lunes, 23 de marzo de 2015

Vidas Secretas Cap. 1

Disclaimer: Los personajes no me pertenecen son de S. Meyer y la historia es de Lucy Monroe yo solo la adapte para su disfrute.

Capítulo 1


Bella se alisó nerviosamente el plano vientre cubierto por el top que se abrochaba en la nuca y le dejaba la espalda al descubierto.
La agradable temperatura de finales de primavera le había permitido ponerse la sensual prenda para levantar un poco su hundida moral. De perfil, se miró en el espejo de cuerpo entero de su dormitorio. Su esbelto cuerpo enfundado en los ajustados pantalones de seda color champán y el top parecía no haber cambiado desde que él se marchase a Grecia.
Quizá saber que estaba embarazada de Edward se le notase en los temerosos ojos color chocolate que las lentillas convertían en verdes, pero todavía no le había afectado la silueta.
Se colocó la cadena de oro que le colgaba de las caderas y múltiples brazaletes tintinearon con su movimiento. Luego se retiró nerviosamente un mechón de cabello del rostro.
Su larga melena, que expertos profesionales habían rizado y teñido en distintos tonos de rubio parecía brillar como el sol cuando se la dejaba suelta y era el sello de Isabella Dwyer.
Pero ahora no se sentía como Isabella, la popular modelo y amante del magnate griego Edward Cullen. Sentía que era Bella Swan, la descendiente de una rancia familia de Nueva Orleans, educada en un colegio de monjas, horrorizada al pensar que estaba soltera y embarazada de su novio.
-Estás hermosa, pethi mou.
Bella se dio la vuelta. Edward se hallaba en el vano de la puerta con los llamativos ojos verdes relucientes de admiración.
Por un segundo, ella se olvidó de su estado, se olvidó de todo menos de lo mucho que había echado de menos a aquel hombre durante las últimas tres semanas.
-Mon cher, el tiempo parecía no pasar nunca cuando te marchaste! -exclamó, atravesando la habitación para apretarse contra su pecho.
Los fuertes brazos la apretaron en un convulso movimiento mientras el cuerpo masculino mantuvo una extraña rigidez.
-Sólo ha pasado un mes y has estado ocupada con tu trabajo. No puedes haberme extrañado tanto.
Sus palabras le recordaron a ella lo mucho que a él le había molestado que se negase a dejar su profesión de modelo cuando se hicieron novios, pero ella no había querido ser la mantenida de nadie.
Además, no habría podido hacerlo aunque hubiese querido: necesitaba el dinero que ganaba para ayudar a una familia cuya existencia él desconocía.
-Te equivocas. Por mucho que trabaje, te sigo extrañando. Un día. Una semana. Un mes. Todos me causan pena -le molestaba sentirse vulnerable. ¿Dónde había ido a parar la impertérrita elegancia y sofisticación que habían conquistado a Edward?
La primera grieta había aparecido cuando él se despidió de ella para ir a Grecia y ella había llorado. Después de dos semanas y media de vómitos al levantarse, un test de embarazo que había dado positivo y la reacción horrorizada de su madre ante la noticia, el personaje de Isabella Dwyer estaba en decidido peligro de extinción.
Edward intentó mantener la compostura, algo que le costaba trabajo hacer cuando se encontraba con ella. Era una Isabella desconocida para él: muy apegada, casi vulnerable. Pero sabía que no podía ser verdad. Hacía un año que, a pesar de que ella compartía su cuerpo con una generosidad que lo emocionaba, no le había entregado su corazón y había partes de la vida de ella que desconocía totalmente.
Su relación era moderna y libre de compromisos a largo plazo, algo que ella le había indicado a él con su comportamiento. En aquel momento, apretó su cuerpo contra el de él de forma provocativa y él rió.
-Lo que quieres decir es que lo que has echado de menos ha sido mi compañía en la cama, ¿verdad?
