
Edward recuperó el control con una facilidad insultante que la enfureció, y subrayó el mal concepto que tenía de ella. Bella movió el brazo en un veloz arco y le dio una sonora bofetada.
— Y pensar que creí que te había juzgado mal, que tal vez no eras un lascivo embustero —temerosa de lo que pudiera revelar, y consternada ante la rapidez con que había estallado la cólera entre ellos.
El silencio que siguió a su estallido se prolongó hasta que la tensión fue casi tangible. Bella observó el rostro sombrío de Edward y la huella de su mano en la piel bronceada.
— No te pagaré con la misma moneda, no esta vez —la estrechó contra su pecho, le rodeó la cintura con un brazo y con la otra mano le alzó la barbilla para obligarla a mirarlo—. Porque creo que al fin estamos llegando a la verdad —declaró en voz baja, pero implacable—. Eres una mujer distinguida, una deliciosa compañera, y no obstante he percibido cierta enemistad bajo la superficie de tu encantador exterior.
Por desgracia, Bella no pudo evitarlo y se ruborizó, sintiéndose culpable; él estaba más cerca de la verdad de lo que creía.
— No sé lo que quieres decir —trató de soltarse, pero él la sujetó con más fuerza y deslizó la mano hasta su nuca.
— Oh, creo que sí lo sabes —su sonrisa era helada—. Has tenido otros amantes a lo largo de los años, ¿por qué entonces fingir una virtud ultrajada? Eso no te va, Bella. Puedes engañarte, pero a mí no me engañas. Puedo reconocer a una mujer sexualmente excitada y sé que ardes con el mismo deseo que yo siento.
«Si él supiera», pensó Bella, impotente y atemorizada por la reacción de su propio cuerpo.
— Mencionaste a tu padre —continuó él despacio—. Y mi conducta de seductor.
Bella lo miró y desconfió de su expresión, pero él rió con suavidad, relajó los dedos y le acarició el cuello.
— Ahora lo entiendo —comentó con voz ronca. Por lo visto, había llegado a una evaluación satisfactoria de la situación—. Crees que aún le guardo resentimiento a tu padre, ¿verdad? —preguntó alentador, desafiándola a que desviara la mirada—. Pues bien, olvídalo; no me importa el pasado, y además, él ha muerto —inclinó la cabeza para besarle el cuello—. Vamos, Bella, tú sabes que me deseas; acéptalo y apuesto a que disfrutarás —le mordió el cuello con suavidad—. No voy a hacerte daño; por lo menos, no intencionadamente —añadió sensual.
Bella se quedó paralizada. Era el colmo que le sugiriera eso. Se ruborizó y echó la cabeza hacia atrás, luchando con la intensa oleada de placer que corría por sus venas bajo las caricias de Edward.
— ¿Tú resentido conmigo? —exclamó, desdeñosa—. Debe de ser una broma. ¿No debería ser al revés? Según recuerdo, tú me abandonaste después de contarme una sarta de mentiras acerca de que eras un pescador. Tú… el poderoso Cullen… te divertías unas semanas con una ingenua adolescente, mientras tus abogados manchaban el nombre de una pobre inocente, una ex-amiga tuya, en Estados Unidos.
«Habría sido divertido si no fuera tan trágico», pensó Bella cuando Edward retrocedió y dejó caer los brazos a los costados con expresión de desconcierto. Por lo visto, jamás había pensado que ella pudiera encontrarlo culpable y eso la enfureció.
— Vamos, Edward, tienes una memoria muy selectiva. Me calificaste de algo peor que una prostituta, ¿y de verdad esperabas que yo olvidara y perdonara —chasqueó los dedos frente a su cara—… así de fácilmente?
Edward giró sobre sus talones, cruzó la habitación y se detuvo frente a la elegante ventana, donde se quedó de espaldas a Bella. Tiró con fuerza con un cordón y las pesadas cortinas de terciopelo de color crema se abrieron para revelar el resplandor de las luces de la calle. Bella lo vio mover la cabeza y también percibió la tensión en sus hombros. Sabía que era su oportunidad de alejarse de allí y no volver a verlo jamás, pero sus pies se negaban a moverse. Con la mirada recorrió la habitación y en la mesita vio las copas y la botella de vino que habían compartido y que sugerían cierta intimidad.
