sábado, 28 de marzo de 2015

Apostando por el amor Cap. 2

Disclaimer: Los personajes no me pertenecen son de S. Meyer y la historia es de Jacqueline Baird yo solo me adjudico la adaptación para su disfrute. 


Capítulo 2


Edward Cullen era, sin duda, el hombre más arrogante e insensible que jamás había tenido la desgracia de conocer, pensó Bella con furia. Apretó los dientes y contó hasta diez. ¿Cómo se atrevía a recordarle la pasión que habían compartido? ¿Y a suponer que podían reanudar la relación en donde la habían dejado antes, sólo porque él pasaría algunas semanas en la ciudad y ella ya no era una amenaza como periodista...?
¿A cuántas mujeres había usado, a lo largo de los años, de esa forma tan insensible? A cientos, si las historias que publicaban las revistas sobre él eran ciertas. Pensó en la pobre Ángela, a quien había tratado de consolar esa misma tarde. Le había recordado a ella misma cuando tenía su edad, y podría apostar a que el examante de Ángela era una réplica perfecta de Edward Cullen, sin su increíble riqueza, por supuesto.
Apostar. La apuesta... Bella dejó ver una sonrisa encantadora, y con la cabeza ladeada, miró al hombre que estaba frente a ella.
— ¿Quieres invitarme a cenar? —preguntó con timidez, y casi rió al ver el destello de triunfo en los ojos de Edward.
— A eso y más, encanto —sus labios rozaron la sien de Bella, que apretó los puños para soportar ese contacto—. Elige la hora y el lugar, Bella, y te llamaré.
— Tengo libre la noche del sábado —no quería parecer demasiado ansiosa, y una espera de tres días le haría bien a Edward. Bella jamás había creído ser una persona vengativa, pero la reaparición de Edward había despertado muchos recuerdos amargos, y eso, unido a la apuesta con Alice, hizo que no pudiera resistir la tentación de herir el abrumador orgullo de ese hombre. Se juró que saldría durante un mes con ese canalla, ganaría la apuesta y Edward aprendería una lección que jamás olvidaría...
— ¿Os divertís? —Alice apareció detrás de Edward—. Espero que Bella te esté atendiendo bien, Edward.
— Es la mejor fiesta a la que he asistido, Alice —le aseguró con amabilidad—. Jasper es un hombre muy afortunado, y sí, Bella me ha atendido muy bien. De hecho, ha aceptado cenar conmigo el sábado por la noche —se volvió hacia ella con una mirada de satisfacción—. No podría sentirme más feliz.
Bella se estremeció, inquieta: el reto en la mirada de Edward era inconfundible.
— Sí... —inconscientemente, se apartó de Edward y se acercó a Alice—... La fiesta es muy agradable, pero si no te importa, iré a despedirme de todos.
— Pero todavía es temprano, podrías...
— No, debo irme —la interrumpió Bella. Ya no podía seguir fingiendo; de pronto, se sentía disgustada consigo misma y más con Edward Cullen. Le dolía la cabeza por la tensión y lo único que quería era irse a casa y olvidar lo sucedido esa noche. En cuanto a la cita para cenar, había sido una idea estúpida buscar una venganza... en especial con un hombre como Edward—. A diferencia tuya, Alice, yo trabajo, y mañana me espera un día muy ocupado, así que voy a pedir un taxi...
— No es necesario; yo te llevaré a casa —se ofreció Edward con amabilidad.
— ¡Es una idea fantástica! —exclamó Alice—. No me gustaría pensar que mi mejor amiga anda sola por las calles de Londres por la noche.
Bella sintió deseos de matar a Alice.
— No, por favor... Edward debe quedarse. Puedo ir sola.
Diez minutos después, sentada en el asiento delantero de un Jaguar negro, con Edward al volante, Bella se oyó darle su dirección en Pimlico.
— ¿Por qué tengo la impresión de que no querías que te llevara a casa? —la miró de soslayo, antes de volver a concentrar su atención en el tráfico—. Es extraño, dado que aceptaste ir a cenar conmigo.
