lunes, 23 de marzo de 2015

Vidas Secretas Cap. 2

Disclaimer: Los personajes no me pertenecen son de S. Meyer y la historia es de Lucy Monroe yo solo la adapte para su disfrute.


Capítulo 2


Bella permaneció sentada mientras esperaba que se acercase Edward entre las pequeñas mesas del restaurante. Había optado por sentarse fuera con la esperanza de que el sol de finales de primavera alegrase un poco su encuentro.
Las gafas oscuras de Edward ocultaban la expresión de sus ojos, pero la boca masculina se apretaba en una dura línea que no auguraba nada bueno cuando apartó una silla frente a ella y se sentó.
-Isabella.
Qué saludo más frío para la mujer que había compartido su vida durante el último año. Ella se envolvió en la máscara de sofisticación que le servía de escudo.
-Edward -respondió, inclinando la cabeza.
-¿Has pedido? -se quitó las gafas; sus ojos estaban inescrutables.
-Sí -respondió ella, dolida por su frialdad. Ni siquiera le había preguntado cómo estaba-. Un filete con ensalada.
-Bien. Supongo que tendrás tus motivos para insistir en que nos reunamos –dijo él, como si el fin de una relación de un año no fuese suficiente razón-. Hay algo que yo también olvidé hacer la última vez que nos vimos -hizo una mueca-. No salió como esperaba.
Ella creyó no poder sentir más dolor que el que ya la embargaba, pero se había equivocado. ¿No había salido como él esperaba? Había hecho el amor con pasión y luego la había dejado plantada. ¿Qué era lo que él no había esperado que sucediese?
-Hay algo que tienes que saber, algo que debo decirte antes de que tú… él arqueó las cejas y sacó un fajo de documentos de su maletín. Los puso sobre la mesa y luego depositó una pequeña caja sobre ellos, obviamente una joya. Su actitud parecía tan resuelta que ella perdió los estribos.
-¡No puedes casarte con ella! -exclamó-. No le importas. Si le importases no habría aceptado la vida que llevaste el año pasado.
-Te aseguro, no he divulgado el hecho de que viviese contigo -las burlonas cejas volvieron a arquearse.
Tenía razón, pensó ella, recibiendo sus palabras como un puñetazo en el estómago. Edward había tenido cuidado de mantener su relación al margen de los medios, una proeza, considerando que ella era una modelo relativamente conocida en Europa y él era un millonario. Pero aquellos mismos millones, unidos a su discreción, lo habían conseguido. Ella también prefería mantenerse al margen de las revistas del corazón, aunque por otros motivos.
Eran razones que la hacían mantener en secreto su identidad como Bella Swan, responsabilidades que en muchas ocasiones la obligaban a trabajar en vez de quedarse con Edward, pero que no resultaban prioritarias ahora que estaba embarazada y él hablaba de casarse con otra mujer.
-¿La amas? -preguntó, porque necesitaba que él le dijese la verdad.
-El amor no viene al caso. Mira, Isabella, no te causes daño. Nuestra relación estaba destinada a acabarse. Quizá haya resultado antes de lo esperado por cualquiera de los dos, pero es imposible que te haya tomado por sorpresa.
Ella negó con la cabeza, incapaz de creer que él la imaginase un año creyendo que su relación se acabaría. Aunque tampoco había pensado en un futuro con él. En realidad, había pasado un año negándose a pensar en el futuro.
-Te amo -dijo, incapaz de contener sus palabras.
-¡Maldita sea, no intentes manipularme con eso ahora! -exclamó él con frialdad-. ¿Por qué no has mencionado ese gran amor en el último año?
-Tenía miedo…
-Eras más sincera entonces -dijo él con una hiriente risa sarcástica.
Por un lado, ella comprendió su incredulidad. Ella nunca había hablado de amor. Él no sabía de la existencia de su madre y Alice, ni de las necesidades económicas que la habían forzado a anteponer su carrera de modelo a la relación con él. Quizá nunca le habría hablado de amor si no se hubiese quedado embarazada, pero ahora había re evaluado su vida, y una gran parte de ella era su relación con él. Pero, a pesar de comprenderlo, le dolió su mordacidad.
-Me quieres, no intentes negarlo -le dijo-. No puedes negar estos doce meses. Hicimos el amor hace dos días.