Aquél era el único sitio donde él estaba convencido de que ella lo necesitaba, ya que se negaba a que él la mantuviese y le demostraba con sus actos que prefería estar a veces separada de él a tener que dejar su carrera. Ninguna de estas cosas, sin embargo, le simplificaba la tarea de decirle lo que le tenía que decir.
En realidad, estaba seguro de que le resultaría más difícil a él hablar que a ella oír lo que tenía que decirle. A aquella mujer sofisticada le molestaría tanto como a él que se pusiese sentimental al despedirse de ella.
Isabella alargó los brazos y le rodeó con ellos el cuello, acariciándole el cabello de la nuca.
-Te he echado en falta, Edward. No tiene gracia cocinar para mí sola. Tampoco me gustó demasiado el Abierto de Francia sin tenerte a mi lado protestando cuando tu tenista favorito cometió una doble falta a punto de ganar.
Él frunció el ceño al recordar el partido. Ella le sonrió y su mirada le hizo pensar que tenía que darle la noticia antes de que fuese demasiado tarde. Su cuerpo ya había reaccionado ante el contacto femenino.
-Tengo que darte una noticia.
-¿No puede esperar, mon cherí? -preguntó Isabella, preocupada por su tono.
Él intentó que lo soltase, pero ella se sujetó a su cuello con inusitada fuerza.
-Tenemos que hablar ahora -dijo él, tomándola de las muñecas.
Bella no quería hablar. No estaba lista para darle la noticia. Él la había seducido desde el primer momento y ella le había entregado su corazón, su cuerpo y su fidelidad como si hubiese sido su esposa. Pero no era su esposa, y no sabía cuál sería la reacción de él al enterarse de su embarazo.
-No -dijo, y movida más por el miedo que por el deseo, apretó sus caderas contra las de él-. No quiero hablar -sus pechos, libres de sujetador, rozaron la blanca camisa masculina a través de la fina seda del top-. Primero, esto.
-Isabella, no.
Soltando las manos de ella de su nuca, cometió el error de no sujetárselas.
-Edward, sí -dijo ella, metiéndolas por debajo de la chaqueta de él.
Él la miró, furioso, pero no le impidió que se la quitase y la dejase caer al suelo.
-Te deseo, Edward -sonrió ella, que necesitaba asegurarse de que eran dos mitades de un todo antes de poder hablarle del bebé que llevaba en su vientre y de quién y qué era ella en realidad-, podemos hablar más tarde.
Él la tomó por la cintura y la levantó hasta que sus labios se encontraron.
-Que Dios me perdone, pero yo también te deseo.
Hubo algo en su tono que ella no comprendió, pero sus cálidos labios le despertaron tal pasión que no pudo pensar en ello demasiado. Le tironeó de la corbata mientras él le desabrochaba rápidamente el top. Desabotonaron juntos la blanca camisa y ambas prendas cayeron juntas sobre la gruesa alfombra mientras sus labios permanecían unidos. Él la estrechó contra sí y los rígidos pezones femeninos rozaron el cálido pecho, haciéndola gemir de deseo.
-No deberíamos estar haciendo esto -dijo Edward, pero ella no pudo responder conscientemente a sus palabras, tan sumida se hallaba en las emociones que le despertaba el roce de su piel tras un mes de separación. Él parecía estar igual de afectado, ya que sus brazos la apretaron hasta casi quitarle el aliento.
Segundos más tarde se hallaban en la cama, desprovistos del resto de su ropa, las manos recorriendo con ansia rincones ocultos, las bocas devorándose mutuamente.
Los gritos masculinos de placer se unieron a los de ella cuando llegaron al clímax juntos con una rapidez que nunca habían experimentado antes y que los dejó exánimes.
Bella apoyó su mano sobre el corazón de Edward. Todavía latía con el acelerado pulso de la pasión reciente.