Bella frunció el ceño, observó su perfil y luego desvió la mirada. ¿Sospecharía que no había sido sincera al aceptar su invitación? «Qué importa eso», pensó. Ya no tenía intención de salir con él; era un plan absurdo, decidido en el calor del momento. No… esperaría hasta que llegaran a su casa y le diría adiós… no era tan tonta.
Edward era un hombre terriblemente atractivo, rico y poderoso; pero ella sabía, por experiencia, lo implacable que podía ser.
— ¿No me respondes, Bella? Recuerdo que siempre fuiste una joven callada. Era una de las cosas que me agradaban de ti... eso y tu hermoso cuerpo... —terminó con voz ronca.
«Embustero, yo nunca te gusté», se dijo ella con dolorosa frialdad, y, el pensamiento le hizo revivir la antigua amargura. Él había usado su hermoso cuerpo y ahora creía que haría lo mismo. Con la misma rapidez con que había rechazado la idea de vengarse, su orgullo herido la hizo cambiar de decisión. ¡Le demostraría que era una mujer madura y que podía ser una rival digna de él!
Ya estaban en su calle y en unos segundos llegarían a su casa. Se armó de valor y le pidió:
— Detente aquí.
El coche se detuvo y, deliberadamente, Bella apoyó una mano sobre el muslo de Edward cuando se disponía a bajar. Sintió que los músculos se tensaban bajo la delgada tela del pantalón, y cuando lo miró a la cara notó un destello de desconcierto en los ojos de Edward.
— Te equivocas, Edward. No tenía ninguna objeción a que me trajeras, pero no quería que abandonaras la fiesta —le explicó, sorprendida por su habilidad para actuar—. Prométeme que regresarás ahora mismo y te veré el sábado a las siete y media —no tenía intención de invitarlo a tomar un café, porque aún no se sentía lo bastante confiada; despacio, apartó la mano de su muslo y con la otra intentó abrir la puerta—. Vivo aquí, en el número veintisiete... no es necesario que...
— Te acompañaré a la puerta —la interrumpió Edward—. Y sí regresaré a la casa de Jasper. Aún debemos hablar de negocios —declaró, sonriendo, y antes de que ella pudiera bajar, rodeó el coche y le abrió la puerta.
Subió a su lado por los escalones de piedra que llevaban a la puerta de la casita que Bella había heredado de su padre. Bella buscó en su bolso y sacó la llave, levantó la cabeza y le dio las gracias a Edward.
— Hasta el sábado, Bella —Edward la miró a los ojos—. Estaré contando las horas.
Antes de que Bella supiera lo que sucedía, Edward inclinó la cabeza y sus labios rozaron los de ella. Demasiado sorprendida para resistirse, no hizo ningún comentario cuando él le quitó la llave para abrir la puerta y se la devolvió.
— No voy a entrar ahora, pero espérame el sábado, cariño.
Bella cerró la puerta con una fuerza innecesaria, la risa masculina resonó en sus oídos y por su mente cruzó la imagen de la atractiva sonrisa que le había dirigido al despedirse de ella con un ademán antes de subir al coche.
Por un momento, el tiempo pareció retroceder y Edward parecía ser el sonriente y despreocupado pescador que Bella conoció en Corfú. Furiosa consigo misma y con Edward Cullen, Bella cruzó el vestíbulo y abrió la puerta de la sala.
En la seguridad de su refugio, se quitó los zapatos y la chaqueta y se dirigió a la acogedora cocina. Los familiares muebles de pino le hicieron sentirse a gusto. Decidió que necesitaba un café y pensar... Se frotó los ojos con las manos y suspiró. ¿En qué se había metido?
Cinco minutos después, con la taza de café en la mano, Bella regresó a la sala y se dejó caer en el sofá.
Bebió despacio y luego dejó la taza vacía sobre la mesita, frente a ella. Apoyó la cabeza contra el respaldo y cerró los ojos.
¡Edward Cullen había regresado a su vida! Jamás, ni en sus peores pesadillas, había esperado volver a verlo.
Recorrió con la mirada la habitación. Los tonos suaves en las cortinas también se veían en la tapicería del sofá y los dos sillones. La mesita de caoba relucía con un suave tono canela que sólo podía ser resultado de un trato amoroso. Había pertenecido a la familia de su madre durante varias generaciones. Pensó en su madre, que había muerto en un accidente de automóvil, no mucho después del divorcio, y por primera vez en una década deseó tenerla a su lado para confiar en ella.