-Reconozco que estuve mal. Dadas las circunstancias, tendría que haber evitado hacer el amor contigo. Pero ya te dije que no pude evitarlo.
No había reconocido quererla, pero al menos la encontraba irresistible. Seguro que eso significaba que sentía algo por ella.
-Si sólo se hubiese tratado de sexo, podrías haberte acostado con cualquiera, incluyendo a tu prometida.
-Una joven griega seria no se entrega a un hombre antes de casarse.
-¿En qué me convierte eso? ¿En una fulana?
-No -dijo él, poniéndose tenso-. Tú eres una mujer independiente, dedicada a tu profesión. Yo te deseaba. Tú me deseabas. No nos hicimos promesas. Nunca mencioné el matrimonio y, reconócelo, tú lo sabías.
-¿Por qué iba a saberlo? -nunca se le habría ocurrido pensar que él planeaba casarse con alguien más-. Lo nuestro era increíblemente especial.
-Lo pasamos muy bien en la cama.
-No puedo creer que acabes de decir eso –dijo Bella y depositó sobre la mesa el vaso de vino que se llevaba a los labios. Le temblaban las manos.
-Es la verdad.
-Tu verdad.
-Mi verdad -repitió él, con un encogimiento de hombros.
-Pues bien, tengo una verdad que quiero compartir contigo también.
-¿Y qué verdad es ésa? -le preguntó él con frialdad.
Bella nunca creyó que le resultaría tan difícil reunir el coraje para decirlo.
-Estoy embarazada -soltó, decidiendo que lo mejor era la sinceridad.
Durante varios segundos la expresión del rostro masculino no cambió, pero luego los ojos verdes se llenaron de pena.
-Isabella, no te humilles de esta forma. No te dejaré sin una compensación.
¿Pensaba que ella estaba preocupada por su regalo de despedida? Le lanzó una mirada de furia a los documentos y la caja con la joya, deseando incinerarlos con los ojos.
-Es tu hijo, Edward.
-Siempre has sido franca y directa -dijo él, con un gemido-. No te rebajes a decir mentiras ahora. No creerás que ello cambiará las cosas, ¿verdad?
¿Pensaba que ella mentía? Antes era franca y ahora mentía. Se había tragado que ella era Isabella Dwyer, la modelo huérfana francesa que el mundo conocía y ahora dudaba que ella estuviese embarazada. Le dieron ganas de reír histéricamente al pensar en la ironía de aquello.
-No miento -dijo con voz ahogada. Al ver la cínica sonrisa masculina, metió la mano en el bolso y sacó el test de embarazo-. Una línea azul significa positivo.
-¿Te atreves a mostrarme esto? -exclamó él, enfurecido, agarrándole la mano.
-Claro que me atrevo. No permitiré que cierres los ojos ante la realidad de tu bebé porque hayas decidido casarte con otra mujer.
-¿Me tomas por imbécil? Es imposible que el niño sea mío.
-El preservativo se rompió, ¿recuerdas?
-Pero luego te bajó la regla y no volvimos a hacer el amor hasta hace dos días –la presión en la muñeca femenina se intensificó, causándole dolor-. Dime que no estás embarazada. Dime que esto -le sacudió la mano-, es una broma.
-Me haces daño -susurró ella y ardientes lágrimas le nublaron la vista.
El fogonazo de un flash los iluminó una fracción de segundo y él la soltó disgustado. Ella vio con el rabillo del ojo que uno de los guardaespaldas de Edward corría tras el fotógrafo.
-No es mentira. Estoy embarazada.
-No es mío -dijo él, más furioso todavía.
Durante unos segundos, ella se quedó paralizada. ¿Cómo podía dudar que fuera hijo suyo? Ella nunca había tenido otro amante y él lo sabía.
-Sí que lo es.
-¿Quién es él? -gritó él, asustándola. Edward nunca perdía la compostura.
-No hay otro hombre. No sé cómo ha podido pasar, pero no hay nadie más.
-Había pensado en ser generoso, darte el apartamento.
Creía que te lo merecías, pero me niego a mantener a tu amante y a su hijo, no me tomes por tonto -levantó los documentos de la mesa, pero le tiró la caja-. Con esto te basta por los servicios prestados.
-¡No hay ningún otro hombre! -dijo ella, apartando la joya con furia. Presa del pánico, vio que él no la creía-. Haz las pruebas de paternidad.
-Desde luego que las haré si se te ocurre reclamar pensión alimenticia.