Un ruido la hizo volver su atención al hombre de pie cerca de la ventana. Edward golpeaba con el puño la palma de la otra mano.
— Santo Dios, jamás comprendí… —se detuvo, pero Bella sabía que no hablaba con ella. De pronto, se dio media vuelta y la miró a los ojos.
Por un segundo, Bella habría asegurado que había una expresión de dolor en sus atractivos rasgos, pero se desvaneció cuando Edward frunció las cejas mientras observaba la palidez del rostro de ella. Bella, nerviosa, deslizó las palmas húmedas sobre sus caderas e, incapaz de sostenerle la mirada, fijó la vista en el suelo.
— Ahora lo entiendo, Bella. Esta semana pasada fue tu manera de vengarte, porque es obvio que piensas que te traté muy mal en el pasado —declaró Edward en tono helado.
— No, por supuesto que no —negó sin convicción.
— ¿Cuánto tiempo creías que podrías retenerme con la promesa de tu cuerpo? —le preguntó—. ¿Un mes?
Ella irguió la cabeza; ¿por qué había dicho «un mes»?
— No… nunca pensé… yo… —se detuvo y lo miró cautelosa cuando él se le acercó y apoyó las manos sobre sus hombros.
— Nunca pensaste… sí, lo creo —declaró Edward. Ella casi suspiró aliviada, pero se sorprendió cuando él continuó— Hasta esta noche, nunca comprendí que tal vez te había herido con mi furioso estallido hace años —la guió al sofá y le hizo sentarse a su lado. Le pasó un brazo por los hombros. Ella se puso rígida bajo esa forzada intimidad, pero se relajó cuando Edward siguió hablando— Es necesario que hablemos… Tú eras muy joven y tal vez yo fui un poco duro contigo. Quizá te traté mal, pero era una época difícil para mí.
¡Tal vez! No había la menor duda de ello… ¿Y él había tenido una época difícil? ¿Y ella?, quiso preguntarle.
No creía que la vida le hubiera parecido difícil alguna vez a Edward; avanzaba por ella con dinero poder y un franco machismo que impedía que nada ni nadie lo hiriera… lo miró de soslayo.
— Tú en dificultades… no lo creo posible —comentó en tono áspero.
— Lo sé. Yo tampoco lo creía posible, pero te aseguro que así fue.
Bella sonrió burlona al oír esa arrogante afirmación. Debió adivinar que Edward no era la clase de hombre que reconocía una debilidad propia de los mortales. Por lo menos, no durante mucho tiempo.
— Jamás le doy a nadie una explicación de mis acciones, pero en tu caso, estoy dispuesto a hacer una excepción, y después de eso espero que podamos volver a lo que en realidad deseamos… el uno al otro.
— Eres muy magnánimo —se burló.
— Sí, eso creo —replicó, sarcástico, y Bella sintió un gran deseo de golpearlo. Pero él adivinó su atención y le sujetó la mano—. Por favor, escucha —le pidió—. No sé hasta qué punto sabes del juicio en el que me vi involucrado, pero para empezar, te diré que la mujer en cuestión no era una jovencita inocente —sonrió, cínico—. Por otra parte, yo tenía veinticuatro años, había ido por primera vez a Estados Unidos… porque mi padre decidió ponerme al frente de nuestros negocios allí. Conocí a Irina en un club nocturno; era cantante y unos diez años mayor que yo. Fuimos amantes, pero yo sólo la veía en mis esporádicos viajes a California, como mucho un mes o dos al año. Hacía casi dos años que la conocía cuando me comentó que la habían echado de su apartamento, porque una compañía urbanizadora había comprado el edificio. Me compadecí de ella y le dije que podía ocupar el apartamento de la compañía Cullen hasta que encontrara algo que le conviniera. Ése fue mi error —se encogió de hombros—. Pensé que eso no me costaría nada; de hecho, era más barato que las joyas que le regalaba. Por aquel entonces no era tan rico, porque mi padre aún estaba al frente del negocio —declaró con una franca actitud práctica.