Sonrió con ironía; no había confiado en ella a los dieciocho años y ahora ya era un poco tarde para lamentarlo.
¡Oh, Dios, el recuerdo le dolía! Al ver a Edward esa noche lo había recordado todo... los traumáticos acontecimientos cuando tenía diecinueve años. El dolor, la decepción y la soledad...
Cuando era adolescente, Bella consideraba que su vida era normal y feliz. Sus padres la adoraban y vivían en una agradable casa en Kent, no lejos de Londres. Su madre escribía libros infantiles y su padre era periodista.
Cuando Bella tenía trece años, su padre aceptó el puesto de editor en un periódico norteamericano. A Bella no le parecía extraño que su padre trabajara en Estados Unidos y viajara a casa varias veces al año; los padres de muchas de sus amigas trabajaban en Oriente Medio. En dos ocasiones, su madre y ella habían pasado una temporada en California, en el apartamento que su padre tenía alquilado en Los Ángeles; pero cuando Bella terminó el colegio, sus padres decidieron que debía tomarse un año antes de ingresar en la universidad, en donde pensaba estudiar política, economía y filosofía. Bella viajó con dos amigas por toda Europa hasta Grecia, y en el mes de julio, alquilaron un apartamento en la isla de Corfú. En ese mes, la vida de Bella cambió por completo; al fin había madurado.
Suspiró, se llevó una mano a la mejilla y sintió la humedad de las lágrimas. Se puso en pie de un salto, subió por la escalera y se dirigió al baño. Hacía años que no lloraba y no iba a empezar ahora. Se quitó la ropa y se metió en la ducha. Pero no le sirvió de nada. Ya seca y con un pijama de seda azul, entró en su dormitorio y se metió en la cama, abrumada por el peso de los recuerdos. Dio vueltas en la cama durante casi media hora, pensando deliberadamente en los casos más difíciles que había resuelto en su trabajo. Cualquier cosa para olvidar el hecho de que Edward había reaparecido en su vida.
Al fin, cuando el reloj de una iglesia cercana marcó las dos, Bella desistió y dejó que su mente volviera a la isla de Corfú y al día en que conoció a Edward. Se consoló pensando que tal vez, después de tantos años, sería una experiencia positiva. Olvidaría de una vez por todas los recuerdos desagradables y miraría hacia el futuro sin que ningún recuerdo del pasado afectara a su vida. Por primera vez reconoció que su aventura con Edward Cullen había condicionado la opinión que tenía sobre los hombres.
Bella estaba sentada sobre una pulida piedra al borde de una playa llena de guijarros, con la mirada fija en el extraño artefacto que había cerca de la orilla. Era una jaula grande de alambre, con cubierta de madera, sumergida en las aguas poco profundas y sujeta a la playa por unas cuerdas. Pero lo que atraía su atención era el contenido: una docena de langostas. «El botín del día de un pescador», pensó, y se sintió atrapada entre su deseo de comer langosta y su idealismo de adolescente, que le decía que todo ser viviente debía ser libre. Sonrió al pensar en lo que sucedería si liberaba a esas infelices langostas. Tal vez acabaría en una cárcel griega.
Frunció el ceño. ¿Le importaría a alguien si así fuera? Durante los dos últimos días sentía lástima de sí misma. Hacía una semana había llegado al apartamento en la colina, con sus amigas Jessica y Lauren, decidida a pasar un mes de descanso, pero las cosas no habían resultado así. Era cierto, dos eran compañía y tres una multitud, reconoció apesadumbrada. Sus amigas habían conocido a dos jóvenes turistas alemanes y habían decidido acompañarlos en unas vacaciones de tres semanas, a pie y acampando por toda la isla. Bella pensó que era un rasgo típicamente alemán, dividir en cuadros un mapa de una isla tan bella como Corfú y acampar en todos ellos. No era su idea de unas vacaciones; pero tampoco lo era quedarse sola en un apartamento de tres dormitorios durante el resto del mes.