Bella tragó las náuseas que la asaltaron y se llevó un puño a la boca. Le causaba un dolor insoportable ver a su hijo brutalmente rechazado. Gimió.
-Tienes veinticuatro horas para desalojar el apartamento -dijo él, lanzándole una última mirada de enfado antes de girar sobre sus talones y marcharse.
Bella se paseó de un extremo del salón al otro. Había llamado al móvil de Edward al menos una docena de veces y siempre le había respondido el buzón de voz.
Había dejado mensajes en su oficina de París, en la de Atenas, hasta le había dado un mensaje al ama de llaves de la casa de su abuelo. Todos decían lo mismo: «Por favor, llama».
Pero él no lo había hecho. Ella había pasado el día anterior debatiéndose entre el enfado y la pena y él no la había llamado. Tampoco lo había hecho durante la noche, en la que ella intentó infructuosamente dormir en aquella cama que resultaba demasiado grande para ella. Cada vez que cerraba los ojos la asaltaban imágenes de él: diciéndole que se casaba, mirándola con repulsión cuando ella le había dicho que estaba embarazada.
Era mediodía y se había pasado una hora llamando a todos los teléfonos que tenía de él, sin ningún resultado. No podía quedarse quieta, se sentía nerviosa y alterada. Un pensamiento le daba vueltas en la cabeza: Edward creía que ella tenía otro amante.
¿Qué tipo de confianza era aquélla? Estaba claro que la consideraba una fulana.
Al oír la llave en la cerradura, dio un salto y corrió hacia la puerta, esperanzada. Había vuelto. Se había dado cuenta de lo tonto que había sido al pensar que ella podría hacer el amor a otro hombre que no fuese él. Abrió la puerta.
-Edw... -se interrumpió al ver que no era él—. ¿Se puede saber quién es? -exigió.
Un fornido hombre entró a la fuerza al apartamento, seguido de una mujer de aspecto eficiente y de otro hombre delgado.
-Soy la Gerente de Equipamiento del señor Cullen. Me encuentro aquí para supervisar el desalojo del piso.
Bella logró llegar al cuarto de baño antes de devolver lo poco que había desayunado.
Cuando salió, la morena, con una lista en una mano y un bolígrafo en la otra, dirigía a los dos hombres, que embalaban las cosas de Bella.
La Gerente de Equipamiento señaló con el bolígrafo una figurita de Lladró que Edward le había comprado a Bella durante un viaje juntos a Barcelona.
El cachas tomó la estatuilla y la envolvió en papal antes de ponerla en una de las numerosas cajas que habían llevado con ellos. Bella se quedó petrificada mientras todas y cada una de las cosas que ella podría reclamar como suyas corrían la misma suerte. Los tres últimos días habían resultado una pesadilla, pero aquello se llevaba la palma. Sintió que no podía soportarlo.
-¿La ha enviado para que me desaloje? -preguntó en un susurro apenas audible.
-Me ha enviado para que la ayude a mudarse, sí.
-¿Ha desahuciado usted a muchas de sus ex amantes? -preguntó Bella.
-Su relación con el señor Cullen no es de mi incumbencia, sólo obedezco órdenes.
-Los criminales de guerra dicen lo mismo en su defensa.
Apretando los labios, la morena se apartó sin responder. Bella no insistió.
En lugar de ello, se dirigió al dormitorio y comenzó a hacer las maletas. No quería que aquellos hombres tocasen su ropa. Bastante violada se sentía ya por su presencia y la forma en que recorrían su casa sacando sus cosas, eliminando todo rastro de su presencia.
Dos horas más tarde, con las maletas hechas, Bella se dirigió nuevamente al salón. Los dos hombres se disponían a sacar la ordenada pila de cajas que habían llenado con sus cosas. ¿Pensarían llevarlas a la entrada y dejarlas allí? ¿En la calle?
-¡Un momento! -exclamó Bella al ver al gordo inclinarse a agarrar una-. Algunas de las cosas que han guardado no me pertenecen-. Tendrán que esperar mientras las saco.
-El señor Cullen me dio una lista muy detallada -dijo la mujer.
-Me da igual -dijo Bella, muy erguida-. No quiero nada de él.
Se le debió de notar la decisión en el rostro, porque no intentaron disuadirla nuevamente. Le llevó cuarenta y cinco minutos, pero logró sacar de las cajas cada una de las cosas que Edward le había dado. También había revisado su ropa y separado cada una de las prendas que él le había comprado.