Bella lo miró al rostro y la sorprendió el duro cinismo reflejado en sus ojos, pero no podía negar el tono de verdad en sus palabras.
— Un año después, en una de mis raras visita, me enteré por el guardia de seguridad del edificio de que Irina no sólo recibía a muchos hombres, sino que la habían sorprendido con droga. Los periódicos sí tenían razón, la eché de allí en el acto… pero también le entregué el dinero suficiente para que alquilara otro apartamento. Sin embargo, Irina era codiciosa, y con la complicidad de un abogado nada honesto, trató de sacarme más dinero y para ello me demandó. La única vez que actué como un caballero me costó muy caro… no en dinero, eso no importa, sino en problemas. El periódico de tu padre publicó la historia y durante varios meses mi vida se alteró…
Se alteró. Bella no pudo menos que sonreír. Cualquiera se habría quedado traumatizado, pero no Edward…
— Por fortuna, el tribunal falló en mi favor y le concedió un dólar a la dama…
— ¡Un dólar! —exclamó Bella. Nunca había leído los artículos que publicó el periódico; de hecho, excepto en esa noche en Corfú, su padre y ella jamás volvieron a mencionar el tema: era demasiado doloroso para ella.
Pero ahora, instintivamente, creía en lo que Edward decía.
— Sí, pero el daño fue mucho mayor. Difamaron mi reputación y eso hirió a mi familia. Yo no permito que nadie le haga daño a mi familia —apretó los labios y miró por encima del hombro de ella con una expresión remota. Bella se estremeció. Nadie podría engañar a Edward y vivir para contarlo, lo sabía y ella había sido una tonta al intentarlo.
Edward contempló a Bella en silencio unos minutos y luego sonrió.
— Entonces, un día de verano te conocí en la playa. Eres una joven inocente y encantadora. No te mentí, Bella, nunca te dije realmente que era un pescador, pero era nuevo para mí conocer a una joven que no sabía nada de los sórdidos detalles de mi pasado inmediato. Fuiste como un bálsamo para mi orgullo herido.
Así que eso era lo que había significado para él. Una joven que había aliviado su orgullo herido, nada más. Mientras que ella imaginaba que estaban enamorados.
— La noche en que llegó tu padre, lo vi todo rojo. Era el editor del periódico que publicó primero la historia.
Tú eras su hija y una periodista novata. Estaba tan furioso, que salí de allí.
— Lo recuerdo —murmuró, entristecida—. Nunca tuve la firme intención de ser periodista…
— Bella, tu trabajo no me importa. Cuando volví a verte en la fiesta de Alice, sólo vi a una mujer muy bella, y te invité a salir simplemente porque te deseo. Sólo esta noche, cuando me has atacado, he comprendido que tal vez en el pasado te herí sin querer. Así que, ahora que hemos colocado ese pasado en su perspectiva adecuada, ¿crees que podremos seguir con el presente… e irnos a la cama?
Edward había sido brutalmente sincero con ella y ahora comprendía por qué se había comportado como lo había hecho. Debió de ser difícil para un hombre con la suprema confianza de Edward reconocer que lo habían engañado.
Incluso podía comprender por qué se había desquitado con ella hacía años. ¡Pero lo que le resultaba difícil de aceptar era su suposición de que, una vez que le había dado una explicación, lo cual para Edward era lo que más se acercaba a una disculpa, ahora podrían irse a la cama!
Bella se irguió y se volvió a mirarlo. Estaba recostado en el sofá, con las piernas estiradas y las manos sobre los muslos; su rostro no revelaba ninguna emoción.
— ¿Qué va a ocurrir entonces, Bella? La decisión es tuya.