Estiró las piernas y sumergió los pies en el agua, sin darse cuenta de lo atractiva que estaba. Su rostro juvenil resplandecía de salud y vitalidad, la larga y castaña melena caía sobre sus hombros en una masa de rizos brillantes y el pequeño bikini de color verde mar revelaba su curvilínea figura.
Paleokastritsa era tal vez el lugar más bello de Corfú, pero ese día, Bella se había alejado de la playa frecuentada por los turistas al otro lado del promontorio, para ir a un pequeño puerto, donde estaban anclados los transbordadores y las lanchas con fondo de cristal que hacían excursiones. También había algunas barcas de pescadores. Bella había elegido ese lugar porque la comida era allí más barata que en la playa principal.
Acababa de terminar de comer una pizza acompañada de una copa de vino, y se preguntaba cómo pasaría el resto del día, cuando vio la prisión de las langostas.
— Con tu piel, deberías tener cuidado... a menos que quieras acabar con una de mis langostas —una voz con un ligero acento interrumpió los pensamientos de Bella, que se irguió y volvió la cabeza hacia el hombre que había hablado.
La chica se quedó sorprendida. El hombre que estaba de pie a su izquierda, medía más de un metro noventa y era impresionante. Los anchos hombros sostenían un cuello fuerte y una cabeza orgullosa. El pelo negro y rizado caía sobre su frente, y tenía bellas cejas arqueadas que enmarcaban los ojos más oscuros y brillantes que Bella había visto nunca. Su nariz era recta y clásica y su boca generosa estaba curvada en una sonrisa.
— Tus langostas —murmuró, y se sonrojó ante la sensual mirada de aquel hombre. ¡Gracias a Dios que no las había soltado! Por lo visto era el pescador, y al instante le horrorizó la idea de molestar a ese hombre encantador.
— Sí, y tal vez pueda persuadirte de que compartas una conmigo, esta noche —se sentó a su lado—. ¿O ya tienes alguna cita? —indagó.
— No —se apresuró a responder. Bella le habló de la deserción de sus amigas, revelando sin querer que se sentía sola desde hacía dos días.
— Ésas no son amigas —declaró él bruscamente.
— Oh, no las culpo —le aseguró. No quería que ese joven encantador pensara que era egoísta—. Ellas... — iba a decir, «se enamoraron», pero de alguna manera pensó que eso era infantil y no del todo cierto.
Durante las últimas semanas había llegado a comprender que Jessica y Lauren tenían más experiencia que ella. Habían salido con varios hombres durante el viaje, a veces no regresaban en toda la noche y Bella empezaba a pensar que, en comparación, ella era una niña ingenua.
— Tendrán mi eterna gratitud, pequeña, si me dices tu nombre y me permites que te atienda durante el resto de tus vacaciones.
— Bella —respondió, cohibida, y alzó la cabeza para mirarlo.
— Bella... un nombre encantador para una joven encantadora —apoyó una mano sobre la de ella y añadió—. Yo soy Edward —le alzó la mano para estrecharla y, sin el apoyo, la chica casi cayó encima de él.
El roce de su brazo contra el pecho de ese hombre la estremeció. Se ruborizó por la sensación provocada por el contacto, pero recordó sus modales y con una sonrisa tímida murmuró:
— Mucho gusto.
— Eres muy formal. Eso me agrada —hubo un destello de risa en sus ojos cuando estudió el rostro sonrojado de Bella. Su mirada descendió a las suaves curvas de los senos expuestos por la diminuta prenda superior del bikini y volvió a contemplar su rostro—. Y te sienta bien el rubor —añadió, burlón. Se puso de pie de un salto y la ayudó a hacer lo mismo—Encantado de conocerte, Bella, y si me lo permites, te enseñaré mi bella isla. Seré tu guía personal, ¿quieres?
— Sí —respondió ella, hechizada por el brillo en los ojos oscuros y la cálida sonrisa que iluminaba aquel atractivo rostro—. Pero, ¿y tu trabajo? —preguntó, mirando hacia la jaula de las langostas.
— ¿Qué sabes de mi trabajo? —preguntó él.