-Un corazón fuerte -murmuró-. Un hombre fuerte -¿se volvería aquella fuerza en contra de ella al enterarse de lo que tenía que decirle?
Edward se envaró, como si tuviese una premonición de lo que estaba por venir. Se apartó y se levantó de la cama.
-Necesito una ducha.
Ella se quedó mirando al sexy gigante junto a su cama. Podía sentir la tensión emanando del cuerpo masculino.
-Voy contigo.
-Quédate aquí -dijo él, negando con la cabeza-. Enseguida vengo.
-De acuerdo -dijo ella. Aunque con el corazón oprimido por su rechazo, aceptó de buena gana otra excusa para retrasar la noticia que tenía que darle.
A los quince minutos, él salió del cuarto de baño vestido con su habitual elegancia.
-¿Tienes una reunión? -le preguntó ella al ver que él había elegido otro de sus trajes a medida en vez de un atuendo más cómodo.
La seriedad esculpió una máscara en el atractivo rostro varonil.
-Isabella, tengo algo que decirte.
-¿Qué? -preguntó ella, sentándose en la cama y cubriéndose con la sábana de la mirada verde que la había subyugado desde que se conocieron.
-Me caso.
-¿Ma... matrimonio?
-Sí -dijo él, los puños apretados a los lados, el cuerpo envarado con una tensión que ella no pudo ignorar más.
-Si esto es una declaración de matrimonio -dijo ella, incrédula. ¿Estaría bromeando?-. Se te da muy mal hacerlo.
-No seas ridícula -dijo él, con una mueca-. Eres una mujer dedicada a su profesión -hizo un violento gesto con el brazo-. Una mujer con tus ambiciones no sería la esposa adecuada para el heredero del imperio Cullen.
Un gélido estremecimiento la recorrió de la cabeza a los pies.
-¿A qué te refieres?
-Me caso y, como es lógico, nuestra relación tiene que acabar -anunció, pálido.
-Me dijiste que no saldrías con otras mujeres mientras compartieses la cama conmigo. Dijiste que podía confiar en ti -dijo ella, sintiéndose utilizada, sucia.
-No me he acostado con nadie más -declaró él con un suspiro.
-Entonces, ¿con quién te casas? -exclamó ella.
-No la conoces -volvió a suspirar él, pasándose la mano por el pelo-. Se llama Rosalie Hale.
Griega. La otra era griega y probablemente educada para casarse con alguien con dinero y convertirse en la perfecta y sumisa esposa.
-¿Cuándo os conocisteis? -tenía que saberlo, aunque la pena la desgarrase.
-Desde que éramos niños. Es la hija de un amigo de la familia.
-¿La conoces de toda la vida y te acabas de dar cuenta de que la amas?
-El amor no tiene nada que ver con ello -dijo él con una risa cínica.
Nunca habían hablado de amor, pero ella quería a Edward con cada fibra de su ser y suponía que él también la amaba, aunque no en la misma medida, lo suficiente para hacer que resultase bien un matrimonio entre los dos ahora que estaba embarazada, pero estaba claro que él no creía en ese sentimiento.
-Si no amas a esa mujer, ¿por qué te casas con ella?
-Ha llegado el momento.
-Lo dices -tragó el nudo que tenía en la garganta-, como si siempre hubieses planeado hacerlo.
-Así es.
Una súbita debilidad hizo que ella se tambalease.
-¿Estás bien, pethi mou? -jurando en griego, la sujetó por los brazos.
¿Qué se creía? ¿Cómo iba a estar bien? Le acababa de decir que iba a casarse con otra, una mujer con la que siempre había pensado hacer su esposa. Durante un año la había utilizado a ella como a una prostituta.
-¡Suéltame! -masculló.
Él la soltó, ofendido, y Bella sintió deseos de abofetearlo.
-¿Me convertiste en tu fulana a sabiendas de que nuestra relación nunca pasaría del mero sexo? -preguntó, lanzando una mirada de rabia al rostro al que había amado por encima de cualquier otro durante catorce meses.