La chica observó su rostro. Era un hombre orgulloso y le había hecho una gran concesión al explicarle su pasado. La deseaba, y si era sincera, ella también lo deseaba. ¿Pero podría ser tan madura como Edward y olvidar su resentimiento y su amargura? ¿tomar lo que él le ofrecía, unas semanas de satisfacción sexual, y jugar conforme a las reglas de él?
¡Le diría que no! Pero, en ese momento, Edward le delineó con el pulgar una vena en la muñeca, Bella vio el destello de pasión en sus ojos y supo que la misma emoción se reflejaba en los de ella. La decisión ya no estaba en sus manos; su temblor interno le había dado la respuesta.
— Creo que no eres tan despreciable como pensaba —murmuró, burlona, y le tendió la otra mano, acercándose a él antes de añadir— ¿A quién trato de engañar? Además, creo que prefiero a un magnate que a un pescador —sabía que eso sólo confirmaría la opinión nada halagadora que Edward tenía de ella, pero era mejor que reconocer que lo había amado hacía años y le sería fácil volver a amarlo. Él sólo le ofrecía una breve aventura; además, tal vez ganaría la apuesta, pensó con amarga ironía.
Edward estrechó las manos de Bella entre las suyas y con un gesto erótico le besó las palmas.
— Sabía que eras una mujer sensata —murmuró él sobre su piel mientras con la boca trazaba un sendero en su muñeca—. No te arrepentirás.
No era sensata, reconoció Bella, pero ya no podía negar el anhelo de su cuerpo. Fijó la mirada en la sensual boca de Edward y se pasó la lengua por los labios resecos. Edward le soltó las manos y hundió los dedos en su sedoso pelo, obligándola a mirarlo.
— Bella, ¿qué me haces? —murmuró antes de besarla en la boca.
Ella hizo una leve mueca de protesta antes de entreabrir los labios. De inmediato, la lengua de él empezó a saborear, investigar y provocar, hasta que Bella respondió con la intensa excitación que sólo Edward podía provocar.
Alzó los brazos y le enredó el pelo con los dedos cuando el beso se prolongó. Sintió la presión del cuerpo de él, pero ya nada le importaba. Entonces Edward alzó la cabeza, la miró triunfante y declaró:
— Esta vez no podrás retroceder, Bella.
Con un suave gemido, ella le echó los brazos al cuello, le hizo inclinar la cabeza y sus labios le dieron la respuesta que él quería. Edward apartó la suave seda de la blusa, le desabrochó el sujetador y los senos firmes quedaron libres bajo sus manos. Cuando con una palma rozó un pezón, Bella gimió y Edward deslizó la mano hacia el otro seno. Cuando dejó de acariciarlos, Bella los sentía dolorosamente sensibles. Con movimientos hábiles, Edward le quitó la blusa y le alzó las piernas del suelo para colocarlas sobre su regazo. Despacio, acarició un muslo y ella gimió cuando los dedos de él encontraron la carne desnuda encima de las medias. Después, Edward le desabrochó el liguero.
— Una agradable adición desde la última vez — murmuró él. Se irguió, se quitó la camisa y se inclinó para mirarla—. Los ligueros despiertan mis instintos más perversos —sonrió mientras estudiaba los muslos desnudos—. Pero todo en ti me excita —sus ojos se oscurecieron al ver los senos desnudos y las puntas rígidas que suplicaban sus caricias.
Bella admiró el rostro desnudo, el vello oscuro y la piel bronceada, y sus manos impacientes se tendieron hacia él. Deslizó los dedos sobre el pecho de él, hasta que Edward dejó escapar un gemido y le bajó la cremallera de la falda para deslizar una mano sobre su estómago.
— Edward —pronunció su nombre en voz baja, sin aliento. Él inclinó la cabeza y su boca se cerró sobre la turgente punta de un seno y luego sobre la otra, acariciándolos con la lengua y mordisqueándolos. Bella deslizó las manos a lo largo de su espalda mientras él encontraba el borde de su ropa interior para deslizar los dedos por dentro y acariciar el centro húmedo y cálido de su ser…
Estremecida, Bella se aferró a los hombros de él. ¡Santo cielo! ¿Cómo pudo vivir sin ese hombre, sin esas sensaciones, durante tanto tiempo? Volvió la cabeza y le clavó los dientes en el hombro. Edward seguía besándola, desde los senos hasta el cuello, mientras le apartaba los muslos con mano firme.