Bella lo miró a los ojos, ahora serios, sorprendida por su tono repentinamente brusco. El joven risueño de pronto le pareció más viejo, más maduro, y se preguntó qué edad tendría.
— Bueno... nada —tartamudeó. ¿Creería que desdeñaba su trabajo de pescador? A toda prisa lo tranquilizó—Creo que el trabajo de un pescador es duro... ¿puedes tomarte algún tiempo libre siempre que quieres? — vio que el rostro de él se relajaba y de nuevo Edward sonreía amistoso.
— Deja que yo me preocupe de eso, Bella —de nuevo la cogió de la mano y la guió por la playa, hacia el muelle—. Ven y te enseñaré mi embarcación, y si eres buena, te enseñaré a pescar.
Para Bella, las dos siguientes semanas fueron como un sueño. La embarcación de Edward fue su primera sorpresa: un yate de motor equipado con cocina, una amplia cocina y baño. Además, en la cubierta había todo el equipo necesario para pescar. Edward le explicó que a veces llevaba a algunas personas a pescar tiburones. Ella pensó que se refería a los turistas; fue tiempo después cuando comprendió su error.
Su primera cita a cenar fue a bordo, sentados en la cubierta y disfrutando de la suculenta langosta, una sencilla ensalada y una botella de vino. El cielo estaba cubierto de estrellas y la luna que se reflejaba en el agua era un fondo perfecto para la romántica cena. Cuando después la llevó a su apartamento, en su desvencijado jeep, la besó con suavidad en los labios y le prometió llamarla a la mañana siguiente. Ya en su propia cama, Bella recordó cada momento de la velada. Se había enterado de que él tenía veintinueve años y que había nacido en Corfú. Mucho tiempo después, al evocar todo aquello, comprendió lo astuto que había sido. Eso fue todo lo que Bella supo de él.
Pasaron largos días navegando, nadando, riendo y bromeando, y compartían casi todas las comidas; era un paraíso para Bella y día a día aumentaba su fascinación por Edward, hasta que al fin reconoció que por primera vez estaba enamorada.
La visión de Edward, de pie en la popa, con un pequeño bañador y dispuesto a lanzarse a las azules aguas del Mar Jónico bastaba para hacerle contener el aliento. Era un hombre maravilloso, y no podía creer en su buena suerte, porque él la había elegido entre todas las jóvenes encantadoras que había en Paleokastritsa.
— ¡Vamos, perezosa, sígueme! —le gritó Edward ya desde el agua.
Bella no necesitó más, y corriendo por un costado de la embarcación, se zambulló.
— Te echo una carrera hasta la playa —lo retó, y empezó a nadar. Habían anclado en una pequeña caleta que, según Edward, era inaccesible por tierra y completamente privada.
De pronto, algo la sujetó de un tobillo y la sumergió. Dos brazos fuertes rodearon su cuerpo cubierto por el bikini y una boca firme se apoderó de la suya. Bella se aferró a los anchos hombros de Edward, sin que el agua mitigara el intenso calor que sentía en su interior, cuando el beso se prolongó; lo rodeó con sus largas piernas alrededor de las de él, hasta que al fin salieron a la superficie, aspirando aire jadeantes. Todavía abrazándola, Edward la miró a los ojos.
— ¡Oh, Dios, te deseo tanto, Bella…!
— Y yo a ti —suspiró, y le echó los brazos al cuello. Comprendió que él era todo lo que quería; nada en el mundo le importaba tanto como ese hombre. Por un segundo, su mirada se ensombreció. ¿Sería prudente estar tan obsesionada con una persona? Pero los labios de Edward de nuevo encontraron los de ella y todas sus dudas se desvanecieron.
— Abre la boca —le pidió él, y Bella obedeció. La chica sintió que su lengua exploraba la húmeda cavidad y ella hizo lo mismo. El corazón le latía agitadamente cuando Edward deslizo una mano alrededor de su cuello, para quitarle la parte superior del bikini y cubrir con la palma un seno. Su pulgar acarició el rosado pezón, y Bella jadeó cuando lo sintió endurecerse bajo ese contacto. Echó la cabeza hacia atrás y él la besó a lo largo del cuello hasta llegar a un seno, y cuando cerró la boca sobre la punta rígida, Bella dejó escapar un leve gemido. Con sus esClearwateras piernas, la chica sujetó con más fuerza los muslos de él y lo oyó gemir cuando, reacio, levantó la cabeza.