-No te convertí en mi fulana -dijo él, retrocediendo como si ella le hubiese dado una bofetada-. Eres mi amante.
-Ex amante.
-Ex amante -dijo él, con la mandíbula apretada.
-¿Por qué? -exclamó ella-. ¿Por qué acabas de hacer el amor, quiero decir… el sexo conmigo, entonces?
-No he podido evitarlo.
Lo creyó. A ella le había pasado lo mismo con él desde el principio. Era virgen a los veintidós años, pero su inocencia no había servido de barrera a los sentimientos que él encendió en ella.
Aunque sorprendido por su virginidad, no había desistido en su empeño de hacerla su amante. Tras dos meses de mantenerlo a raya, ella se le había finalmente entregado. Había sido fantástico. Él la había hecho sentirse mimada y había habido momentos durante el pasado año en que incluso había creído que la amaba.
-No puedo creer que quieras separarte de mí.
-Ha llegado la hora -dijo él nuevamente, como si ello lo explicase todo.
-¿La hora de desposar a la mujer con quien pensabas casarte todo el tiempo? -preguntó ella, que necesitaba que él se lo confirmase.
-Sí.
A pesar de la rabia que la invadía, sintió la vergüenza de estar desnuda. Había entregado su cuerpo sin inhibiciones a aquel hombre durante un año; doce meses durante los cuales él sabía todo el tiempo que se casaría con otra.
Girando sobre sus talones, se dirigió al cuarto de baño y se puso el albornoz que colgaba tras la puerta.
Cuando volvió al dormitorio, Edward se había ido. Recorrió todas las estancias, pero él la había dejado.
Se detuvo en medio del salón. La soledad del apartamento la oprimió de tal manera que cayó de rodillas, deshecha en lágrimas. Edward se había marchado.
Edward se apoyó contra la pared fuera del apartamento. Se había marchado con esfuerzo cuando Isabella entró al cuarto de baño. De lo contrario, jamás habría podido hacerlo. Resistió la tentación de volver a entrar y decir que todo era un error.
Pero no era un error. Si no se casaba con Rosalie, fallecería el anciano a quien amaba más que a su vida, más que a su felicidad personal. Su abuelo se mantenía firme en su ultimátum, sentado en una silla de ruedas, negándose a que lo operasen hasta que Edward fijase su fecha de boda.
Se dio un puñetazo con rabia en la palma de la mano. ¿Por qué habría mencionado ella el matrimonio si era algo que no le interesaba? De haber sido así, al menos una vez durante el año que estuvieron juntos habría antepuesto su relación con él a su carrera. Pero no lo había hecho. Ni una vez.
Isabella se hallaba enfadada, herida en su orgullo femenino. Le había dolido enterarse de que él pensase casarse con otra desde el principio, pero Edward no podía creer que creyese seriamente que se casarían. Sin embargo, era obvio que ella suponía que él no tenía otros planes al respecto.
Más culpa se añadió al torbellino de emociones que lo sacudían. No había sido su intención acostarse nuevamente con ella, pero había perdido el control en cuanto ella comenzó a seducirlo. A pesar de su mundana sofisticación,
Isabella no era una amante agresiva. Era afectuosa y sensible, más sensible que cualquiera de las mujeres con las que él había estado, pero normalmente no tomaba la iniciativa. Y si lo hacía, era con total sutileza. Pero la forma en que acababa de hacerlo no tenía nada de sutil, lo cual había minado las defensas de Edward con la fuerza de un batallón de infantería.
Le había resultado más difícil todavía anunciarle su próxima boda. Con un esfuerzo, se apartó de la pared y se dirigió al ascensor. La única forma de separarse de ella era cortando por lo sano.
Bella esperó treinta y seis horas para llamar a Edward al móvil, convencida de que el hombre que amaba, el padre de su hijo, volvería a ella.