— Estás lista para mí, Bella; ardiente y húmeda, y sé que también me deseas —miró su rostro sonrojado y sus labios entreabiertos—. Y Dios sabe que te he esperado demasiado tiempo —exclamó antes de volver a cubrirle la boca con la suya, mientras sus dedos seguían obrando su increíble magia.
Bella gimió al sentir que aumentaba la tensión en su cuerpo. Deslizó una mano sobre el pecho de Edward, porque quería proporcionarle el mismo placer, y luego a lo largo del muslo y sobre su virilidad, por encima de la tela del pantalón. Se oyó el gemido sofocado de Edward y su propio cuerpo vibró de placer.
— Bella —murmuró Edward, y le cubrió la mano con la suya. Ella sintió que trataba de bajar la cremallera del pantalón y quiso ayudarlo.
Edward alentaba sus esfuerzos, y los suspiros y gemidos de ambos se mezclaban con los largos besos. Bella se sentía perdida en la intensa pasión de él, oía un ruido como de campanas que resonaban en sus oídos y sentía que Edward la dejaba sin aliento.
— No puedo creerlo —murmuró Edward con voz ronca. Reacio, alzó la cabeza, se apartó de ella y se sentó en el borde del sofá. Sus anchos hombros se estremecían mientras trataba de recobrar el aliento, y fue entonces cuando Bella comprendió que las campanas no resonaban en su mente, que era el sonido estridente del teléfono que hacía eco en el ambiente cargado de pasión.
— No lo cojas —murmuró, pero Edward se volvió a mirarla y suspiró.
— No puedo… es el apartamento de la compañía, así que debe de ser una llamada de negocios —la besó en los labios antes de contestar.
Bella lo contempló, hipnotizada. Era tan atractivo… y era suyo. Se estremeció. No, no era suyo. Sólo era deseo, nada más…
Edward colgó el auricular y se volvió hacia ella.
— Debo irme, Bella. Será mejor que te vistas.
— Sí —convino ella.
— ¡Oh, Dios! —suspiró Edward, y se pasó una mano por el pelo—. Lo siento. Creo que voy a morirme de frustración, pero por desgracia la llamada era de la oficina en Atenas. Uno de los trasatlánticos está en problemas en el Pacífico. Debo volar de inmediato a Estados Unidos y averiguar cuál es el problema. El jet de la compañía me espera en Heathrow.
— Oh, Edward, lo siento —murmuró ella. ¿Pero realmente lo sentía?, se preguntó mientras se vestía. Tal vez necesitaba más tiempo para aceptar la clase de relación adulta que le ofrecía Edward, y esa llamada telefónica, de cierta forma, era un respiro temporal. Pero el clamor de frustración de su cuerpo no parecía aceptar eso, pensó con ironía.
— No tanto como yo —declaró Edward, y acercándose a ella, le alzó la barbilla con un dedo y le pidió con voz ronca— Prométeme que a mi regreso continuaremos en donde nos quedamos.
— Sí —le aseguró Bella, y lo besó en la punta de la nariz. «Es lo mejor», se dijo. «No debes concederle demasiada importancia».
Él la estrechó con fuerza en sus brazos.
— Debo advertirte algo: insisto en una relación exclusiva… así que nada de otros hombres.
— Nunca hubo otro hombre —pronunció esas palabras sin querer y se sonrojó.
Edward arqueó una ceja y la miró, sardónico.
— No es necesario que vayas tan lejos, Bella; sólo quiero que te comportes bien de ahora en adelante.
Ella no supo si debería alegrarse o entristecerse, porque él no creía en sus palabras, pero no tuvo oportunidad de pensar en ello, porque Edward pidió un taxi, la acompañó y la ayudó a subir. Sus últimas palabras de despedida fueron:
— Te llamaré mañana por la noche.

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