Bella percibió el acalorado pulso de la excitación de Edward contra la parte más sensible de su ser; sólo la tela de la ropa los separaba de la unión que tanto ansiaban. El suave golpeteo del agua a su alrededor no hacía nada para mitigar el ardiente deseo de ambos.
— Creo que no podré soportar mucho más, Bella — jadeó, y empezó a caminar hacia la playa. Se detuvo y deslizó las manos desde la cintura de ella hasta las caderas y con suavidad la dejó en el suelo, curvó las manos sobre su trasero y la estrechó contra sus muslos—. Si quieres detenerme, tendrá que ser ahora, Bella. Siente lo que me haces —le dijo con voz ronca—. Ninguna mujer me había afectado como tú.
— A mí me sucede lo mismo —murmuró Bella, y era cierto.
El mar le bañaba los pies y estaba desnuda, excepto por la parte inferior del bikini, pero no se sentía avergonzada; todo lo que había sucedido los últimos días, cada contacto, los besos y las caricias, la habían llevado a ese momento. Sus ojos recorrieron con adoración el magnífico torso de Edward, la piel dorada bajo el sol, el vello de su pecho. Lo vio respirar agitadamente y supo que a ella le sucedía lo mismo. Se estremeció cuando Edward levantó las manos y le cubrió los senos. Luego, la cogió en brazos y la llevó a la playa. La recostó sobre la arena y ella extendió los brazos en un gesto de abandono.
— Dios, eres tan bella —murmuró, y se recostó a su lado. Con movimientos hábiles la despojó de la parte inferior del bikini, hasta que quedó completamente desnuda delante de él.
El sol deslumbró a Bella un momento. La chica jadeó cuando Edward se puso encima de ella, con los codos apoyados a ambos lados. Con una pierna, Edward le separó los muslos y Bella jadeó sorprendida al darse cuenta de que también estaba desnudo, pero cuando la cabeza morena se inclinó hacia ella, la boca de su compañero encontró los labios entreabiertos.
Edward la acarició con las manos y la lengua y mordisqueó cada centímetro del cuerpo de Bella, hasta que el deseo de ella fue insoportable. Ella se aferró a los anchos hombros y su boca encontró la fuerte columna del cuello.
Lo mordió con suavidad y deslizó las manos a lo largo de su espalda. Edward deslizó los dedos sobre los muslos de la chica para encontrar los suaves rizos y separar la tierna carne debajo de ellos. Bella se arqueó, convulsa, cuando Edward encontró el sensible centro de su femineidad, y gimió por la exquisita tensión, la nueva sensación en su vientre y la anticipación casi dolorosa de algo milagroso. Luego, la boca de Edward se cerró sobre la turgente punta de un seno y Bella se movió debajo de él, gritando.
— Por favor... por favor...
— No puedo esperar —gimió Edward sobre su seno—. ¿tomas algo?
— No, pero... —no le importaba, lo amaba.
Él empezó a maldecir furioso, se puso de pie con brusquedad y se sumergió en el mar. Bella estaba demasiado desconcertada para moverse; se quedó en la playa, donde él la había dejado, temblando de frustración.
Despacio, volvió a la realidad... el sol brillante, su desnudez, el agua que le lamía los pies... ¡Estaba a plena luz del día! Ningún hombre la había tocado antes, y sin embargo, con Edward había perdido toda modestia y todas sus inhibiciones se habían desvanecido.
Se sentó. Edward casi había llegado a la embarcación; sus fuertes brazos cortaban el agua, casi como si alguien lo persiguiera. Gimió. ¡Qué tonta era! Edward esperaba que ella hubiera tomado alguna precaución. Era un hombre sensible y no quería arriesgarse a dejarla embarazada. Debería estarle agradecida por su control, pero lo único que sentía era una intensa frustración y un secreto deseo de que se hubiera dejado llevar como ella. Le gustaría tener un hijo de Edward; de hecho, le encantaría. Un niño de pelo cobrizo y ojos verdes… sonrió… tal vez algún día.