Al acabar, había un montón de objetos rodeados de papeles de embalar en el suelo del salón, junto a dos pilas de ropa perfectamente doblada.
-Falta algo.
La morena asintió mientras Bella rebuscaba en su bolso hasta encontrar el tubo blanco del test de embarazo y la cajita de la joya que Edward se había dejado sobre la mesa del restaurante. Dejó caer a ambos sobre la pila de ropa interior. Luego, tomando la maleta por el asa y colgándose la bolsa a juego del hombro, se marchó.
Bella esperó una semana con la esperanza de que Edward se calmase y pudiese pensar con calma, pero al cabo de ese tiempo apareció un anuncio de la próxima boda de él con Rosalie Hale. La joven, que aparentaba unos diecinueve años, inocente como cualquier novia virginal.
Bella pagó la cuenta del hotel donde se hallaba alojada, arregló para que le enviaran sus posesiones a los Estados Unidos, se despidió de la agencia de modelos, cerró la cuenta bancaria y las tarjetas que tenía a nombre de Isabella Dwyer y compró un billete a Norteamérica a nombre de Bella Swan.
Isabella Dwyer, modelo y ex amante de Edward Cullen, dejó de existir.
Unos dos meses más tarde, Bella salió de la clínica prenatal al calor húmedo de principios de otoño en la ciudad de Nueva York. Le lanzó una mirada a la foto de la ecografía que le acababan de hacer. Estaba ilusionadísima con la prueba de que el bebé se desarrollaba bien.
Era varón, una parte de Edward Cullen que podría querer, alguien que le devolvería su amor. A pesar de sentirse débil por las insistentes náuseas matinales y cansada por el embarazo, quería gritar de alegría.
Desesperada por compartir la noticia con alguien, abrió el móvil y marcó el número de su hermana. Al oír el buzón de voz, optó por no dejar mensaje. Ya se lo diría a Alice cuando llegase a casa. Pensó en decírselo a su madre, pero luego descartó la idea. No se sentía con fuerzas para escuchar las recriminaciones de su madre sobre la vergüenza que le había causado.
No pudo evitar llamar al apartamento de París. No había habido noticias de la boda de Edward en las revistas del corazón de Nueva York. Sabía que era tonto de su parte, pero seguía esperanzada. ¿Habría recobrado la cordura y cancelado la boda?
Quizá fuese mucho pedir, pero seguramente dos meses le habrían servido para calmarse y darse cuenta de que Bella nunca le habría sido infiel.
El teléfono sonó varias veces y Bella recordó que sería la hora de cenar en Francia. Quizá él había salido a comer, o tal vez ni siquiera estaba en la ciudad. Dejó que el teléfono siguiese sonando porque no tenía valor para llamarlo al móvil.
-¿Dígame? -contestó una mujer y Bella casi dejó caer el teléfono por la sorpresa.
-Hola -dijo, rogando que fuese la nueva ama de llaves y no la última mujer de Edward-, ¿puedo hablar con el señor Cullen, por favor?
-Lo siento, ha salido. Soy la señora Cullen. ¿La puedo ayudar en algo o prefiere dejar un mensaje?
La señora Cullen. Bella se quedó sin aliento. El desgraciado se había casado con otra a pesar de que ella llevaba un hijo suyo. Qué curioso. Hasta aquel momento no había creído que él lo haría de verdad. Y al perder toda esperanza se dio cuenta de la confianza que había tenido en aquel hombre a quien ella no le importaba en absoluto. Nunca lo había hecho.
-¿Hola, sigue usted allí? ¿Quería dejar mensaje?
-No, yo... -no pudo seguir. La alegría que la había embargado al saber que estaba embarazada de Edward se esfumó.
-¿Quién es, por favor? -preguntó con impaciencia Rosalie Hale, no, mejor dicho Rosalie Cullen.
-Isabella Dwyer -respondió mecánicamente porque se encontraba destruida.
-Señorita Dwyer, ¿dónde se encuentra? Edward la ha estado buscando. Está desesperado por lo del niño.
¿Edward le había hablado a su esposa de ella, del bebé? Bella apartó el teléfono de la oreja y lo miró perpleja. Oía la voz de la mujer, pero no distinguía sus palabras. Parecía desesperada.
Bella apagó el teléfono sin volver a escuchar qué decía.

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