Pero él no volvió. Se sentía furiosa como nunca lo había estado en su vida, pero llevaba a su hijo en su vientre y tenía que decírselo antes de que él cometiese el error de casarse con otra. No quería pensar en lo que haría si el anuncio de su próxima paternidad no alteraba sus planes de boda.
El teléfono sonó tres veces antes de que él respondiese.
-¿Dígame?
-Soy Isabella -dijo ella y le respondió un enervante silencio-. Tenemos que hablar.
-No hay nada más que decir -respondió él tras una nueva pausa.
-Estás equivocado. Tengo algo que decirte.
-¿No podemos evitar este epílogo?
Ella contuvo el aliento para no gritar como una loca. Cerdo insensible.
-No. Tengo que hablar contigo. Me lo debes, Edward.
-De acuerdo -dijo él, tras un larguísimo silencio que acabó en un suspiro-. Te espero en el Chez Renée a comer.
-Bien -dijo ella, entre dientes.
Hubiese preferido la intimidad del apartamento para anunciarle su próxima paternidad, pero quizá fuese mejor que lo hiciese en un sitio público. «No se atreverá a asesinarme con tantos testigos», pensó con ironía.
Después de acordar la hora, Edward cortó la comunicación y se dio la vuelta para mirar por el ventanal de su gran despacho en Atenas. Se había marchado a su país a las pocas horas de romper. No se había atrevido a quedarse en Francia por temor a volver con ella, lo cual lo enfurecía.
La vida de su abuelo se hallaba en juego y Edward se negaba a que la obsesión por una mujer lo alejase de su propósito. Había aprendido la lección con sus padres. La obsesión de su progenitor por su madre había acabado con sus vidas tras años de una relación llena de altibajos. No podía permitir que su necesidad compulsiva por Isabella afectase a su abuelo de igual manera.
Había sido el primer hombre de su vida, pero con el carácter sensual que ella tenía, sabía que no sería el último.
Incluso, a veces se había preguntado si ella no tendría otro hombre en su vida. Había partes de su vida que ella mantenía al margen de él. Hacía viajes al extranjero que nada tenían que ver con sus contratos de modelo, pero se negaba a hablar de ellos con él. Y por más que él se decía que era un tonto, que ella jamás flirteaba con otros hombres y que cuando volvían a hacer el amor se entregaba a él con ansia, Edward nunca había podido ahogar la sensación de que ella no le pertenecía del todo. Si no físicamente, al menos en lo referente a sus emociones.
Ello lo había llevado a creer que ella se tomaría la ruptura con fría sofisticación, del mismo modo que había tomado las frecuentes separaciones que les exigían sus respectivas profesiones. Le asaltó el recuerdo de la voz de ella, ahogada por las lágrimas, cuando la llamó desde Grecia para decirle que tardaría más de lo previsto en volver.
¿Y si se hubiese convencido de que lo amaba? Se estremeció al pensar en ello. El amor era la excusa que las mujeres utilizaban para sucumbir a su pasión.
Supuestamente, su madre amaba a su padre, pero también había amado a su instructor de tenis y luego al esposo de una clienta y finalmente al profesor de esquí con quien se había marchado. Ella era el ejemplo de la forma en que las mujeres traicionaban en nombre del amor. Edward prefería el franco intercambio de deseo sexual a la insistencia en emociones efímeras que sólo acababan causando dolor.
Pero Bella quería verlo una vez más. Había accedido porque ella tenía razón: se lo debía.
Habían pasado un año juntos e Isabella le había dado el regalo de su inocencia.
Ella le había restado importancia en su momento, pero la educación tradicional griega de él hacía que considerase aquello una deuda que no tendría que haber sido saldada con el despiadado final de su relación.
Ni siquiera le había dado un regalo al separarse. Ella se merecía algo más. Había sido suya durante un año. Edward decidió asegurarse de que no le faltase de nada en el futuro.

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