Se puso de pie, recogió la parte inferior de su bikini y se la puso antes de empezar a nadar hacia la embarcación.
— Lo siento, Bella —Edward la miró seriamente cuando ella llegó a la pequeña escalera—. Tenía que alejarme, de lo contrario... —le tendió un mano y Bella la cogió para subir a bordo.
— ¿De lo contrario, qué? —le preguntó sin aliento. Aún sin la parte superior del bikini, no tenía idea de lo seductora que estaba con los senos al aire y los pezones erectos; al hombre a su lado no le importaba si era por el agua o por la excitación.
Edward rezongó, la cogió de nuevo en brazos y bajó a la cabina, para depositarla en la litera. Ella levantó la vista riendo, pero su risa se apagó. El rostro de él era severo, casi colérico; tenía una toalla envuelta alrededor de la cintura.
— ¿Qué sucede? —preguntó Bella, insegura al notar su seriedad.
— ¡Ahora no sucede nada! —replicó él con tono extraño-. Ni siquiera nadar doscientos metros ha logrado calmarme —musitó casi para sí, antes de recostarse al lado de ella.
— ¿Crees que es prudente? —logró preguntar ella antes de besarla de nuevo. Unos segundos después, se reavivó la pasión que se había encendido en la playa y Bella gritó cuando los labios y las manos de él volvieron a excitarla; pero esta vez no se detendría.
Edward apartó la cabeza de un seno, le tendió un pequeño paquete y murmuró:
— Pónmelo, Bella.
Por un momento ella no comprendió lo que le pedía, y cuando lo hizo empezó a temblar. Su mirada curiosa se deslizó entre sus cuerpos y la intimidó la evidencia de su virilidad.
— Yo... —vacilante, deslizó una mano sobre el estómago de Edward. ¿Cómo podía decirle que nunca había visto a un hombre desnudo antes, que nunca había hecho el amor? ¿Cómo podía explicarle eso, si su cuerpo reaccionaba con tal abandono a sus caricias?
— Eres tímida —gimió él— y yo ya no puedo resistir más.
De nuevo sus labios se encontraron y Edward deslizó las manos sobre el trasero de Bella y la levantó hacia sí. Bella se puso tensa durante una fracción de segundo y sintió un último destello de temor al pensar en lo que iba a suceder, pero luego él la poseyó. Bella se sobresaltó al sentir la punzada de dolor y Edward se inmovilizó.
— Bella, ¿por qué no lo dijiste? —le preguntó, fijando en ella una mirada rebosante de pasión.
— Por favor, no te detengas —le suplicó Bella con anhelo, gimiendo sofocada; él hundió la cara contra su cuello y empezó a moverse despacio y con firmeza.
— Te quiero, Edward —se oyó decir Bella, cuando su esClearwatero cuerpo se convulsionó en una explosión de éxtasis; oyó vagamente el grito de Edward cuando, con un último impulso, su cuerpo se estremeció fuera de control, antes de desplomarse encima de ella.
Durante un momento, el único sonido fue el de la respiración de ambos, mezclada con el suave golpeteo del agua contra la embarcación. Bella jamás se había sentido tan feliz, tan contenta y tan saciada. El cuerpo de Edward cubría el suyo como un manto. Era suyo para siempre, pensó deleitada.
— Eras virgen —murmuró él contra su cuello, y, cuando alzó la cabeza, los ojos oscuros, aún dilatados por la pasión, observaron el rostro sonrojado de la chica—. Pero debiste decírmelo, Bella. Habría actuado con más suavidad. ¿Estás bien?
— ¿Bien? No —murmuró, conmovida por el rápido destello de preocupación en los ojos de Edward—. Estoy en la gloria, en el paraíso, enamorada. Nunca pensé que pudiera ser tan maravilloso —confesó, antes de preguntar— ¿Siempre es así?
— Entre tú y yo, tengo la sospecha de que siempre será perfecto.
— ¿Sólo la sospecha? —se burló, confiada en su recién descubierto amor.
Edward inclinó la cabeza y murmuró sobre los labios de Bella:
— Que Dios me ayude, es una certeza.

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